En imágenes muy difundidas de la visita del Papa Francisco a una escuela primaria en los Estados Unidos, me llamó la atención que ningún estudiante pretendiera solicitar su bendición, arrodillarse ante él o reverenciarlo de alguna manera. Todos lo miraban a través de sus móviles u otros dispositivos y, si se dirigían al Pontífice, era para pedirle tomarse una selfie. Francisco, sonriente, les palpaba las cabezas con amabilidad y resignación y posaba para las fotos.
Me ha resultado curioso seguir el hipertrofiado protagonismo que ha cobrado la imagen en la sociedad contemporánea, y, como parte de ese fenómeno, el empeño de muchas personas por dejar constancia fotográfica de algo que pudiéramos llamar el “yo estuve ahí”, en un lugar, en un hecho apenas sucedido o al lado de un “famoso”. Este interés, sin embargo, tiene un efecto paradójico. El afán por captar “el momento”, hace difícil vivir realmente la experiencia fotografiada. ¿O es que pueden acaso los niños de la escuela referida, al repasar su selfie con Francisco, asegurar que “estuvieron” junto al Papa, si apenas le miraron ni intercambiaron con él más de dos palabras? Intento, que conste, reflexionar; no juzgar.
Esta manía de documentarlo todo y la posibilidad —hasta hace algunos años impensable— de compartir nuestra vida privada mediante un blog o un perfil en las redes sociales, se ha convertido para muchos en una carrera imperiosa por significar, gustar, ser noticia, atraer la atención en ese maremágnum de información, relevante o irrelevante, todo mezclado, entre tantos y tantos usuarios y “amigos” presentes en el ciberespacio. Para los más jóvenes, para los adolescentes, para aquellos que por su edad requieren del apoyo del grupo, de “la tribu”, y necesitan ser aceptados, obtener popularidad en las redes sociales puede significar un estímulo incomparable.
Una pareja de jóvenes portugueses, luego de autofotografiarse en una elevación peligrosa, se despeñó por un acantilado. Una joven de Carolina del Norte murió en un accidente después de tomarse y subir a internet una selfie que se tomó mientras conducía su auto. Otra joven, en este caso rusa, cayó de un puente a causa de la misma razón.
Pero el joven de hoy piensa raramente en tales riesgos. Vive atiborrado por la publicidad, por la incitación constante al consumo desenfrenado, y se desenvuelve en un escenario disperso, egoísta, competitivo, hiperconectado y caracterizado a su vez por el aislamiento y la falta de relaciones humanas verdaderas.
La proliferación de los reality shows y avances tecnológicos como la realidad virtual, las películas y cines 3D y 4D, los videojuegos cada vez más sofisticados, el marketing sense, es decir, el basado en promover vivencias sensoriales inéditas, engendros legales como las marcas olfativas o sonoras, por poner solo algunos ejemplos, están borrando en el ser humano las fronteras entre realidad y ficción. La vida toda parece transfigurarse en un gran espectáculo.
Por otra parte, contribuyen al desconcierto la posibilidad de transmitir a través de Internet escenas reales y escalofriantes de combates y ejecuciones e imágenes de falsas multitudes y rebeliones creadas en laboratorios y su multiplicación a una velocidad increíble a través de las redes sociales. Se crea un clima competitivo a la caza del “efecto” más impactante e incluso truculento. Para sobresalir en ese torrente hay que ir cada vez más lejos, aunque esto implique en ocasiones dejar de auxiliar a alguien cuya vida está en peligro.
Selfie ante altercados de marcha alternativa del 1 de mayo en Barcelona Fuente: http://www.lavanguardia.com/vida/20140905/54415684592/selfiemania.html
No podían faltar, por supuesto, empresarios carentes de escrúpulos que identificaran un atractivo “nicho de mercado” en esos seres humanos confundidos, interesados en dar cuenta de sí mismos a cada instante al mundo entero, con una vida espiritual que se empobrece cada vez más. Ante este vacío, surgen las propuestas de “experiencias inolvidables” vinculadas a emociones intensas y extravagantes y a la oportunidad de alcanzar realce en las redes sociales. Tales empresarios no reparan en reflexiones éticas y surge así el llamado “turismo negro o macabro, de catástrofes o desastres”. Se basa en aprovechar la atracción que ejercen sobre determinadas personas tsunamis, terremotos, inundaciones, accidentes, actos terroristas y otros eventos similares, para diseñar circuitos turísticos que incluyen excursiones a los lugares donde han ocurrido tales hechos. Una variante específica es el llamado “turismo de guerra”, que ofrece viajes a zonas de conflicto.
Rikuzentakata en Japón era una ciudad famosa por sus playas. Desde el tsunami de 2011 se convirtió en un polo de “turismo de catástrofe”. Fuente: http://www.kuviajes.com/
En busca de las fotos más espectaculares se puede viajar a zonas devastadas por el tsunami en Sri Lanka, por el terremoto en Nepal, por el desastre nuclear en Chernóbil, por el huracán Katrina en Nueva Orleans.
