Un barrio, un cantante y una canción de amor


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Ocurre que cierto día del año, casi siempre es al amanecer de ese día que uno espera que conocidos, familiares y amigos le feliciten, uno realiza un balance de su vida. Ese día, por norma general, se revisan los acontecimientos más importantes que se han vivido en los doce meses anteriores y se recuerdan aquellos momentos – a veces los recuerdos llegan como escenas de una película que se ha visto decenas y decenas de veces, solo que desordenados—que nos han marcado como personas.

Ese repasar la vida, una y otra vez, es lo que nos define de cara al futuro. El ejercicio que antes mencionaba se acompaña de lágrimas, un café, mirar fotos si se está de ánimo y alzar el vaso medio vacío de esa bebida que preferimos. Pero lo más importante de ese instante es la soledad. Una soledad que es ilustrada, acompañada y rota por los pasajes de esa canción que bien pudo definir ese instante de nuestra vida que repasamos.

Uno de esos pasajes de mi vida me devolvió al barrio de Pogolotti y a una noche de febrero del año 1983. Exactamente al 24 de febrero de ese año. Por ese entonces pasaba mucho tiempo en casa de “la tía Xiomara Tolón” donde cada sábado en la noche organizábamos fiestas a las que concurrían los amigos y compañeros de estudio de mis primos, los vecinos del barrio y algunos “infiltrados” que sabían de nuestro buen repertorio de música, tanto cubana como internacional.

Ese sábado cambiamos el lugar de la cita y nos trasladamos todos a casa del “gordo Pulido” que vivía en el barrio de Pogolotti. En la explanada frente a su casa el grupo Irakere daría un concierto por el aniversario de fundación de ese barrio habanero.

Irakere era entonces nuestra banda de música cubana preferida –lo mismo que para muchos de los jóvenes de esa época—y sus conciertos, lo mismo los lunes en el teatro Karl Marx, que en la Tropical o los carnavales, eran uno de nuestros lugares preferidos de reunión y cita; además de ser lugar en que se podía también encontrar compañera para aventuras amorosos (empatar una jeva según la jerga de aquel entonces).

Desde el portal de la casa del gordo Pulido se tenía una vista privilegiada del lugar del concierto, que realmente se efectuaba en la amplia azotea de la casa de “Carlos el manco”, cuyo padre era ecobio y amigo de la infancia de Oscar Valdés. En un espacio no mayor de cinco metros cuadrados nos reunimos al menos veinte personas y sin miramientos compartimos sudores, cantamos a toda voz y bailamos, sobre todo eso: bailamos con tal devoción como si en ello nos fuera la vida.

Desde ese entonces y por los años siguientes hasta la disolución de Irakere, de ese Irakere, fue raro que no coincidiéramos muchos de nosotros en aquel portal el mismo día. No importaba que la vida nos fuera imponiendo sus trampas, sus obligaciones y sus límites. El 24 de febrero ir a bailar con Irakere era parte de una ritual que se fue desvaneciendo y que hoy forma parte de la vida de todos los involucrados.

Debo confesar que en esos años ochenta también descubrimos con mucha fuerza la música y la figura de Pablo Milanés. Aquel descubrimiento vino condicionado por dos acontecimientos trascendentales en nuestras vidas que estaban en el tránsito de la adolescencia a la primera juventud: la película Una novia para David y la serie televisiva Algo más que soñar.

Esas propuestas fueron, para muchos de mi generación, la puerta de acceso a su música, a su poética y, debo decirlo con toda honestidad la aceptación total de eso que conocimos como Nueva Trova. No importa que se redujera al movimiento a las canciones de Pablo y Silvio en lo fundamental; ocurría igualmente que ellos eran los más conocidos y presentes (hoy le llamarían mediáticos) en nuestra cotidianidad radial y televisiva.

Ámame como soy y Ya se va aquella edad; los primeros temas de Pablo Milanés que más se nos metieron en la sangre representaban las vivencias e inquietudes que nos definían o al menos es lo que pienso pasados los años. También estaban las historias que contaban. Eran historias de hombres comunes. Unos eran becados –lo mismo que muchos de nosotros—otros habían asumido la vida militar con todos los riesgos que ellos implicaba; y es que el sueño de “ser un Camilito” estaba en nuestro día a día y cada uno de nosotros tenía un amigo, un familiar o un conocido que estaba en una de esas escuelas.

Debo decir que nuestras fiestas sabatinas después de aquellos temas se abrieron a nuevas músicas. Ya no era suficiente escuchar a Irakere, a los Van Van con aquello de Sandunguera o Será que se acabó, ni asumir el son a la manera de Oscar de León o corear los temas de Rubén Blades con Willie colón; ahora a nuestro momento romántico –ese en que se definían las parejas ocasionales o permanentes—combinaba las canciones melosas de Roberto Carlos con los temas de Pablo Milanés; sobre todo cuando susurrábamos al oído de nuestra compañera de baile aquella frase mágica que era (sigue siendo) una de las declaraciones de amor más demoledora de toda la canción cubana “…te amo…eternamente te amo…”. Es inenarrable el estremecimiento mutuo que sentíamos todos, máxime cuando escuchábamos la misma frase devuelta por nuestra compañera. Frase que se escuchaba cual plegaria masiva junto a la voz del cantante.

No voy a negar que a partir de ese momento muchos de nosotros fuimos asiduos a sus conciertos y nos intercambiábamos sus discos y perseguíamos con saña los casetes que resumían su música. Incluso hubo quien aprendió a tocar la guitarra solo para cantar sus temas y dominar los complicados acordes de Silvio Rodríguez; sí porque uno nos conectó con el otro y esa conexión estableció el primer cisma en materia de gustos musicales en nuestro grupo heterogéneo: de un lado los silvistas y al otro extremos los pablistas.

Pasados los años descubrimos que Pablo Milanés había nacido un 24 de febrero, el mismo día que se había fundado Pogolotti y el mismo día en que los cubanos habían vuelto a la manigua en busca de su independencia por obra y gracia del esfuerzo martiano. Para completar la ecuación, los que nacimos en el año 1965 nos sentíamos privilegiados al saber que ese mismo año él había compuesto una de sus más memorable canción: Mis 22 años. Y debo decir que la canción de marras la conocía desde siempre cantada por Elena Burke, era una de las preferidas por mis padres y cada domingo la ponían una y otra vez cuando escuchaban aquel disco donde Elena aparecía posando acompañada de un fondo negro.

En uno de esos recuentos de mi vida, justo la madrugada de uno de mis cumpleaños, regresé a esos lejanos años ochenta. Por cerca de tres horas revisite la música de Pablo. Me deleite con muchas de sus canciones y debo decir que me emocioné, cante a media voz para no despertar a mi esposa ni interrumpir el sueño de mis hijos.

A la mañana siguiente hice el mismo ejercicio con la música de Irakere. Entonces volví a tener 17 años, o un poco más; y me pregunté por dónde andarán los amigos de ayer y esa novia fiel. También alce mi copa por aquellos que ya no están y alguna vez compartimos esas canciones y sudamos nuestras emociones.

 Solo que no era 24 de febrero y si 29 de abril.

 


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