Remedios caseros para el buen olor y otras misceláneas


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Siempre he sido una persona de mucho sudar. En mis tiempos de juegos infantiles sudaba copiosamente. No había llegado al terreno de pelota, no había caminado al menos unos cien metros y ya las gotas de sudar se reflejaban en mi rostro y algunas corrían por mi pecho y mi espalda.

Sudar tanto tiene sus ventajas. Decía mi abuela que el que suda es porque esta vivo o que tiene mucha proteína. Se era muy saludable. Había otros criterios, divergentes, por cierto, acerca del tema. Para ella, que consentía sin reparos a sus nietos, entrar sudado a la casa a la hora del almuerzo era una herejía mayor e imperdonable; el violador de la regla –o los violadores—estaba obligado a entrar a bañarse “sin excusas ni pretextos y restregarse bien de pies a cabeza”.

El sudor, en la etapa de juegos, se hacía acompañar la mar de las veces de los conocidos “tabaquitos de churre”; que no denotaban falta de higiene, pero si eran una muestra de hasta que punto el polvo que flotaba en el ambiente se relacionaba con nuestros cuerpos. Años después descubrí que tal acumulación no era más que el desprendimiento de células muertas que el sudor arrastraba y que era un proceso natural; aunque no se debe olvidar el papel del churre como complemento cuando se mataperrea desde las ocho de la mañana en vacaciones.

A lo anterior hay que sumar que éramos niños en pleno crecimiento y que ese sudor y correspondiente desprendimiento de células se hacía acompañar de un proceso conocido como desarrollo hormonal. Ese desarrollo se comienza manifestar con el nacimiento de bellos –o pelos—en las axilas, el pecho y la región púbica; que en algunos puede ser copioso y en otros, simples zonas ennegrecidas. Yo pertenezco al primer grupo.

Sin embargo; ese proceso tráe su compañía que no siempre es todo lo agradable que se quisiera. Se entraba, con violencia y alevosía, en la era de los olores fuertes. O en una frase que nunca he superado: bienvenido el olor a grajo.

Es cierto que cada cuerpo desarrolla sus propios olores, lo mismo que la capacidad para percibirlos. Y también es cierto que la sociedad y las empresas de cosméticos y perfumería han desarrollado formulas y productos para enmascarar esos olores. Pero hay cada olóres, que compadre, salen póngase lo que se ponga.

Para combatir los míos mi familia encontró diversas formas al ver que los desodorantes de aquel entonces no eran funcionales. Eran los años de una formula que venía en forma de pasta blanca, ungüento a base zinc y sorbitol más un extracto de algún perfume, que se envasaba en un recipiente redondo de metal. Yo, lo mismo que muchos, empavesamos nuestras axilas una y otra vez durante el día, pero nada.

Había otra propuesta. Esta era presentada en un cilindro de plástico, con abertura por los dos lados. Era una suerte de gel compactado hecho a base de alcohol, perfume y otros ingredientes que nunca supe pues a diferencia del “de pastica” no traía una etiqueta que mostrara su formulación. Eso sí, si se dejaba abierta alguna de sus puntas se evaporaba ipso facto. Si ello ocurría, en veinte y cuatro horas no había nada conque enfrentar el monstruo del grajo. En mi caso también resultó fallido, o simplemente el efecto era mínimamente temporal.

Pero como la necesidad hace parir mulatos, desde siempre mi abuela, lo mismo que muchas familias, disponían de remedios caseros a esos fines. Algunos con mayores consecuencias que otros. Recuerdo dos de ellos, por haber sido los que más me protegieron en esos tiempos: bicarbonato de sodio con alcohol boricado mezclados a partes iguales y agitados antes de usarse; y frotar las axilas con jabón de lavar. Santos remedios.

Estos dos métodos tenían como ventajas envidiables que frenaban la aparición y el brote de una infección conocida como golondrino. Uno tenía alcohol, desinfestaba la mucosa; el otro –el jabón—que tienen entre sus componentes sosa caustica en bajas proporciones tenía el mismo efecto que en la ropa: aclaraba la piel. Algo que nunca supo Michael Jackson.

En su contra es justo decir que uno manchaba de negro las partes interiores y laterales de las axilas (el ácido bórico) y el otro creaba una costra parecida al almidón. Pero eso no importaba si se evitaba el “estar cortado”, o grajiento o como se le quisiera llamar.

Pasaron los años, crecimos, y la hormona se fue acomodando –lo mismo que la energía, ni se crea ni se destruye, se transforma—por lo que los olores cambiaron, casi siempre se atenúan; lo que no implica que cierto día digan “aquí estoy yo…” y sea necesario regresar a las viejas prácticas.

También llegaron nuevas formulaciones en materia de protección antitranspirante –la temida peste a grajo—algo que agradecemos muchos; y con ellas llegaron las marcas y la inconsistencia del mercado en el tema regularidad del suministro; y uno pensando si el cambio podrá beneficiarle o tendrá que andar con el brazo pegado al costillar para no espantar a los conocidos.

El paso del tiempo va eliminando los bellos; es un ciclo que termina en volver a ser casi lampiño; de aquellos lugares que alguna vez exhibimos tanto en público como en la intimidad; y con el llegan nuevos olores. Las hormonas, lo mismo que el cuerpo, envejecen. Entonces es hora de buscar nuevos derroteros para controlar los nuevos olores, que siempre han estado ahí, pero en un segundo o tercer plano; a la espera de su espacio biológico. Su hora.

A ese fin me han propuestos en la familia el uso de “desodorantes corporales”. Que están bien, que dice el fabricante que su tiempo de acción es veinte y cuatro horas; solo que él no conoce nuestro calor, ni nuestra realidad… en fin… que la posibilidad de regresar al alcohol boricado combinado con bicarbonato de sodio es una tentación que me ronda, me asalta como las dudas del poeta… solo puedo decir que funciona. 


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