Me debía, ya era urgente, una visita a mi Chago; por mi abuelo, por mi gente, tostada por el bullanguero sol del Caribe, y por los que germinan en la atmósfera más heroica del subsuelo patrio.
La última vez, había sido después de la gran chapea del Sandy. En pocos días vi —y escuché— la parte de sus destrozos que me permitió la recuperación primaria. La casita que mi abuelo construyó durante años, con “sus propias manos”, unas cabillas desenterradas por todo Oriente y consultas rapiditas con los ingenieros que dirigían las obras donde participaba como chofer de una concretera, había resistido incólume los embates del ciclón. Hecho que acrecentaba mi orgullo por él, por el que me enseñó primero a ser antimperialista.
Con los meses, me invadió —in crescendo— una curiosa expectativa de comprobar con mis propios ojos la recuperación y mejora continua de la imagen de la Ciudad y, lo más importante, de las condiciones de vida de los santiagueros. Buenas nuevas que me contaba mi vieja, que va a Santiago por mi abuelo, por sus raíces o por su oxígeno, tres o cuatro veces al año.
A finales de noviembre del 2016, ya en camino Fidel de su viaje “Hacia la Victoria Siempre”, en una de las aceras de la Calle 23, cerca del primer monumento en el país a Mariana Grajales, me (le) juré volvernos a ver en su (nuestro) querido Santiago. La Ciudad “Rebelde ayer, hospitalaria hoy y heroica siempre” donde depositarían sus cenizas.
Finalmente, este 10 octubre —con motivo del acto político y ceremonia militar de inhumación de los restos de Carlos Manuel de Céspedes y Mariana Grajales— no aguanté más y le puse fecha al viaje: “Iré a Santiago”, “en un coche de agua negra”, en lo que sea. Y me fui a Santiago.
Tan pronto descansamos del largo viaje en tren, acordamos mi vieja y yo, bajar la loma hasta El Cementerio. Antes, me senté a la mesa a desayunar con mi abuelo, quien —superando el lamento de no poder ir con nosotros y conocer de los cambios en Santa Ifigenia—, comenzó a hablarme de su Fidel.
Y cuando esperaba oírle decir que era “un caballo” como habitualmente nombraba a lo extraordinario, lo calificó como un “hombre del cará”, “un genio” que “se atrevió a muchas cosas”, con una confianza en sí mismo que “eso fue fantástico”. Con sus palabras —y la voz entrecortada de la emoción— destacó la coherencia y la alegría de su Comandante: “Tú analizabas a Fidel y todo venía de acorde a su sistema”, “Fidel era un hombre alegre”.
Pese a los años que han pasado, me contagió con el orgullo que conserva por haber sido seleccionado por su centro de trabajo para un acto en el Moncada, “en la Tribuna”, “cerquita de él”. Juntó su admiración por aquella confianza que siempre tuvo con los trabajadores. Ese carisma de Fidel, su impacto en los participantes, “le roncaba el mango, “le roncaba el mango”, repitió sonriente y con sus características palmadas.
No recordaba la fecha. Podría ser aquel acto por el 26 de julio de 1967 iniciado con la crítica a los que montaron la tribuna tan lejos de la gente. Donde repitió aquello de que la “tarea más difícil” no había sido la conquista del poder, sino la que vino después, “construir un país nuevo sobre los cimientos de una economía subdesarrollada; la tarea de crear una conciencia nueva, un hombre nuevo, sobre las ideas que durante siglos prácticamente habían prevalecido en nuestra sociedad”. Que “solo hay un modo de respetar y de amar a esos que dieron la vida, a esos que lo dieron todo por su país y por su revolución, ¡y es el trabajo, es la lucha!”.
O el de 1973, donde entre otras ideas trascendentes remarcó aquella máxima de Martí de que “El deber debe cumplirse sencilla y naturalmente”, al expresar que “Ningún revolucionario lucha con la vista puesta en el día en que los hechos que se deriven de su acción vayan a recibir los honores de la conmemoración”.
Fideles que se igualaban al del Moncada en “una sola cosa”: “la misma fe en los destinos de la patria, la misma confianza en las virtudes de nuestro pueblo, la misma seguridad en la victoria, la misma capacidad de soñar con todo aquello que serán realidades de mañana por encima de los sueños ya realizados de ayer”, a su decir en el Acto de 1983.
Con sus 95 años, le brillaban los ojos al recordar al Líder Histórico visitando las grandes inversiones donde participó como uno de los “dignos hombres de los cascos blancos”, estrechando la mano a los trabajadores y poniéndole la mano en el hombro, “a cualquiera”, “era como una bendición”, “ya no tenía mano para dársela a la gente”.