Turismo de desastre en Nueva Orleans http://www.neworleans.com/
También se puede encontrar hospedaje en las inmediaciones de la planta de Fukushima o recrear (en una especie de Disneylandia) juegos de espías al estilo James Bond en la zona fronteriza de la antigua URSS. Igualmente están disponibles recorridos nocturnos por la cárcel de Alcatraz y la oferta de reservar estadías en centros de torturas construidos por los nazis y transformados en hoteles. Pero la lista no queda ahí: hay tours narcos en México y a zonas de guerra en Afganistán, Pakistán, Irak, Siria, Ruanda, el Congo y otros.
Gran número de personas desea ver los lugares de las batallas entre los carteles o incluso ser testigos de las mismas para experimentar algo nuevo. Fuente: https://tourismtypes.wordpress.com/tag/narcoturismo
Hay especialistas que aceptan como válidos algunos de estos viajes como formas de acercamiento al dolor, a las distintas formas de muerte y a las grandes catástrofes. Algunos de estos contactos, entendidos como experiencias de meditación, provienen a veces de la religiosidad de los individuos. Existen asimismo sitios históricos, museos, monumentos, que favorecen ceremonias y veneración, y visitas de este carácter que tienen como fin un legítimo homenaje a las víctimas y fomentar la reflexión sobre los hechos allí acaecidos. Tal puede ser el caso de los campos de concentración nazis en Europa o la ciudad japonesa de Hiroshima.
Pero, lamentablemente, se hace evidente a menudo el morbo como fuente principal de atracción, alimentado a diario por las noticias espectaculares de los telediarios, que incita a buscar aceptación y popularidad con fotos y comentarios, no importa a qué precio. Tampoco existe recato alguno sobre el efecto de las visitas a estos lugares, que en muchos casos interrumpen las faenas de recuperación de las catástrofes y, en otros, lastiman la sensibilidad de las víctimas.
Aparte de las opciones comentadas, es impulsado del mismo modo el llamado “turismo pobrista”, practicado en regiones de la India, Etiopía, Kenia, Namibia y Sudáfrica y en las favelas brasileñas. Esta modalidad constituye un viaje a la pobreza, en el que se invade la privacidad de las familias, como un cruel voyerismo, que nada aporta a las comunidades visitadas.
¿Cómo valorar a los individuos no involucrados en guerras y conflictos que se trasladan a esos territorios como quien asiste a un circo o a un zoológico para vivir emociones intensas que les produzcan una descarga de adrenalina para satisfacción personal? ¿Cómo aceptar a quien busca la tragedia o la pobreza como escenario exótico para la notoriedad de sus fotos? ¿No constituyen estos hechos un uso bochornoso y una banalización del sufrimiento ajeno?
Hace unos años un blog lanzó una iniciativa que se conoció como “selfie at funeral” y logró rápidamente decenas de miles de seguidores. Consistía, como su nombre indica, en compartir en las redes sociales auto-fotos realizadas en funerales. Esto motivó lógicamente críticas fundadas en razones éticas y principios elementales de privacidad y de respeto al dolor. No obstante, muchos lo vieron solo como una muestra de los cambios en el concepto de privacidad acontecidos en la última década. Luego ese mismo bloguero reunió selfies con gente pobre que vivía en la calle, otra “moda” de extrema insensibilidad, pues tenía la burla como único objetivo. Más tarde, aparecieron fotos con comentarios jocosos en Facebook tomadas por adolescentes israelitas de visita en un campo de concentración de la Segunda Guerra Mundial, y fue conocido el caso de una enfermera rusa de emergencias que hacía gestos grotescos para tomarse selfies con sus pacientes moribundos. Son muy similares estos ejemplos de las fotos de Abu Ghraib, donde torturadores y víctimas aparecían, juntos, en estampas de sadismo incalificable.
Fotos con pobres Fuente: http://tn.com.ar/internacional/cruel-las-fotos-selfies-y-una-nueva-moda-que-se-rie-de-la-pobreza_449224
No es en lo absoluto dañino ni ofensivo conservar fotos de los lugares que visitamos o de los encuentros que queremos recordar junto a personas notorias o no. No es de eso de lo que se trata. Lo que pienso es que necesitamos reflexionar sobre cómo funciona esta práctica dentro del momento actual, caracterizado por el apetito de notoriedad, la banalidad, la pérdida de sentido y de valores solidarios y humanistas. En otros casos valdría la pena analizar si se hubiera podido, en vez de tomar la foto, hacer algo útil y oportuno por evitar daños o sufrimientos mayores.
Resulta imprescindible promover una permanente mirada crítica sobre estas tendencias y determinados usos de las nuevas tecnologías, en apariencia inofensivos, que, lejos de ser sinónimo de progreso y modernidad, nos aproximan a la barbarie y refuerzan la crisis moral de los tiempos que estamos viviendo.
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