A menudo encontramos noticias sobre subastas y ventas que nos dejan perplejos. Si se nos pregunta por qué, la explicación puede vagar por causas imprecisas y revelar, incluso, ciertos prejuicios que la formación tradicional arraiga a nuestro gusto. Pongamos por ejemplo el lienzo pintado con orina de Andy Warhol que la casa Christie's vendió en mayo de 2013 mediante una subasta online por el precio final de más de 93 mil dólares (75 mil más comisiones e impuestos). Warhol, etiquetado como “el padre del Pop Art”, utilizó la orina como materia prima de su pintura en varias obras, lo que reconvirtió el producto en arte al traspasar la barrera de su ingenio personal y, sobre todo, al adquirir su firma.
Lo que la prensa presenta como gancho publicístico insólito es, en esencia, la revelación de un método de trabajo y, más allá, la prueba de hasta qué punto a Warhol le preocupaba su interacción directa con los rígidos conceptos que tutelan el medio. No obstante, la orina también tiene usos terapéuticos y la ciencia ha demostrado su nada despreciable utilidad. ¡¿Cuadros pintados con orina?!, decimos, sin entender demasiado hasta qué punto nuestros prejuicios definen aquello que entendemos por arte.
Así, las evacuaciones humanas y la sublimidad del arte no deben estar en relación directa ni, mucho menos, admitirlas como causa y efecto. Si las heces son, en efecto, abono, ellas llevan su ciclo de enterramiento y disimulo y, sobre todo, su posterior proceso de preparación para el consumo. Demasiados siglos de práctica humana las relegan como para que un gesto artístico las borre con un simple giro. La génesis, y la metamorfosis, que conforman la esencia expresiva del pintor y lo impelen a sacudir la sociedad, se quedarán de fondo y perderán toda intención significante.
Se trata de un ejercicio de conceptualización tradicional cuyo extremo opuesto podemos entresacarlo de entre el anecdotario del propio Warhol, cuando aseguraba que, con el excesivo consumo de vitamina B, el “pis” se vuelve muy bonito. Normal, simple y llanamente, un acto de experimentación con sustancias para la búsqueda de pigmentaciones. Al menos en el ámbito de la técnica que conduce a lo artístico. No así, obviamente, en la sicología que desplaza el carácter objetivo de estas imprescindibles necesidades de nuestra existencia.
Si tenemos en cuenta que el cable de prensa daba fe de que la venta había estado muy por debajo de las expectativas, y que fotos tomadas por el artista a otros famosos como Mick Jagger, Jerry Hall o Michael Jackson no hallaron comprador, adquirimos una idea de que, a fin de cuentas, lo que en el fondo se demanda es aquello donde su capacidad artística experimental trascendió el marco de lo propagandístico, y hasta de lo provocativo, para reconstituirse en obra culturalmente valiosa. Hoy día, solo especialistas de la materia pudieran hablar de la composición química de ciertos productos con que Da Vinci o Miguel Ángel pintaron determinadas obras; menos aún, críticos y curadores podrían esclarecernos sobre qué mezclas específicas han compuesto el óleo que se ofrece como dato técnico en el catálogo de exhibición de las obras. Las variables acerca de la composición de la materia prima apenas se consideran dignas de tener en cuenta, pues se descarga solo en el genio creador las posibilidades de la obra. Más allá del aura escandalosa que para la comercialización se emplea, en el caso de Warhol, la revelación del producto básico permite al artista sacudir, al menos temporalmente, el pensamiento de la sociedad.
Otra de las subastas llamativas es la que anuncia la venta de una canción antibelicista de Bob Dylan que no tuvo la suerte de integrar su álbum The freewheelin' Bob Dylan, algo que a estas alturas de la historia universal aparece más como curiosidad que como demanda política o social. La casa Christie’s, sin embargo, se encargó de extender el posible significado de la pieza al considerarlo la expresión de un sentimiento común estadounidense de inicio de los 60, más que uno de los numerosos actos de rebeldía del Bob Dylan de entonces. La canción lleva por nombre «Go away you bomb», y fue escrita en 1963, según se informa, para Izzy Young, entonces dueño del centro de Folklore de Greenwich Village, Nueva York, quien había organizado su primera presentación en concierto en 1961. Ahora reaparece como resorte económico antes que como composición de denuncia.