Con nuestros fideles y el de mi abuelo —que son casi los mismos—, llegamos al camposanto, junto a una guagua de “agradecidos”, al parecer de otra provincia. Fuimos recibidos por un alto y cordial agente de protección que nos indicó cómo llegar a “El camino de los Padres de la Patria”.
Entramos por la izquierda, por la madre de los Maceo. Al lado de su tumba y observando la majestuosa escultura “Mariana Grajales, Madre ceiba, Madre de la Patria” del artista santiaguero Alberto Lescay Merencio, pedimos que nos tiraran una foto. Ante la sencillez de su tumba recordé entonces las cariñosas descripciones de la anciana que nos legara El Maestro.
“No hay corazón de Cuba que deje de sentir todo lo que debe a esa viejita querida, a esa viejita que le acariciaba a usted las manos con tanta ternura”, escribió Martí. Era corresponder, ser consecuentes con “esa Madre de los Maceo que quería a todos los cubanos que luchaban por la independencia. Y abría las puertas de su hogar a todos, como madre de todos”.Como correspondemos hoy al colocarla aquí.
Ya frente al monumento funerario del Padre de la Patria, me convencí de lo pertinente de su traslado al área patrimonial central del cementerio, al lado del Alma Mater de la Patria y del Héroe Nacional. Busqué la campana de La Demajagua que presidió el acto del 10 de octubre y solo hallé su representación a relieve. Aun desconocía lo que leí luego en Bohemia. (1)
Entonces llegamos a la piedra de granito gris, dicen que traída de las inmediaciones de la Sierra Maestra y que es hermana de aquella otra donde ya reposa la santiaguera heroína de tod@ l@s cuban@s Vilma Espín. Más parece haber nacido allí, a la derecha del mausoleo a José Martí, muy cerca del panteón de los mártires del 26 de julio de 1953, y de los internacionalistas; no distantes todas de la tumba de Frank País García y del panteón de los independentistas, el Retablo de los Héroes.
En su interior depositó su hermano, aquel histórico domingo 4 de diciembre, las evidencias de su mortalidad física. Porque su inmortalidad y su presencia, como que la cultivamos muchos, no caben en el monolito, ni en Santa Ifigenia, ni en Santiago.
Y más que prestar atención en las flores y plantas califas que la rodean, la mirada gravitó en su humildad y en el peso simbólico de su nombre: Fidel. Entonces la cercanía se me hizo lejos y viceversa. Me detuve frente ella solo el tiempo que me permitió una rigurosa agente que nos exigían continuar. Le tiré una foto a la vieja y me tomé un selfi. Y sentí —de súbito— lo que escribí luego en facebook.
Saliendo divisé la pirámide de color verde, hecha de hormigón y que muestra el concepto de Revolución de Fidel, realizado por el arquitecto Eduardo Losada León, quien erigiera también el del II Frente. Y más atrás —como las montañas que rodean la ciudad—, el mausoleo de los Mártires de la Revolución, inaugurado el 30 de julio de 1960 y el Panteón de los Caídos en Misiones Internacionalistas inaugurado el 7 de diciembre de 1988.
Luego, al aviso de unas campanadas y una tonada compuesta por Juan Almeida, nos ubicamos frente la Plaza para ver la ceremonia de relevo de las respectivas guardias de honor. Esa visión panorámica me hizo notar lo armónico que resultan los mausoleos, con la bandera y La Llama Eterna encendida, desde el 30 de julio del 2007, en tributo de recordación a Frank País y a todos los próceres y mártires de la Patria.
Posteriormente, recorrimos el cementerio para visitar el nicho donde reposa mi abuelita y encontrar los sitios donde antes se localizaban las tumbas de Mariana y Céspedes. La ganancia del traslado era total, como defendí en La Habana.
Recordé entonces los malintencionados comentarios o cuestionamientos alrededor de los anuncios de la exhumación y del acto mismo. Frente a lo que vale retomar aquella frase del Héroe nacional en su ensayo “Céspedes y Agramonte”, publicado justamente el 10 de octubre de 1888: "El extraño puede escribir estos nombres sin temblar, o el pedante, o el ambicioso: el buen cubano, no”.
