Pedro Albizu Campos. 50 Aniversario.

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Un Cristo clavado en la cruz


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En abril de 1965 tenía 73 años y de ellos había pasado 21 en cárceles. En cárceles del opresor extranjero. Pudo haber vivido en medio de sofisticadas comodidades, inmensamente rico. Pero vivió una vida de escasez, inmensamente pobre. Como José Martí, no era de raza vendible.

Paralítico, sin habla, casi ciego, estaba a punto de pasar tranquilamente hacia las sombras de la muerte para entrar en la posteridad. De ese momento ha quedado una imagen en su lecho de moribundo, abrazado a la bandera de la patria. Pocas horas después fallecía. Quedaba así para siempre en la historia esa escena definidora de lo esencial de su existencia.

Se iba ?¿quedaba??  como había vivido. Cumplía él mismo aquel llamado que de joven hiciera a los puertorriqueños: “Ahí está la bandera nuestra, la bandera de nuestros progenitores, la bandera de nuestros hermanos, la bandera que es también la de la posteridad de Puerto Rico: ¡Empuñadla y morid de hombros por ella!”  

Ese era su testamento. Nada más dejaba. Como Hostos y Betances, en cuya fulgurante madurez discurrió su infancia, nada dejaba. Salvo eso. El amor símbolo a todos los amores: su bandera. Y el ejemplo de su vida. Y el índice, fuego, grito, señalando un rumbo, el de la libertad del pueblo.

1892. En las Antillas, Puerto Rico y Cuba, aún españolas. Abril. En las entrañas del monstruo, Martí constituye el Partido Revolucionario Cubano para “lograr la independencia absoluta de Cuba y fomentar y auxiliar la de Puerto Rico”. Septiembre; en Puerto Rico, Ponce; en Ponce nace Pedro Albizu Campos, el día 12.

Si el 25 de noviembre de 1897 España promulga la Carta Magna Autonómica que afloja las cadenas que aherrojan a Puerto Rico de la metrópolis europea, y el 9 de febrero de 1898 se instituye la primera gobernación autonómica puertorriqueña, los propósitos de los colonizados estaban llegando muy lejos. La manzana ya estaba demasiado madura y podía perderse. Por tanto, se hace volar en pedazos el acorazado Maine en la bahía de La Habana.

1898. 19 de abril; U.S. Congress, Resolución conjunta. 21 de abril; declaración de guerra. 12 de mayo; bombardeo a San Juan. 25 de julio; los marines desembarcan en Guánica. Vencida España, Tratado de París.

1900. Un militar yanqui gobierna omnímodo un país que tres años antes ya era territorio autónomo y estaba abocado a república independiente por la sangre de sus hijos en armas. Acta Foraker, la inminente República de Puerto Rico resulta transformada por magia imperial en colonia de los Estados Unidos de Norteamérica.

“No cayó una manzana, cayeron varias manzanas en sus manos”, diría Fidel Castro seis décadas después, el 28 de septiembre de 1964, en memorable acusación ante la Organización de las Naciones Unidas: “Cayó Puerto Rico, que había iniciado su lucha por la independencia junto con los cubanos”.

Esas serían las primeras imágenes a retener por el niño Pedro Albizu Campos. Y aún más. Será un niño que presencia la celestina genuflexión de los Muñoz Rivera, de los Barbosas y los Iglesias que ayudaron al invasor a ultrajarles la patria; raza de eunucos morales que prefirieron cambiar de idioma y cambiar de amos.

Allen, Hunt, Wintrop, Post, Colton, Yager y Reilly, gobernadores desde 1900 a 1922. Nuevos nombres en el nuevo idioma de los nuevos amos. Período en el que fallece Eugenio María de Hostos (1903), de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), de la Ley Jones (2 de mayo de 1917) que da nueva forma a la intervención militar e impone la ciudadanía norteamericana a los puertorriqueños.

Única supervivencia del decoro: el surgimiento del Partido Unión de Puerto Rico en 1904. Lo salva para la posteridad su Base Quinta: la independencia como solución política. La Base Quinta es el patricio José de Diego, el impugnador de la Ley Jones. De Diego, el honor, contrapartida de la infamia de Muñoz Rivera que se extiende a Barceló dentro del partido.

