Hace mucho, mucho tiempo, en mi amada isla de Cuba, yo fui un adolescente delgado con seis hermanos menores. Quienes vengan de una familia grande, saben de qué hablo… los que no, ya entienden por qué comencé a escribir teatro desde los 13 años. Todavía no se hablaba de Revolución Cubana y mucho menos de los Beatles cuando mis primeros títeres se asomaron a un escenario que improvisé al fondo de nuestro patio. No pude detenerme desde entonces. Mi ciudad, mi país, el mundo, siguen llenándose de niños que quieren ver teatro, de historias que deben ser contadas por los actores y figuras que exigen ser animadas.
Macbeth. Fotos: Sonia Almaguer
Esa es la razón por la que todos los presentes llevamos vidas intensas. Ninguno de nosotros conoció lo que Stefan Zweig llamó “la era de la tranquilidad”. Como hombre del siglo pasado y del presente, he transitado de la radio al mp3, de la ruidosa máquina de escribir al discreto teclado de mi laptop, del mimeógrafo a la impresión láser, aunque aún no uso teléfono móvil y viajo en un coche de caballos al trabajo todas las mañanas… sin dejar de hacer teatro. He atravesado cambios sociales, tormentas ideológicas, crisis de la economía, instauración, caída y nueva creación de símbolos… sin dejar de hacer teatro. He visto florecer la ciencia y el pensamiento, defender como nunca al hombre y la naturaleza, asentarse la diversidad… sin dejar de hacer teatro. Cuanto peor o mejor es el momento, más teatro necesitamos.
Y pienso en la vida del legado multicultural del planeta y la esperanzadora oración de socorro mutuo para resguardarlo.
Tras escuchar en este Congreso tantos temas cruciales para el mundo teatral destinado a la infancia y la juventud, me reafirmo en que esos desafíos encierran la semilla de nuestra legítima renovación. No sé si es candidez o metáfora de 73 abriles, pero creo que ni los videojuegos, las hambrunas, las drogas, el terrorismo o los manejos del mercado del arte puedan detenernos. Porque somos privilegiados que necesitan de un único recurso: la escena, el público y sus poderes de hablar todos los idiomas. Con esa energía, instruyendo y divirtiendo contamos historias sin fronteras, sea en grandes escenarios, en campos de refugiados o a la sombra del Cabo de Buena Esperanza.
Obra Se durmió en los laureles.
Hablando de este espacio geográfico y de historias, quisiera contarles una muy corta antes de terminar. La ciudad donde nací, donde está mi teatro, luce una arquitectura magnífica gracias al trabajo esclavo de miles de hombres robados al África, gente fuerte de cuerpo y espíritu, sensibles, musicales, valerosos, con una ancestral sabiduría de la naturaleza. Sus raíces sembraron en nuestra Isla un enorme regalo: una joven y poderosa cultura.
Sin embargo, los grandes valores afrocubanos eran considerados casi una subcultura. Y un día decidimos sacarlos a la luz y llevarlos a la escena. Los dioses poderosos que sobrevivieron a tanto, abandonaron el asilo de las casas-templo para salir a las calles compartiendo sus leyendas, proverbios, símbolos, trajes y palabras de las culturas conga, yoruba, arará… Fue una revolución para los olvidados, pero también para nosotros y la escena cubana.
Este mundo penetró tanto en mí que un día saltó de mi subconsciente y se coló en una versión de la Caperucita Roja. En esta obra el cazador de escopetas amarillo limón, rojo corazón y verde marañones es un hombre de nobles sentimientos que nunca podría dañar a un animal, pero tiene un sueño que lo guía: “¡Algún día visitaré África ¡” “¡África espera por mí y yo espero por África!”. 25 años después de escrita, esa frase querida tiene un sabor a premonición. Quizás nuestros personajes sepan más que nosotros: hoy estoy aquí, cumpliendo su sueño. Lleno de respeto y emoción, en nombre de Cuba y sus artistas, me encuentro en África para dar las gracias.
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