Se habló de “escoltar” a Fidel, de que se creaba “un polo de reliquia para Fidel Castro” y hasta de que intentaba hacer “competencia” con el mausoleo al Che de Santa Clara en el mal entendido de una intención puramente turística. Comportamientos movidos por el odio y el resentimiento. De prohombres incapaces de comprender lo que claramente explicitó Eusebio Leal en las palabras centrales del acto: “Para poder comprender la magnitud del acto tendríamos que explicar antes que el cementerio ha sufrido una hermosa y bella remodelación, y lo que entonces surgió de la voluntad pública, los distintos mausoleos y panteones de los mártires y héroes de la patria, ellos y ellas, han sido hoy colocados en lugar preferente, marcando, como si fuera el dedo de la historia, un discurso comprensible para todos, al mismo tiempo que sentamos las bases para la enseñanza de la historia y del sentimiento patriótico y nacional. Y es que el culto a la historia y el culto a las mujeres y a los hombres ilustres es el oficio y el deber del Estado, y es el nuestro como ciudadanos de un país libre”.
¿Cuán irrespetuoso o perjudicial para el orgullo patrio podría resultar del hecho de sumar a los padres de la Patria a la guardia permanente de honor que para sumar solemnidad a la propia del ámbito funerario comenzó el 19 de mayo del 2002 ante los restos de José Martí, en el aniversario 107 de su caída en combate”?
Lo gritarían a coro, mi abuelo el concretero junto al otro zapatero remendón: “no hay peor ciego que el que no quiere ver”. Es evidente que el núcleo primario del reacomodo es el devenir de la nación, entretejido por el azar recurrente y sintetizado en la figura del Héroe Nacional Cubano. Al que se le rinde honor en un magnífico mausoleo inaugurado el 30 de junio de 1951 y concebido por los arquitectos Mario Santí y Jaime Benavent, ganadores de un concurso convocado al efecto.
Martí, “el más genial y el más universal de los políticos cubanos”, y “guía eterno de nuestro pueblo”, al decir de Fidel. El autor intelectual del Moncada y de las transformaciones revolucionarias después del triunfo del 1 de enero de 1959; del triunfo de la Revolución iniciada por Céspedes y a la que se sumaron de inmediato los valerosos hijos de Mariana.
Lo dice Fidel, en nombre de la Generación del Centenario: “Martí nos enseñó su ardiente patriotismo, su amor apasionado a la libertad, la dignidad y el decoro del hombre, su repudio al despotismo y su fe ilimitada en el pueblo. En su prédica revolucionaria estaba el fundamento moral y la legitimidad histórica de nuestra acción armada”.
Como constituyó paradigmática su prédica internacionalista, para los que abonaron con su sangre tierras africanas. El continente donde tiene su origen la virgen etíope, hija del rey Edipo, bautizada por el Apóstol San Mateo y canonizada por sus milagros, que da nombre al Camposanto, Santa Ifigenia.
Era corresponder a un presupuesto legítimo, enarbolado por Fidel en 1965: “Nosotros entonces habríamos sido como ellos; ellos hoy habrían sido como nosotros”. Conjunción dialéctica que como recordara Leal, fue explicada luego por el mejor alumno en Martí en tres lecciones históricas magistrales: “La primera, el 10 de octubre de 1968 en La Demajagua. En ese lugar conmemora el primer centenario de la lucha por la independencia. El segundo, el 11 de mayo en Jimaguayú, en 1973, en que define la forma del análisis histórico y da continuación perfecta a lo que es la perla más preciosa de su última y grande aspiración, la que tuvo Céspedes, la que tuvo Martí: la de la unidad nacional en torno a la idea. Y finalmente, el gran discurso del 15 de marzo de 1978, bajo los mangos de Baraguá, donde jura continuar la obra de aquel titán que a los 33 años sorprendió a su adversario por su juventud, por su apolínea figura y por su voluntad de servicio”.
“El camino de los Padres de la Patria”, de los iniciadores de las guerras necesarias, es la confirmación simbólica de “la Revolución como una sola, como un devenir secular”. La línea adelantada de Céspedes, Mariana, Martí y Fidel, con su magnetismo unitario, “nos da firmeza desde el sentido culto de que ella, la Revolución, no es un revolico ni una algarabía, ni un estentóreo movimiento, sino algo más profundo y serio” —como adelantaba Leal ya desde el año pasado.
Eso es entonces Santa Ifigenia, el altar de la Patria. Eso es su área patrimonial y su plaza, la representación simbólica de una sola Revolución hecha con los humildes, por los humildes y para los humildes, como mis dos abuelos, mi vieja y yo. Corresponder y ser fieles.
Notas:
Publicado: 4 de diciembre de 2017.
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