Desde que tengo uso de razón vengo escuchando esa máxima que dice “el amor entra por la cocina”. Y así debió ser desde “los tiempos de Ñanaseré”, pues no conozco un caso de alguien que no alabe la sazón de su abuela o de sus tías; y los abanderados de ese decir siempre fueron los abuelos, los tíos y aquellos colaterales que nunca dejaron de “pegar la gorra” en las comidas familiares de los domingos.
Mis abuelas no fueron una excepción. Tampoco mi madre y mis tías, tanto las carnales como las políticas. El arte de la cocina, al menos en la mayoría de las familias, hasta bien entrados los años ochenta y noventa del pasado siglo, era cosa de mujeres.
Pero todo eso fue cambiando. En mi caso muy particular ─y en el de algunos de mis contemporáneos─ el hecho de que mi (nuestras) madre(s) “trabajaran en la calle” y que no viviéramos con abuelas o tías solteronas, que muchas veces eran viudas y no habían tenido hijos, nos puso en la disyuntiva de aprender el ABC de la cocina más elemental: aprender a freír un huevo; o dos, llegado el caso.
Téngase presente que en esos años que refiero ─desde los sesenta hasta casi los noventa─ el horno de microondas no formaba parte de nuestro universo cotidiano, lo más cercano que conocimos en ese momento de nuestras vidas fue “el baño de María” o el comer directo del refrigerador el plato con aquel manjar frío que nos hacía parte del proverbio que define la venganza; y que representaba el rancho diario que debíamos almorzar cuando nuestros padres estaban ausentes o tardaban en regresar de su trabajo.
Esa devoción por el plato que se guardaba en el refrigerador incluía matar el hambre los sábados bien entrada la madrugada al regresar de una fiesta o un baile público. Muchos de nosotros asumimos como norma dividir el plato en dos etapas: una antes de salir y hacer las conclusiones al regreso; lo que también implicaba una “limpieza del refrigerador” en ese mismo momento.
Ese afán por parte de nuestras madres estaba definido en una frase muy de moda en esos años: “Te cogió el Código de la Familia”. Y no era para menos, tal norma jurídica refrendaba la participación de todos los miembros de la familia en las labores domésticas.
El Código de marras nos hizo más hombres de lo que podíamos imaginar. En temas de cocina pasamos ─los varones de la familia─ de pelar y moler el maíz para los tamales o de ir a comprar al agro o a la placita, a adentrarnos en tareas mayores como hacer un buen arroz congrí o unos moros y cristianos. En el pasado quedó la habilidad para hacer unos huevos fritos, un revoltillo o mostrar nuestra destreza volteando una tortilla que atrapábamos en el aire sin que perdiera la forma.
Así, un buen día me vi imitando a mi madre a la hora de hacer el arroz. Toda una gran experiencia: para dos latas de arroz usé casi media cazuela de agua. Nada podía salir mal. Excepto que aquella primera experiencia demostrativa de mis incipientes habilidades terminó en un arroz con leche y una reprimenda inicial; y como castigo fui “invitado” a hacer el arroz de la familia por una semana, que parecía no terminar.
Realmente había que ser un buen experto; sobre todo saber el momento justo en que se debía incluir como elemento final aquel pedazo de papel cartucho que daba el toque justo y evitaba la formación de raspa o que el arroz se quemara.
Con el tiempo, tales habilidades fueron mejorando; y nuestras madres comenzaron a hablar con orgullo de nuestras habilidades culinarias siempre in crescendo; hasta llegado el momento en que “accidentalmente” nos dejaban una nota sobre la mesa con las recomendaciones de lo que sugerían que cocináramos ante su posible tardanza.
La sugerencia después pasó a ser una opción casi sustitución, siempre bajo argumentos tales como de “que debes estar preparado para la vida… o no debes depender de una mujer… o ayudar a tu madre en la vejez…”.
En fin; que así llegamos al asunto principal de esta historia: el papel de cocinero familiar en aras de la vida armónica y división social del trabajo doméstico.
Cocinar es un placer, sobre todo cuando se hace con fines bien definidos como invitar a una posible candidata a novia, compañera o pareja; llámela como quiera. En ese momento uno despliega toda la habilidad aprendida y hasta crea sus propios métodos de cocina, inventa recetas ─que la mar de las veces implica acusar sanamente a las abuelas─ y cae en estado de éxtasis cuando la presunta implicada, con mirada de satisfacción dice estar satisfecha y que nunca nadie la había cocinado algo tan rico…
Después, poco tiempo después, una vez comenzada la convivencia el aquello de cocinar para dar una buena impresión pierde su encanto cuando se convierte en el rol fundamental que se debe desempeñar en la relación; sobre todo cuando vienen de visita la suegra o nuestra madre.
Cada una se ufana de lo buena que estaba la comida o de yo le enseñé a hacer ese plato; todo ello sin olvidar los peros “estaba algo pasado de sal… tenía mucho ácido para mi gusto… o simplemente me guardas un poquito para comerlo cuando llegué a la casa es que no tengo ganas de cocinar…”
El paso del tiempo, traducido en los años de convivencia matrimonial, nos convierte en el primo cocinero absoluto de la familia, o el que tiene la obligación de garantizar la comida de la familia. Se pasa de posible macho alfa a rey de la cocina y desarrollar la capacidad de “inventar” que van a comer en la casa.
Aunque el mayor reto es en el mismo momento que los niños, aquellos que obedecían sin chistar; se convierten en adolescentes y comen desaforadamente y no dejan caldero con raspa, hasta que llegado el momento uno les transfiere la capacidad de asumir el rol de cocinero.
Solo que ellos tienen a su disposición ollas arroceras, reinas, freidoras, sartenes de teflón y lo más importante: un microware que sustituye al acto de comer el plato frío, directo del refrigerador.
Para ellos “el baño de María” es una cosa anacrónica que hacían nuestros padres, es decir sus abuelos; los mismos que se desviven en hacerles los dulces de su preferencia.
Mientras esto pasa, uno se pregunta “¿me habrá seducido mi esposa por el hecho de ser buen cocinero o por haberme visto caminar descubrió que era el indicado para sustituirla?
A ellos espero pasarles el cucharon, la cuchara y la espumadera… a fin de cuentas gracias a la cocina puede que encuentren el amor de su vida…
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