No mentiría si digo que soy de una generación que ya ha comenzado su ocaso. Aquello de ser joven y vigoroso, poseedor de un arrojo y voluntad a toda prueba quedó atrás; se nota en las acciones diarias y en la aparición de ciertas dolencias propias de quienes acumulan años. Y como complemento de ese tránsito etario está el convertirnos en conservadores; o como solía llamarlo mi padre “asumir el arte de la cautela como forma de vida”.
Esta nueva forma de vida; la cautela combinada con dolencias; conduce inexorablemente a estar cada día prestos a un ejercicio constante de la memoria y a que se rumien aquellos hechos y acontecimientos que nos definieron como seres sociales.
Nuestro grupo de amigos ha vuelto a reunirse los viernes. Ya no es como antes. Es cierto que la realidad económica que vivimos ha modificado los hábitos. Primero fue la pandemia del COVID y poco tiempo después la migración. Cierto que estos dos acontecimientos no llegaron a diezmar nuestra cofradía, pero sí modificaron el número de asistentes. También es justo agregar las bajas naturales; bien sea por peso económico, hastío o simplemente el más común de los hechos naturales: la muerte.
En pocas palabras, somos menos. Y de acuerdo con las estadísticas pronto nos iremos reduciendo hasta desaparecer.
La última de nuestras citas fue donde el “gordo Emilio”; que siempre ofreció su casa para nuestras reuniones ―todo ello con la aprobación de su esposa— y no se puede negar que ellos son unos verdaderos anfitriones.
El gordo Emilio fue el último en incorporarse a nuestro “piquete” en los años que estuvimos becados. Fue el único que estudio en la Unión Soviética, donde formó una familia con “Irina la bola” a la que presentó en sociedad en una de sus vacaciones. Después no supimos de su existencia hasta que a fines del año 1999 regresó definitivamente como ejecutivo de una empresa canadiense dedicada a vender muchas cosas, entre ellas juguetes. Lo que lo convirtió en “el rey mago” de los hijos (se incluyen los nietos) de muchos de nosotros.
Esta no era la primera cita en su casa. Las anteriores coincidían con su cumpleaños o el de Irina; y aunque siempre tenía muchos invitados a los que debía atender, nosotros siempre recibíamos atención VIP y éramos los últimos en marcharnos. Incluso en más de una oportunidad “la rumba” nuestra comenzaba el día antes, sobre todo si coincidía viernes o sábado.
“Reunión este viernes en casa del Gordo, comenzamos al mediodía”. Ese fue el mensaje que se puso en nuestro grupo de WhatsApp; acompañado de la habitual coletilla “…se aceptan donaciones y contribuciones…”. Es decir, había que llegar con algo en las manos.
Lo que no imaginamos fue la sorpresa una vez que estuvimos todos allí. Irina había organizado para ese día limpieza general y nosotros debíamos ejecutarla. El motivo era la llegada de unos parientes de Rusia a los que no veía hacía casi cinco años. Ah, y debíamos terminar antes de las cinco de la tarde, hora en que debían llegar los parientes.
Por vez primera dejábamos de ser invitados VIP para asumir el papel de “amos de casa” en ese lugar. No se trataba de fregar los vasos o las tazas después del café o tomar agua. Se trataba de limpiar y dejar brillosa una casa de dos plantas, cuatro cuartos y tres baños; además de la cocina, la sala, el portal y el amplio patio trasero donde solíamos sentirnos como en casa y donde era permitido estar sin camisa o andar descalzos. Y la guinda del pastel era ayudarla a planchar “unas camisitas del Gordo”; que por cierto en los años de estudio nunca logró que le quedaran como las dejaban su madre o su abuela.
Personalmente me ofrecí a “coger el violonchelo” ―como llamaba mi mamá al estar parado ante la tabla de planchar―, solo que no imaginaba lo complejo de la tarea. Solo tuve a mi favor el hecho de que Irina, además de crearme las condiciones, me permitió servirme un largo trago de ron; cosa prohibida al resto.
El entusiasmo generalizado de nuestro grupo fue comparable al de aquellos años en que debíamos hacer guardia vieja en la escuela o participar de la limpieza de albergues. En un principio había una alegría generalizada. Total, más de una vez dimos “perro muerto” en aquella casa; más de una vez alguno de nosotros durmió y comió allí. Que mejor acto de retribución que una ayudita.
Solo que ignoramos que ya no éramos los mismos. Que ahora había dolores ocultos y enfermedades latentes; sobre todo la hipertensión generalizada. Tres horas después solo se había ejecutado la mitad de la tarea y que “la ayuda desinteresada” llegó en el mismo momento que los hijos del gordo ―los sobrinos al rescate― llegaron para reunirse con sus parientes “bolos”.
Solo que el único que no recibió ayuda fue el hijo de mi madre. A mi favor debo decir que aún mantengo el pulso cuando se trata de planchar; y es que “el violín” (era el otro nombre al acto de planchar) era una de mis especialidades una vez que entré becado, y que me fue impuesto por mi madre en el mismo momento que comenzó a formarme como hombre y era su arma preferida para que supiera de la existencia del Código de Familia. Ese que aplicaba casi a diario y que, según sus palabras, me haría independiente.
Una independencia que fue aplaudida por algunas novias anteriores y que hacía a mi esposa una mujer más feliz. Una independencia que me ayudó a sobrevivir en determinados momentos de la vida; una independencia que transmití a mis hijos y que ella exigía y aplaudía en todo momento.
Habíamos viajado en el tiempo. Regresamos a aquellos años setenta en que sin protestar nos repartíamos las tareas de limpieza en la beca. Solo faltaba que nos llamaran para el auto servicio ―es decir lavar bandejas y calderos—, lo que no ocurrió. Solo que esta vez se trató de una causa noble.
Irina regresó del aeropuerto con sus parientes. No venía sola; traía su contribución a los “empleados del momento” y un ofrecimiento para que su casa fuera la sede oficial de nuestra cofradía de los viernes mientras ponía a todo volumen un disco de Irakere, esa banda musical cubana que le había acercado a nuestro mundo personal.
El primer voto en contra fue del gordo Emilio… nuestras reuniones de viernes eran para contarnos la vida y compartir los pocos sueños que nos quedaban a golpe de mojitos o tragos de ron, no para hacer trabajo productivo.
Lo juramos.
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