Si la presente crónica comenzara diciendo que pretendo contar una anécdota de la azarosa vida de José Roque Ramírez, probablemente muy pocas personas conocerían al sujeto de marras; sin embargo, la cantidad de lectores que identificarían al protagonista del pretendido relato se incrementaría considerablemente, sobre todo entre los mayores de 60 años, si la narración se iniciara haciendo alusión a que se trata de uno de los “espectaculares trabajos” del Águila Negra.
Esta crónica no pretende, de manera alguna, narrar la biografía del controvertido personaje, sino solamente referir una de sus aventuras que escuché de boca de algunos ciudadanos de las otrora clases vivas de la ciudad de Sagua la Grande, cuando me desempeñaba como cirujano postgraduado en el hospital Mártires del 9 de Abril, allá por los primeros años de la década de los 70 del pasado siglo XX, y cuya veracidad no tengo motivos para poner en dudas.
Relataban estos egregios ciudadanos, que en las postrimerías de los años treinta, en una apacible noche de un mes cualquiera, apareció en los salones del Casino Español de la ciudad, bajo cuyo techo se reunía lo más rancio y selecto de la sociedad sagüera, un apuesto caballero, elegantemente enfundado en un traje de muy buena tela y excelente hechura, que cautivó a los presentes con su verbo fácil y sus educadas maneras. Según contó el mismo forastero, se encontraba en la provincia por asunto de negocios y quiso conocer la norteña ciudad, por ser cuna de personas ilustres, bellas mujeres y gente afable y hospitalaria. Dicen que una de las damas presentes, quien con un tonillo algo petulante, le preguntó qué conocía acerca de la Villa de la Purísima Concepción de Sagua la Grande, recibió como respuesta toda una conferencia sobre la historia fundacional, la geografía, el desarrollo y las personalidades prominentes de la Villa del Undoso, pronunciada con toda naturalidad y sin el menor atisbo de vanidad o petulancia. Esa noche, todos se mostraron solícitos y obsequiosos ante tan elocuente y distinguido visitante e inmediatamente lo invitaron a sentarse en una de las mesas del salón a acompañar, en una partida de póker, a tres de los más adinerados “caciques” locales.
Después de dos horas de juego, al distinguido caballero lo habían desplumado, dejando en la mesa, según relato de mis interlocutores, más de dos mil pesos, lo que en aquella época era todo un capital. No obstante, como buen perdedor, asumió su derrota en las cartas y dijo que vendría al día siguiente por el desquite, pero que no contaba con suficientes fondos para recuperar su dinero. Ante tal declaración, uno de los participantes en la partida, señalando para un anillo que lucía el visitante, y que este último había notado que su contrincante observaba de reojo hacía largo rato, le dijo que con una joya como esa podía seguir jugando tres o cuatro días más y tratar de rescatar su dinero perdido. El aludido, con voz firme pero en un tono algo condescendiente le replicó a su interlocutor: “Efectivamente, señor, el anillo es valiosísimo, perteneció a una familia de la aristocracia europea, pero lleva conmigo demasiados años para desprenderme tan fácil de él. Tendría que existir una causa mucho mayor que una partida de cartas… Pero cuando usted conozca su valor, tal vez se desanime a comprarlo”.
El que hacía el ofrecimiento era, nada más y nada menos, que el dueño de uno de los mayores centrales azucareros de la zona, poseedor de vastas fincas y de una de las más sólidas fortunas de la provincia. Con un gesto de asombro poco disimulado el magnate le respondió, no sin cierto aire de petulancia en su voz: “Mire, amigo, hagamos venir al mejor joyero del pueblo y que él mismo le ponga precio a su anillo”, a lo que gustoso accedió el misterioso caballero.
Estaban disfrutando de unos tragos servidos por el avezado cantinero del Casino Español en la propia mesa de juego, cuando pasados unos veinte minutos hizo acto de presencia el propietario de la mayor y más renombrada joyería de Sagua la Grande, quien a ojo armado, comenzó a examinar el formidable brillante, engarzado a un montura de platino con un finísimo trabajo de orfebrería. Me aseguraban mis contertulios, que según el testimonio de algunos de los presentes, el joyero estaba cautivado por la gema y lo demostraba con gestos de admiración, tanto reconociendo la pureza del diamante, como del trabajo de orfebrería.
Después de dedicar más de 10 minutos al examen del anillo, el experimentado orífice levantó la vista, retiró del ojo la lupa e irguiéndose ceremoniosamente dictaminó: “Estamos en presencia de un brillante de una gran pureza y de una pieza magistralmente trabajada, cuyo precio oscila entre los veinte mil o veinticinco mil pesos sin ningún tipo de discusión”. Los presentes se miraron con asombro, y un apagado “¡Ahhh!” brotó de los labios femeninos allí presentes.