Muerto De Diego en 1918, Barceló cancela la quinta base que permitirá engendrar en el futuro el enmascarado Estado Libre Asociado. Pero, insuficiente el gesto de servidumbre para el procónsul Reilly que pide la total sumisión y expulsa de sus cargos oficialistas a los unionistas. Barceló se pliega. Los unionistas independentistas seguidores de De Diego, no; y fundan el Partido Nacionalista. Es el año 1922. Se completa la exacta circunstancia para la emersión de una personalidad en la Historia: Pedro Albizu Campos.

No se discute, se hace  

Cuando Albizu Campos era estudiante de la Escuela Superior, un profesor sugirió para debate el tema de la independencia, y el joven replicó: “La independencia no se discute, se hace”. Protohistoria.

La Historia: San Juan, 18 de abril de 1925. Conmemoración del natalicio de José de Diego. Un orador señala la bandera que ondea en el Ayuntamiento: “Bandera de los Estados Unidos: yo te saludo porque tú eres símbolo de una patria libre y soberana, que se distingue como defensora de la democracia en el mundo, y algún día habrás de reconocer nuestro derecho”.

La persona que sigue en turno para hablar, guarda prolongado silencio mientras va quitando varias banderitas de las barras y las estrellas que adornan la tribuna. Las envuelve tranquilamente y las guarda en un bolsillo. Mira hacia la que ondea en el edificio de enfrente y exclama ante el público asombrado: “¡Bandera de los Estados Unidos: yo no te saludo. Porque aunque sea cierto que tú eres el símbolo de una patria libre y soberana, en Puerto Rico representas la piratería y el pillaje!”

Era Pedro Albizu Campos, ya vicepresidente del Partido Nacionalista. Un año después, en 1926, durante una entrevista de prensa, resumiría su entonces breve historia partidaria:

He creído siempre en una abierta oposición al gobierno colonial y como ninguno de los partidos políticos, hasta 1921, seguía la táctica de no cooperación, me abstuve de tomar parte en actividad partidista. Reilly provocó una rebeldía general en el país al privar a los unionistas de sus puestos en el gobierno. Creí entonces posible la organización de una agrupación que se dispusiera a combatir abiertamente el régimen colonial.  En noche memorable, cuando la Junta Central del Partido Unionista peregrinaba buscando el apoyo de todo buen puertorriqueño frente a los ataques del gobernador Reilly y de los traidores del Partido, y cuando no podía esta colectividad disponer de un solo puesto público, hice mi ingreso en sus filas para reforzar la rebeldía.

Cuando la dirección del Partido, poco tiempo después de mi ingreso, resolvió acatar la voluntad del gobierno norteamericano para que no se hiciese más campaña separatista en Puerto Rico, me retiré inmediatamente y contribuí a la formación del Partido Nacionalista, integrado por los desprendimientos de los pocos patriotas que había en las filas unionistas.

Cinco años antes de esas declaraciones, en 1921, había regresado a su país, cuando E. Montgomery Reilli iniciaba la cacería contra los unionistas. Muy joven, había obtenido una beca de la logia Aurora, de Ponce, para estudiar en la Universidad de Vermont, en los Estados Unidos. Su excepcional inteligencia y amplia cultura extraescolar lo llevaron allí a ganar otra beca, esta vez para Harvard.

La insuficiencia del estipendio lo forzó a trabajar, simultáneamente, para cubrir los gastos. Alternaba su asistencia a clases con diferentes labores remuneradas: repasaba a otros alumnos, dictaba conferencias en universidades, hacía traducciones, escribía para la prensa.

Se graduó de varias especialidades: Ingeniería Química, Filosofía y Letras, Derecho.  También estudió Ciencias Militares en la Academia de Massachusetts. Además del idioma español empleaba con fluidez el inglés, el francés, el alemán, el italiano y conocía igualmente griego y latín.   

Como presidente del Cosmopolitan Club, que agrupaba a los estudiantes extranjeros de Harvard, participó activamente en los círculos que abogaban por la independencia de la India. Pero su mayor dedicación política de ese período se concentró en el movimiento independentista de Irlanda del que fue un destacado vocero en los Estados Unidos.

En 1917 se enroló en el ejército estadounidense. Coincidente con el criterio leninista de la conveniencia de los conocimientos militares para un pueblo que pretenda liberarse de sus opresores, Albizu explicaría años después aquella decisión:

Con el grado de primer teniente de infantería ofrecí mis servicios personalmente al Departamento de la Guerra en Washington, con la condición de formar parte de las tropas expedicionarias puertorriqueñas destinadas al frente europeo… Creí y sigo creyendo que nuestra participación en la guerra europea hubiera sido de gran beneficio para el pueblo de Puerto Rico. La organización militar de un pueblo es necesaria para su defensa y eso se consigue solamente con los sacrificios dolorosos que impone una guerra.

