Desde muy temprano, los pasillos y aulas de la Academia estaban colmados. Estudiantes, profesores, algunos invitados, amigos… esperaban impacientes la llegada de un singular y querido visitante. La noticia de que Tomás Sánchez —uno de los artistas cubanos de la contemporaneidad más reconocidos internacionalmente— venía de visita a San Alejandro, se había expandido como la pólvora y mantenía expectantes a una buena cantidad de curiosos.
Hacía más de una semana que se conocían sus intenciones de compartir unas horas —como lo había hecho ya en la Universidad de las Artes— con los nuevos estudiantes de Artes Plásticas y también con sus antiguos compañeros de estudio, muchos de los cuales ahora son profesores. Llegó sobre las diez de la mañana y enseguida todo se desbordó.
Como es costumbre en él, Tomás no escatimó un instante para saludar y abrazar a quienes se le acercaban, se lo pedían o, simplemente, le extendieron la mano. Caminó, entró aquí y allá, visitó las galerías, se hizo fotos, firmó autógrafos y compartió con todos. Por dos horas fue uno más, parte de la gran familia sanalejandrina y, con esa misma informalidad, se sentó a conversar.
Algo que uno repara inmediatamente en él es la sencillez que lo distingue. Tomás no es de aquellos artistas que viven escondidos tras la fama. Tampoco un ser arrogante y creído que intenta dar recetas para triunfar y conquistar la cima del éxito. Todo lo contrario: es una persona simpática, moderada y juiciosa, que se proyecta como un excelente comunicador, de tono suave y afable. La tranquilidad que emanan sus palabras reconforta y terminan por transmitir confianza y seguridad. Conversó y atrajo la atención de todos los espectadores.
Para romper el hielo, inició su intervención dando sus impresiones sobre uno de los fenómenos más controvertidos del mercado del arte, a raíz del documental La burbuja del arte contemporáneo. También sobre las contradicciones del mismo proceso de creación, producción, distribución y consumo, sobre la capacidad de asombro del arte contemporáneo internacional y también, sobre la meditación. Uno de los aspectos en que centró su intervención fue la percepción intelectual y la importancia de trabajar. En este sentido, recalcó lo significativo que resulta instrumentar cursos que permitan la interiorización de estos procesos y que realcen lo mejor de la percepción de los artistas —en especial hacia lo interno— ya que un artista debe disfrutar lo que hace, que es casi igual a lo que se logra con la meditación. Estar absorto trabajando, expresando lo que uno siente, lo que uno lleva por dentro, como hizo Monet, Van Gogh y otros tantos que marcaron los derroteros del arte de vanguardia, es indispensable.
Saber salvar todo ese mundo interior es fundamental en un artista, y también una de las razones más perentoria del trabajo de una escuela de arte. La obra se hace más interesante en la medida en que el artista es más uno mismo y sabe llegar a los demás; en la medida en que sabe expresar lo que lleva por dentro y lo traduce en medios para todos. Es un proceso vital que procede de la misma esencia del arte y que invita, cuando es verdadero, a hacer una pausa, a calmar los pensamientos, a no usar métodos extra artísticos para ascender.
Tomás también habló de lo importante que es saber vincularlo todo, pero con libertad creativa. Hacer arte pero disfrutando: «concentrarme en experimentar, en vivir y en sentir el ambiente». Es responder las viejas preguntas: ¿qué quiero hacer? y… ¿lo estoy disfrutando? Un artista crea y cuando lo hace, sueña. Es un proceso de liberación y de expansión espiritual que, cuando más espontáneo, mejor. Entonces, todos los sueños son un milagro y lo que nos rodea, sea corpóreo o espiritual, también lo es. El acto creativo es, en esencia, un milagro. Y en este punto insistió en repasar el conocido libro de Betty Edward: Aprender a dibujar con el lado derecho del cerebro, que despierta otras facetas de la mente y del acto de producción, ocasión que sirvió para que Rocío García recordara que para los antiguos chinos había un refrán que lo reunía todo: «El ojo, la mano y el corazón».
Las dos horas pasaron a la carrera. La galería que sirvió de espacio para el intercambio se hizo pequeña y el frío del aire acondicionado dio paso a un calor nada molesto, que movió las manos e hizo más informal el ambiente. Por último, y antes de terminar la charla y salir a recorrer las aulas y talleres, recomendó a los estudiantes leer, leer mucho. Para él, uno de los libros que más lo han marcado es Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, pero también el cine y la fotografía. Un artista tiene que leer todo lo que pueda como también tiene que ver y consumir cualquier tipo de imágenes. Es la diada perfecta: hay libros que evocan tantas imágenes que son indispensables, pero hay que saber «mirar». Contemplar es un acto que se hace con la mente muy tranquila y abierta.
El también profesor nos dejó un consejo final: «cada quien trate de ser uno mismo». Sentencia que resume su posición artística. Hay que saber buscar los niveles interiores y no seguir falsas tendencias con tal de subir o de triunfar rápido. Las soluciones efímeras, a la larga, se pagan. También la importancia de no copiar artistas ni soluciones predefinidas. Existe un concepto errado de que un paisaje tiene que ser realista y está el ejemplo de Turner, quien llegó a ser casi un pintor abstracto o de él mismo, que primero fue expresionista y luego devino en paisajista pero, inconforme —como recomienda ser—, después ha hecho hasta arte conceptual, escultura, fotografía… «Lo importante es perder el miedo y el esquematismo a la hora de trabajar».
Tomás regresará pronto, tal vez en enero o en febrero. Prometió pensar en un taller de Pintura y Meditación para estudiantes y profesores. Todos lo esperaremos.
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