Sí, ya sé que el Montesco y la Capuleto vivieron en Verona, una ciudad en el norte de la bota itálica, situada en la región de Véneto y que bañan las aguas del río Adigio, escenario del amor desastroso que nos expone The Most Excellent and Lamentable Tragedie of Romeo and Juliet, de 1597.
Ah, queridas amigas, dilectos amigos, comadres y compadres nuestros, pero debe decirse que ellos también anduvieron por estas tierras.
En la cintura de la Isla
Durante generaciones y generaciones, cierta casa de la calle San Juan Bautista —después Luis Estévez— fue el terror de villaclareños ingenuos, asegura el folklorista Florentino Martínez.
Para saber por qué llamaban a aquel inmueble “la casa de los huesos”, hemos de ponernos al tanto de que en la Santa Clara colonial hubo un Romeo y una Julieta, aunque su fin no fuese trágico como el de los amantes de Verona cantados por el Cisne del Avon.
Los enamorados villaclareños se parecen a los shakesperianos, fundamentalmente, en la escena del balcón, cuando Romeo comete delicioso delito agravado con nocturnidad y escalamiento.
Dígase de un vez que Antonio, mozo decidor, fornido y bien plantado, había fijado sus ojos en fruta prohibida.
Hasta el cura de la parroquia le había advertido de los riesgos, pero Antonio respondía con los versos que tanto le gustaban: “El confesor me dice / que no la quiera. / Y yo le digo: Padre, / ¡si usted la viera!”.
Mercedes, la amada, era un pimpollo digno de aquella copla. Mas nada es perfecto, y el padre de la susodicha ejercía como alcalde ordinario de la villa. Lo de “ordinario” formaba parte del nombre oficial del cargo, pero también le venía de perillas al carácter de aquel rinoceronte malhumorado, siempre celoso de la honra de su hija.
Antonio, quien era ardorosamente correspondido, notó lo fácilmente escalable que resultaba el balcón de la niña de sus ojos, y también tomó en cuenta las tinieblas que cada noche envolvían a la Santa Clara colonial.
Pero había algo que el Romeo no previó. Frente a la casa de la Julieta residía una vieja con vocación de lechuza —por lo insomne—, con una lengua que la obligaba a tomar precauciones cuando caminaba —para no pisársela— y con el mal hábito de tomar el fresco nocturno.
Ah, pero Antonio no era ni corto ni perezoso. Y se le vio una madrugada dirigirse al lugar vistiendo una capa siniestra, con un sombrero negro y portando un bulto en las manos.
Llegado al portal de la bruja insomne, le extendió el atadijo mientras le decía: “Buena mujer, ¡guárdeme esto!”.
Al otro día la vieja se mudaba, pues el bulto contenía dos tibias y una calavera. Así sufrió su castigo por la no observancia del onceno mandamiento: “No pasmarás”.
Y los amantes pudieron refocilarse a su gusto, mientras en Santa Clara se esparcía la creencia de que por la calle San Juan Bautista vagaban almas en pena que repartían osamentas humanas.
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