Terminada la guerra europea, rechacé un nombramiento de primer teniente de la reserva que expidió el Departamento de la Guerra. Debemos rechazar la pretensión de formar el ejército cipayo de Puerto Rico para atacar a nuestros hermanos de América.

Ya graduado de Harvard, desestimó varias ofertas de trabajo. Corrían los años veinte, vivía en la tierra del Ku Klux Klan, era mulato y, además, puertorriqueño. Se le ofreció y no aceptó un cargo diplomático para integrar la Comisión de Límites con México, en el Departamento de Estado —“No serviré al imperio contra México”— y también una alta posición en el Tribunal Supremo de los Estados Unidos.

Regresó a Puerto Rico en junio de 1921. Fue a vivir en una casa de madera, calle de tierra, en uno de los barrios más pobres de Ponce. Comenzó a ejercer como abogado de los humildes contra los poderosos. Allí rechazó airado el intento de soborno del juez federal Odlin, quien había mandado decirle: “Venga con nosotros y ganará todo el dinero que quiera”. Albizu no sería nunca de la raza vendible.

Antimperialismo, internacionalismo

Pertenecía a la raza de los precursores, de los guías de pueblos, de los hombres dispuestos a entregar sus vidas por la libertad. De frente, sin temor. Consciente del peligro, pero sin rehuirlo. Tenía bien trazado el objetivo supremo de su vida:

Es deber sagrado defender y morir por la causa de la independencia patria aunque personalmente tengamos la gloria del sacrificio, porque este asegurará el bienestar espiritual y material de nuestra nacionalidad.

Con el más elevado sentido del decoro nacional, en la defensa de esa nacionalidad llegaba hasta a sacar la cara por los lacayos domésticos que soportaban sumisos el desdén imperial. En 1925, un grupo de congresistas puertorriqueños fue víctima del desprecio del primer magistrado de los Estados Unidos. Ellos callaron ante el amo; Albizu Campos, no:

Coolidge es un déspota y un grosero. Aunque esa comisión merece castigo físico en manos nuestras, los puertorriqueños no debemos tolerar las insolencias de ningún Presidente.

Comisionado por el Partido Nacionalista para buscar la solidaridad latinoamericana partió de su patria el 20 de junio de 1927.  Salía a proclamar ante Nuestra América la realidad de Puerto Rico y la necesidad de un frente común contra el imperialismo yanqui. Lo anunciaba sin ambages. Solo, sin un centavo, con la razón como equipaje y el dolor de su Borinquen esclavizada en el pecho, comenzó su peregrinar al estilo martiano del XIX, que lo llevaría por Santo Domingo, Haití, Cuba, México, Panamá, Perú, Venezuela. Al partir, declararía:

La preocupación continental es arrancar la bota yanqui de todas las posiciones que ocupan en el Caribe. Puerto Rico y las otras Antillas constituyen el campo de batalla entre el imperialismo yanqui y el iberoamericanismo. La solidaridad iberoamericana exige que cese toda injerencia en este archipiélago para restaurar el equilibrio continental y asegurar la independencia de todas las naciones colombinas. Dentro de esa suprema necesidad es imprescindible nuestra independencia.

En Cuba residió varios meses, hasta que al atacar en un discurso al tirano Machado fue expulsado por el déspota. Muchos cubanos le conocieron el fuego de su oratoria. Fue huésped de honor del Comité Pro Independencia de Puerto que integraron, entre otros, Enrique José Varona, Emilio Roig de Leuchsenring y Juan Marinello, quien lo trató entrañablemente y nos dejó esta formidable semblanza:

Era frente a las masas cuando se agigantaba aquel hombre menudo y frágil, y a los pocos instantes quedaban todos presos en la arenga. El razonamiento poderoso y original, en el que se descubrían muchas lecturas, meditación y vigilias, venía sustentado en la dicción apasionada. La voz, que era en lo íntimo apacible y sugerente, adquiría en la tribuna un tono metálico y vibrante y llegaba al oyente más lejano como un clarín de órdenes al que no podía sustraerse. Y por largo que fuese el discurso el tono se mantenía el mismo, como un clamor que arrancaba de más allá del cuerpo en que nacía.