El dueño del anillo, una vez comprobado su testimonio sobre el valor de la joya, esbozó una leve sonrisa y mirando al potencial comprador le preguntó: “¿Todavía el Señor desea adquirirlo?” A lo que respondió el rico terrateniente con tono indubitable, no sin cierto asomo de vanidad: “Ahora más que nunca quisiera comprarlo, soy un ferviente admirador de todo lo bueno”. El forastero le volvió a explicar, a guisa de disculpa, que sentía un gran apego por ese anillo y no sería el juego de azar la causa de su venta.
Serían las diez de la mañana del otro día, cuando el elegante visitante recibía en el hotel Telégrafo —el más exclusivo de la ciudad, donde se hospedaba nuestro personaje— de manos del carpeta, un cablegrama urgente. Después de leerlo, el destinatario del breve texto se puso lívido y una mueca de desesperación e impotencia transformó su habitual agradable rostro. “¡Esto es imposible, no puede ser!”, expresó en voz baja, pero lo suficientemente audible para el empleado de hotel y los sentados a su alrededor. “¿Sucedió algo malo, Señor?”, le preguntó el encargado de la carpeta al ver la repentina reacción de su cliente. “Esta noticia sí es totalmente inesperada y, más que mala, es terrible”, le respondió con la incertidumbre retratada en sus ojos.
A poca distancia del atribulado caballero, escuchaba toda la conversación el magnate azucarero potencial comprador del anillo quien, poniendo cara de buen samaritano, se acercó. “Disculpe amigo, pero he alcanzado a oír su conversación y me pregunto si pudiera ayudarlo en algo”. Se saludaron sin mucha efusividad dadas las circunstancias y el forastero confesó sus cuitas al acaudalado terrateniente: “Mire Usted, acabo de recibir un cable de México”, y acto seguido le extiende el papel impreso con el texto: “URGE QUE VENGAS PUNTO MÁXIMO EN TRES DÍAS CON LA CANTIDAD CONVENIDA O PERDEMOS NEGOCIO. BC. Uno de mis socios reclama mi inmediata presencia en esa ciudad para cerrar un negocio de miles de dólares… Yo esperaba poder reunir esa cantidad en dos o tres meses, pero tal parece que se adelantaron las cosas y no cuento con esa suma”. El hacendado, mascullando casi un pésame financiero le propuso, lamentando la mala suerte de su viaje a Sagua, la compra del anillo ofreciéndole mil disculpas y que el señor no fuera a pensar que se estaba aprovechando de su situación… La oferta fue 20, 000 pesos contantes y sonantes, que el caballero podía recibir inmediatamente, previas formalidades de la venta, por supuesto, en el principal banco de la villa del que el hacendado era accionista. Por su parte, el desafortunado caballero aludió lo difícil e inminente de la situación y lo harto beneficioso de ese negocio en México que venían cocinando largo tiempo…. Le agradecía al señor su generosidad y solidaridad y prometía regresar, sin falta, una vez concluido el promisorio negocio, a esa bella y acogedora ciudad para completar su interrumpida visita.
Así las cosas, se efectuó la venta ante notario con la firma de la correspondiente escritura y traspaso de propiedad, el forastero cobró el producto de la venta en efectivo y se marchó en el primer tren que salió para la capital, muy agradecido por la celeridad de la compra-venta.
Transcurrieron diez o quince días y el Casino Español de Sagua la Grande celebraba uno de sus pomposos y exclusivos bailables. El rico hacendado hizo su entrada en el salón acompañado de su esposa, pero todas las miradas iban dirigidas al valiosísimo anillo que el ricachón exhibía en el dedo anular de su mano derecha, como símbolo de su victoria financiera sobre aquel educado forastero.
Estaba cómodamente sentado don Brillante, ufano y feliz con su reciente adquisición cuando el joyero, aún emocionado con aquella piedra y su magistral montadura, le pidió volverlo a examinar para deleitarse con su talla. Con un gesto lleno de vanidad, el magnate le entregó el anillo al orfebre que ya se encontraba lupa en ristre. Varios segundos bastaron para que el consumado especialista cambiara su expresión de éxtasis por una mueca de incredulidad: “Ud. Disculpe, señor, pero este no es el brillante que yo vi hace unos días, este no es más que una falsificación del original”. El resto ustedes podrán imaginarlo sin mi ayuda.
Hasta más ver.
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