Sean estas mis últimas palabras: “Confío en tu amor”.
Rabindranath Tagore.
Hola. Ya sé que una carta es algo muy personal, y como no nos conocemos lo mejor es que me presente y le explique que a mí me gustan los cuentos infantiles, y las películas de muñes y comenzar a escribir, algunas veces, sobre todo cuando estoy nostalgiando, diciendo así: había una vez… Es como una coartada que tengo para defender ese pedacito de niñez que quiero llevar adentro para no perder la magia de soñar. Tal vez usted recuerde a La Cenicienta: soñar es desear la dicha. Así que hoy voy a hacerle un cuento; un cuento de esos que comienzan diciendo: Pues señor, había una vez… un paisaje perdido; una elevación geográfica contemplando el mar de la costa norte en el occidente cubano; un sitio sin comunicación exterior, sin vías de acceso; reino del marabú, donde los campesinos de los contornos levantaban algunos hornos de carbón: solamente un paisaje perdido, marcado por las piedras.
También, había una vez, un niño de cinco años y ojos azules, llamado Mariano, que andaba acompañado de su padre por esos lugares olvidados para ayudarlo en la tarea de fabricar carbón.
Se había cortado mucha caña, tanta que ya Mariano andaba por cumplir 90 años, cuando hubo una vez una soñadora muy menudita —por expresarlo de una forma elegante— con una curiosidad indomable y una melena más indomable que la curiosidad, que tuvo el privilegio de sentarse a la sombra de un pino, más joven que su amigo Mariano, y al ritmo cansado y nostálgico de su voz sentir retroceder el tiempo y, a través de sus ojitos azules, ver nacer un Central.
Y con la mirada de soñar advertir a lo lejos un trazado de carretera hacia un lejano pueblito que no conocía y compartir el sueño del niño campesino: un día poder llegar hasta allá y saber qué era eso de ferrocarril: y, llegar más lejos aún, llegar al mar, ese mar de los puertos…
Y de pronto, un día perdido en los recuerdos, ver como llegaban por allá unos hombres muy grandes y hablando raro, y como comenzó a cambiar el paisaje. Pudo oír unos ruidos nuevos, alarmantes, que llenaron el aire y que fueran asombro de los campesinos de la región.
Ya sé —y la soñadora de mi cuento, también lo sabe— que al principio nadie se preocupa por eso de recordar los hechos, y también sabemos —la soñadora y yo— que luego ocurre que la bruma del tiempo envuelve los hechos en sus brazos y entonces sí que no hay Dios que sepa lo que pasó ni como pasó. Sin embargo, porque afortunadamente hay quienes saben por qué trillos coger para atajar el olvido sin que los recuerdos se enreden en la mente, hubo alguien que soñó, y aún sueña, este cuento que le cuento para embromar al tiempo, porque el tiempo, sí, pone bonito lo que quizás no lo fue tanto, pero también te hace cada trastada y se empeña en poner muy feo lo que quizás no lo fue tanto.
Por eso hay que recordar y contar, por eso escribo esta carta y usted la lee: precisa ser salvada esa habilidad exclusivamente humana que la modernidad arrincona sin piedad entre equipos electrónicos y justificaciones por lo agitada que está la vida. Recordar es un placer dulce: recordar es poner en la contemporaneidad el traspaso mutuo de las filosofías de antaño, y contar es ayudar a soñar, y soñar es desear.
Y dice el cuentisueño que un día de un año muy lejano en el tiempo, comenzaron a removerse las piedras en el paisaje perdido, sin vías de acceso, donde se ha decidido construir un Central. Y como para construir lo principal es asegurar el abastecimiento, hubo una vez muchos hombres que desbrozaron montes y apilaron piedras para poder construir la vía férrea, que llegaría hasta aquel lejano pueblito, y después más lejos aún, llegaría al mar, al mar de los puertos para poder llegar más lejos aún. Mientras tanto las barrenadoras y los explosivos buscaron el firme de las rocas para fundir cimientos y sembrar vigas de acero para que floreciera una estructura sólida, capaz de sostener todo el equipamiento tecnológico azucarero.
Y sigue el sueño contando que mientras las piedras se removían para construir la vía férrea y volaban en pedazos para encontrar roca firme donde sentar cimientos industriales, se reagrupaban para levantar un pueblo: así entonces, una vez, allá lejos y hace tiempo, nació un poblado que parece dormir: el poblado que, para los trabajadores del Central en construcción, levantaba Milton Hershey transculturando las creaciones de la ciudad que lleva su nombre en Pennsylvania: estaba decidido a repetir en Cuba la experiencia de pueblo modelo que tanto había estudiado en el mundo y que con tanto éxito estaba desarrollando en su tierra natal.
Y si de una vez, con un único impulso, removiendo las piedras, se construyeron ferrocarril, ingenio y poblado, así también, piedra a piedra, comienza a conformarse un conglomerado humano: los pobladores de la nueva comunidad, los trabajadores del central que modificaba el paisaje.