Los órganos de prensa de los países del área reflejaron frecuentemente sus huellas. En la revista Bohemia aparecieron no pocos de sus artículos de entonces. A modo de muestra para apreciar la magnitud de su prédica, basten estos fragmentos del escrito titulado “A propósito de la batalla de Ayacucho y la celebración de su centenario”:

Los norteamericanos, a quienes Francia hizo libres y a quienes enseñó esos mismos principios, jamás los entendieron. Y las aspiraciones sublimes de la “Declaración de la Independencia” fueron relegadas al olvido por el mismo redactor de ella y nunca fueron convertidas en ley. ¡La constitución que adoptaron descartó los principios que habían informado a la Revolución y consagró la esclavitud! Sobre la explotación vergonzosa de la raza africana, de los aprendices blancos, de los infelices inmigrantes de Europa, y sobre el exterminio de la raza indígena, levantaron su trono de oro.

Su historia en América es la historia del ataque continuo a la dignidad humana dentro de sus propios territorios y la continua guerra contra la soberanía de los pueblos iberoamericanos.

Los vejámenes que sufren las Antillas, México, la América Central y la hidalga Colombia, tan pródigas en su sangre para que en este continente no se levantase el imperio de la fuerza bruta, deben ser castigados. Es de interés universal que se le corte la mano a los que pretenden estrangular a los pueblos débiles.

No debemos dormir sobre la grandeza del Centenario. No hay que pensar en glorias pretéritas. El presente es lúgubre para la América Iberoamericana frente a un pueblo sin escrúpulo.

O estos bárbaros son detenidos por la fuerza, que es lo único que entienden, o se extinguirá la victoria de Ayacucho.

¿Es que hacía falta algo más?

No existía entonces la Central de Inteligencia de los Estados Unidos (CIA), pero sí el imperialismo y sus métodos de dominación; antes y después, serían los mismos.

En la cumbre de los precursores

Regresó Pedro Albizu Campos a su patria en enero de 1930. Y ya estaba dada la orden para asesinarlo. Un puertorriqueño a las órdenes del coronel Riggs, jefe de la policía en San Juan, supo del plan y lo informó al ya presidente del Partido Nacionalista, que pudo así escapar de esa primera celada.

Ese mismo coronel Riggs le ofrecería después 150 000 dólares “para la propaganda del partido”. Pero Albizu no era de raza vendible.

La historia de Puerto Rico en los treinta y cuatro años siguientes, jamás podrá escribirse sin que incluya la historia de Pedro Albizu Campos.

Cuanta debilidad local hubo, fue fustigada. Cuanta miopía se manifestó, fue esclarecida. Cuanta maniobra encubridora intentó ejecutarse, fue descubierta. Todo abuso social, rechazado. Todo peculado, desenmascarado. Todo despojo, repelido. Todo crimen, denunciado. Toda rebeldía campesina, apoyada. Toda protesta obrera, defendida. Toda rebelión popular, encabezada.

Es la historia que describirá las fraudulentas elecciones de 1932. La ilegalización del Partido Nacionalista por las autoridades coloniales. El rechazo de los independentistas a la línea electoralista en aquella coyuntura, pues “el triunfo de los puertorriqueños sobre los puertorriqueños es la derrota de la patria”, afirmaría Albizu.

Es la historia de la rehabilitación de la bandera nacional ofendida por el imperio. El asesinato en Río Piedras, año 1935, de cuatro militantes nacionalistas, seguido por el de Hiram Rosado y Elías Beauchamp, ajusticiadores del coronel Riggs, que lleva a Albizu a la proclamación definitiva: “Juramos que cuando llegue el momento sabremos morir como héroes, porque el heroísmo es la única salvación que tienen tanto los individuos como las naciones”.

Es la historia de la decisión para apresarlo en 1936. La de la manifestación del pueblo para apoyarlo que es ametrallada por la gendarmería: 22 muertos, 200 heridos, centenares de detenidos, el 21 de marzo de 1937 que trascendería como la masacre de Ponce. Preso Albizu Campos, se le aplica una doble condena, encierro más destierro, pues se le traslada de su patria a la prisión de Atlanta en los Estados Unidos.

Es la historia del completamiento del despojo a los puertorriqueños bajo el pretexto de la defensa de la democracia en la Segunda Guerra Mundial. La de la usurpación militarizada de la isla de Vieques. La de la proliferación de bases norteamericanas en todo el país. La de la imposición del servicio militar a los boricuas en 1940.

