El hecho que aquí se narra solía ser contado por mi padre y aconteció en la ciudad de Sancti Spiritus a finales de la década de los años 30 del pasado siglo XX.
Por esa época, el entonces joven y aun soltero Roberto Alejandro, se desempeñaba como secretario del marido de su hermana mayor, José Agapito Ferrer Morejón, eminente abogado matancero radicado en la ciudad del Espíritu Santo en la antaño provincia de Las Villas, donde funcionaba su próspero y afamado bufete. El Dr. Ferrer Morejón gozaba de una bien ganada fama de buen abogado y, además, se le conocía como un brillante tribuno de elocuente y depurado verbo.
En aquel entonces vivía y trabajaba en la Villa del Yayabo un procurador – especie de representante de los interesados ante los tribunales, quien usualmente se encargaba de los trámites legales – de quien lamentablemente no recuerdo el nombre y que, según mi progenitor, sentía tal intensa pasión por los discursos y el protagonismo público, que rayaba dicha propensión en una especie de tribunofilia o tribunomanía – con perdón de psiquiatras y lingüistas.
Según el viejo Páez Ipiña, acostumbrado a la depurada oratoria de su cuñado, la habilidad retórica del susodicho procurador, sin ser un Demóstenes o un Cicerón, podía catalogarse como de aceptable y hasta de ocasionalmente notable, si no hubiese padecido de aquella dichosa manía de extenderse innecesariamente en sus discursos.
En aquellos tiempos, y Sancti Spiritus no era una excepción, se acostumbraba en Cuba, en recintos como la Cámara de Representantes de la República, en algunas sociedades culturales y en otras instituciones del país, cada 7 de diciembre, efemérides de la caída en combate del Lugarteniente General, dedicar un panegírico a Antonio Maceo, cuya pronunciación era considerada un alto honor para cualquier persona que fuera elegida para ello y al que se convocaba, habitualmente, a destacados oradores.
El sueño dorado, eternamente acariciado por el procurador de marras, fue siempre pronunciar el panegírico a Antonio Maceo en la actividad solemne que cada año se efectuaba en la rancia sociedad “El Progreso” de la villa del Espíritu Santo en ocasión de la luctuosa efemérides.
Relataba mi viejo que un buen día, sin nadie saber de que forma lo obtuvo, ni de que artificios se valió para convencer a los jerifaltes de las clases vivas espirituanas, se publicó el anuncio de la designación del mencionado procurador como orador principal en la velada solemne para conmemorar un aniversario más de la caída en combate del Titán de Bronce.
Llegó el esperado día y el elegante salón de reuniones del “Progreso” se colmó de un selecto público, proveniente de la más rancia sociedad espirituana de la época.
Inició el procurador su añorado panegírico y comentaba mi padre, que si bien no constituía una brillante pieza de la oratoria, era capaz de mantener la atención del público presente. Empero, la maldición de la tribunomanía volvía a ensañarse con el procurador y comenzaba ya a rebasar los límites permisibles para su alocución, cuando uno de los miembros de la directiva de la sociedad comenzó, disimuladamente, a hacerle señales que cortara su intervención, usando sus dedos índice y mayor a guisa de tijeras de forma insistente. Casi de inmediato y diz que hasta haciendo un elegante giro lingüístico, el discursante, dirigiéndose al público, exclamó con vehemencia – ¿y como hablar de Antonio sin mencionar a José? – continuando su oratoria por casi media hora más. Al finalizar su discurso, y recibir tímidos aplausos, mezclados con rumores de reproche por la excesiva duración de su intervención, se le acercó el mencionado directivo y molesto le preguntó – Coño chico, ¿no viste que te decía que cortaras? – A lo que nuestro elocuente procurador respondió – Disculpe, yo pensé que Usted me señalaba que hablara de los dos.
Decididamente no hay seña mal hecha, sino mal entendida.
Hasta más ver.
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