Falleció Salvador Arias, investigador literario,
especialista en la obra martiana. La noticia me produce, como siempre, un salto
en el estómago: es la muerte, el final de una vida conocida. Y aunque parezca
absurdo (son términos semejantes), le temo más a la palabra final, que a la
palabra muerte.
Tenía yo 16 años y asistía a un taller literario que
impartía en la Casa de la Cultura de Plaza el escritor Antonio Benítez Rojo.
Una mañana, este se apareció con un invitado, de unos cuarenta años (la cuenta
la puedo sacar hoy) a quien llamó sin remilgos “una joven promesa de la crítica
literaria cubana”. No recuerdo mucho más de aquel primer encuentro con
Salvador, pero a los muchachos nos causó risa porque la verdad es que el
crítico de marras nos parecía muy viejo. Después comprobé que resulta difícil
desprenderse de apelativos tan cómodos, y alguna que otra vez tuve que
soportarlos con irónica benevolencia. Lo cierto es que el tiempo no perdona las
distracciones.
Casi diez años después llegué al Instituto de Literatura y
Lingüística –después de cumplir mi servicio social en Camagüey–, y fuimos
compañeros de trabajo. Él ya había trascendido la etapa de las promesas, como
resulta inevitable –hayan sido cumplidas o no–, y los recién llegados
entrábamos en ella con injustificado orgullo.
Salvador tenía fama de gruñón y sus señalamientos críticos
podían resultar hirientes para nuestra autoestima juvenil. Era uno de los tres
maestros del Departamento de Literatura, cada uno de ellos, de estilo, talante
y talento bien diferentes: Enrique Saínz, Ricardo Hernández Otero y Salvador.
Los tres leyeron y enjuiciaron –con irrespetuosas tachaduras y ríspidos
señalamientos– nuestros primeros textos profesionales, y no afirmo que los
escuchara con beneplácito; discutía hasta el cansancio, con rabia, aunque
luego, en la intimidad, aceptaba razón en muchos de ellos y los incorporaba con
agradecimiento.
Un día, Salvador se trasladó al Centro de Estudios
Martianos. Cumplía un sueño: dedicarse de manera permanente al estudio de la obra
martiana. Yo también me acercaba por entonces, desde otra perspectiva, al
pensamiento fundador de José Martí. Uno o dos años después fui nombrado
director de aquel prestigioso Centro. Salvador
pasaba a ser mi subordinado en el plano administrativo. Fueron cuatro años
intensos que no pretendo relatar aquí.
Nunca fuimos amigos, si asumimos el término con rigor, pero
entre Salvador y yo existía cierta complicidad de viejos colegas, a pesar de la
diferencia de edades. No sé si es que yo maduré, o si en efecto, Salvador
“mejoró” su carácter, pero lo recuerdo en esa etapa y en los años posteriores a
mi salida del Centro como un hombre bondadoso, humilde –nunca supe de su
familia, si es que existía–, dedicado al estudio, sin dudas un poco huraño,
descuidado de su aspecto personal. Alguna vez visité el pequeño cuarto de una
antigua casona de huéspedes, en el Vedado, donde vivía solo. La paradoja que
explicaba o que iluminaba su carácter era su obsesiva y feliz dedicación al
estudio de La Edad de Oro, compendio de textos martianos para los niños y niñas
latinoamericanos. El hosco investigador parecía un niño sabio.
Pasó el tiempo, implacable, y ayer en la mañana me golpeó la
noticia: Salvador Arias, la otrora “joven promesa” demorada, el investigador
minucioso, el ser humano tímido y ensimismado, había concluido su paso por la
vida.
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