Cuesta imaginar en una anciana de 105 años a aquella mujer que, toda vitalidad, ha quedado en la memoria colectiva envuelta en sus coloridas ropas y el humo del eterno cigarrillo.
Porque esa sería la edad que cumpliría este 14 de junio Rita Longa Aróstegui, personalidad insigne de nuestra escultura, cuya obra asalta al caminante en los más disímiles lugares: desde el Cabaret Tropicana hasta la entrada del Museo Nacional de Bellas Artes; despidiendo al viajero en la Terminal de Ómnibus Nacionales, para luego recibirlo a la entrada de Morón, en la figura del simbólico gallo.
Más no es solo esa omnipresencia de la impronta de la artista lo que la distingue, ni que fuera la única escultora reconocida en el país en la década de los años 30. Con innegable talento, dotó a sus piezas de una gracia notable, deudora de su recurrencia a la curva, la atinada aceptación de los arabescos, soluciones atrevidas y, sin dudas, una femenina sensibilidad.
De formación básicamente autodidacta, la Premio Nacional de Artes Plásticas 1995 estuvo siempre atraída por la escultura a gran escala, a cuyo posicionamiento mucho aportó desde que en 1980 ocupara la presidencia del Consejo Asesor para el Desarrollo de la Escultura Monumentaria y Ambiental, CODEMA; cargo que ocupó hasta su muerte, ocurrida en el año 2000.
Siempre al encuentro de sus compatriotas en la Virgen del Camino, el Cine Payret, el santiaguero Bosque de los Héroes, la Aldea Taína de Guamá o el Zoológico Nacional, la obra de Rita Longa vive también y es homenajeada en la Bienal de Escultura de las Tunas y en la Beca de Creación de la Asociación Hermanos Saíz que llevan su nombre.
La imagen que podemos evocar se rehúsa a aceptar la de una centenaria anciana. En su lugar nos lega la velocidad, el movimiento, la belleza.
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