¿Podemos escuchar «Blowin' in the wind», la más famosa del álbum The freewheelin’ Bob Dylan, en pleno siglo XXI? He buscado en mi discoteca personal para reproducirla, de conjunto con el disco. En lo personal, lo he disfrutado, pero también me he visto forzado a preguntarme hasta qué punto las generaciones de hoy tolerarían esa sonoridad, a pesar de que de ella al folk-rock que la siguió no hay tanta distancia como se pretende. Y hasta he imaginado la irónica sonrisa de mi hija al verme tararear con esos “vejestorios”. ¿Por qué se coloca la venta de esta rescatada canción a partir de un sesgado rescate de su antibelicismo? Además de su título, que podríamos traducir como «¡Lárgate, Bomba!», la canción tiene versos que dicen:
Te odio porque el hombre te fabrica, te posee y te utiliza
Y puedes ser mal fabricada, mal poseída y mal utilizada
Y te odio porque podrías caerme por accidente y matarme
Es difícil pensar que sería un éxito en el panorama musical de hoy día, sobre todo si mantiene la sonoridad del Bob Dylan del momento, antes de que girara hacia el folk-rock, pero no es arriesgado suponer que pueda hallar su comprador y hasta elevar su precio. Acaso para hundirse en un nuevo tipo de olvido, como tesoro de un coleccionista que la va a petrificar entre sus posesiones, para mostrarla solo a sus visitas personales, o a exhibirla en sus fiestas o quién sabe qué otra ostentación. Pero tampoco esto es importante, aun cuando no alcance el destino social con que fue concebida y al que se debería.
Lo primordial es que detrás de todos estos gestos de comercialización subyace un casi invisible elemento de fosilización que de algún modo se emparenta con la conceptualización del arte que la tradición ha sustentado. No es solo culto al consumo, a la adquisición por la riqueza y la excentricidad, y ni siquiera apuesta de inversión para el futuro, como suele ocurrir con los compradores de obras de arte, sino además, y como imprescindible trasfondo conceptual, la concesión que la historia le hace al culto al creador y, por ende, a sus creaciones. Hay una convención que le permite al arte sublimarse —desde su perspectiva genérica— aun cuando por diversos motivos fuera execrado en creaciones exclusivas. La contigüidad entre el carácter sublime del arte y la presunta sublimidad de sus componentes opera en calidad de compulsor en el ámbito de los sentidos, aunque deje imprescindiblemente ambiguo el campo de los significados. Se corta así la relación causa efecto y se traslapa la indefinición hacia los escenarios de la comercialización.
¿Es diferente el motivo de la perplejidad en ambos casos? ¿Qué separa a la orina de Warhol, y de sus amigos, como materia prima para hacer la obra de arte, de la amenaza de la bomba nuclear como motivo para la composición de Dylan?
Si Bob Dylan se proyectaba desde un humanismo sublimado, ético y cívico, propio del canon de conducta humana, Warhol lo hacía desde un provocador uso de la escatología infrahumana. Pero ambos pretendían, aun así, la reivindicación del marginado, para la sociedad, desde la música, y para el arte, desde sus propios mecanismos internos.
A la vuelta del tiempo, las subastas demuestran hasta qué punto la mano invisible del mercado pudo reconvertir sus gestos y utilizarlos a su antojo, consumo mediante y sin que haya, a fin de cuentas, grandes sismos de percepción en los procesos conceptualizadores de la recepción del arte. Y acaso es este el elemento base de la perplejidad inexplicable que no sale a flote, detrás de tanta cifra, tanta anécdota y dato pintoresco. La formación de sentido en el consumidor sigue esperando, no tanto por renovaciones desde el punto de vista creativo, sino por aquellas transformaciones —o revoluciones— sociales que pongan a su alcance el contacto directo con la obra, más común el de la música, aunque también mucho más direccionado ideológicamente, y casi inaccesible el de la plástica, también manipulado por la escisión de la elite que se resiste a incorporar al otro, aunque adore esos irreverentes gestos pop —que son ya pura historia— de Warhol o Bob Dylan.
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