Aherrojado el pueblo de Hostos y Betances con más cadenas, el 15 de diciembre de 1947 regresa Albizu Campos excarcelado a Puerto Rico. Se le oirá decir: “La ley del amor y del sacrificio no admite de ausencias. Yo nunca he estado ausente de la patria”.

Su voz anatematizante deviene insoportable para el opresor. La poderosa superpotencia autoproclamada campeona mundial de los derechos humanos cercena en Puerto Rico hasta el simple derecho a la denominada libertad de palabra: 21 de marzo de 1948, una ley mordaza impide toda crítica al régimen colonial y prohíbe cualquier propaganda en favor de la independencia.

En 1949 se impone al títere colaboracionista Muñoz Marín como gobernador del país, y el 3 de julio de 1950 se da nuevo ropaje a la vieja ignominia colonial, el Estado Libre Asociado.

Grandes manifestaciones estudiantiles. Varios brotes de rebeldía armada. Primero de noviembre de 1950, Griselio Torresola y Oscar Collazo atacan la Casa Blanca en Washington. Centenares de patriotas son detenidos. Las fuerzas represivas cercan y atacan con fuego de ametralladoras la casa de Albizu Campos, y tras varias horas de asedio desigual lo apresan.

Otra vez la prisión. De nuevo el destierro. Ahora la condena fija una cifra increíble: 90 años. Tenía 58 de edad, para cumplir la pena que se le ha impuesto hubiera tenido que llegar a los 148 años.

Un cristo clavado en la cruz

El segundo aniversario del asalto al cuartel Moncada fue conmemorado en Ciudad México el martes 26 de julio de 1955, casi cinco años después del último encarcelamiento a Pedro Albizu Campos. Por la mañana Fidel, recién salido en Cuba dos meses antes del Reclusorio Nacional para Hombres de Nueva Gerona, depositó una ofrenda floral en el Monumento a los Niños Héroes de Chapultepec. Y por la noche habla en el Ateneo Español en un acto patrocinado por los exiliados latinoamericanos. Sobre esta segunda actividad relató lo siguiente en carta del 28 de julio de 1955:

Tiene mucho de alentador el hecho de que el acto fue organizado por iniciativa espontánea de jóvenes americanos de distintos países que hoy se encuentran sufriendo los rigores del despotismo. Tienen todos el 26 de julio como una fecha suya. Sentada junto a nosotros en la presidencia del acto estaba doña Laura Meneses, la esposa de Albizu Campos el líder nacionalista puertorriqueño, ese modelo incomparable de abnegación y sacrificio a quien alguien llamó apóstol de América y yo lo comparé a un cristo que lleva 38 años clavado en la Cruz.

Nueve años más tarde, Albizu, físicamente depauperado, enfermo, ciego, sin habla, moribundo, sería indultado por el clamor mundial que reclamaba su liberación ante la inminente muerte en prisión del gran líder independentista. Discurría el año 1964, quinto aniversario del triunfo de la Revolución cubana.

En efecto, un lustro antes, el primero de enero de 1959, se había gestado una nueva revolución en América. Cuba, hermana histórica de Puerto Rico, con Puerto Rico abrazada en la sangre común desde 1868 y en el mandato independizador del partido martiano, había logrado su liberación definitiva.

Un lustro después, la Revolución de Enero, en la voz de Ernesto Che Guevara, tenía tribuna en la Organización de las Naciones Unidas, para rendir tributo al gigante todavía prisionero en Atlanta:

Albizu Campos es un símbolo de la América irredenta, pero indómita. Años y años de prisiones, presiones casi insoportables en la cárcel, torturas mentales, la soledad, el aislamiento total de su pueblo y de su familia, la insolencia del conquistador y de sus lacayos en la tierra que lo vio nacer: nada doblegó su voluntad. La delegación de Cuba rinde homenaje de admiración y gratitud a un patriota que dignifica a nuestra América.

Indultado dos meses después, el 15 de noviembre de 1964, solo le restaban cinco meses de existencia al rebelde insumiso.

Pedro Albizu Campos fallecía el 21 de abril de 1965. Abrazado a su bandera. Él mismo transformado en bandera. Bandera que ondeará libre en la América nuestra, allá, en la deslumbrante cumbre de sus sueños precursores.


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