De todas partes llegaron… Llegaron de aquel país y de muchos otros. Llegaron con el equipaje lleno de ilusiones y la camiseta de soñar. Cargaron con sus costumbres y tradiciones, y entre piedra y piedra, levantaron sus esperanzas y sus familias. Y entonces, una vez, allá lejos y hace tiempo, nacieron esas personas que el amor y el trabajo enraizaron para siempre, esas gentes que nacieron sin gentilicio, y por eso todos los conocen como la gente de Hershey. Y cuenta el sueño, o sueña el cuento, que para todos ellos ese lugar está en el corazón. Por eso había una vez, y hay y habrá todas las veces, de todos los tiempos, una oculta nostalgia que cuando están lejos los obliga a la añoranza.
Y entonces hubo una vez un día de un año en que resonaron por primera vez las sirenas del Central, llamando al trabajo a unos mil hombres que se estrenaban en el oficio de azucareros, entrando de lleno en esa rama productiva que es raíz de la cultura nacional, y poder decir que había comenzado la primera zafra dando inicio a una tradición que perdurará aunque ya no resuenen las sirenas. Y fue un Central que produjo azúcar crudo hasta un año, ya hace mucho tiempo, en que se convirtió en una refinería con una silueta inconfundible. Y así fue hasta que —una vez, no hace tanto tiempo— ya no fue más. Por eso hoy la nostalgia y la añoranza los asaltan en patios y portales ante la ausencia del hollín que antes los molestaba, del bagacillo en otro tiempo persistente, del ruido bronco de la industria convertido en silencio increíble, prendido en el recuerdo con el olor del humo de las chimeneas.
¿Sentimiento de pertenencia? No sé, tal vez será eso de llevar la cosa del pueblo por dentro… Será eso de amar el aroma detenido en el tiempo que es la identidad del barrio, que no puede desencantar como cuando de repente deja uno de estar enamorado: si eso ocurre se pierde la identidad, y eso es un crimen.
¡Y qué crimen sería, qué crimen! Es que Hershey tiene como expresión esencial los muchos valores del patrimonio industrial, fundamentalmente cierta inconfundible edificación que se conoce como casa de carbón y las catenarias del tren eléctrico que han servido de pivote en la articulación con el medio, como paisaje cultural por excelencia, y con la identidad, como símbolos bajo los cuales nacieron y se desarrollaron tantas generaciones; hasta diría que son, de una vez, en original simbiosis, patrimonio tangible e intangible de la comunidad que hicieron crecer, influyendo decididamente en su aliento.
Cuando hablo de Hershey, hablo de un lugar de características muy particulares y muy diferenciado de la mayoría de los asientos poblacionales de la época; un lugar que al igual que su homólogo continental, aunque en menor escala, además de la industria, constaba de ferrocarril eléctrico propio, jardines de recreo y una comunidad con facilidades de salud y educación. Un lugar que alcanzó un amplio desarrollo deportivo y cultural: equipos ganadores de copas y trofeos en pelota, fútbol, baloncesto, tenis… grupos de teatro, agrupaciones musicales, comparsas, verbenas.
Estas particularidades que marcaron el lugar pueden parecer extrañas para un batey azucarero; pero, ya le decía que se trataba de una concepción general de funcionamiento diferente: hablamos de un pueblo modelo.
Ya he mencionado en varias ocasiones ese concepto de pueblo modelo así que ha llegado el momento en que lo explique: los pueblos así clasificados, poquísimos en realidad, eran poblados industriales a los cuales los propietarios de las industrias decidieron mejorar las condiciones de vida, incluyendo urbanización, facilidades comunitarias y educacionales. Es decir, una comunidad que satisfaga las necesidades materiales y espirituales de sus habitantes.
¿Le dije que era el último y el único? Pues sí, es el último pueblo modelo construido en el mundo, y el único construido en Cuba. Esta particularidad enriquece el patrimonio nacional en tanto constituye un valor cultural casi de excepción para Cuba y el mundo. Lo anoto con modestia y con tristeza: aquel desarrollo se detuvo a partir de los primeros años de la década del 60 del siglo pasado. Comienza, entonces, un proceso de involución determinado por un conjunto de condiciones, las que fueran. ¿Y después? Después la desactivación, casi el olvido.
Es que puede que sea, para algunos, un sitio cualquiera, puede ser que ignoren los valores que atesora, que desconozcan cuanto significa para la cultura, que pretendan olvidar que es el último y el único. Y que hoy, a pesar de los sueños y los cuentos, se borra en el mapa mental de algunos que no deben ignorar, ni desconocer, ni pretender olvidar... Un lugar que está convirtiéndose en un deslugar.
Pero, así es el cuento que ya se acaba aunque sobrevive en aquella soñadora, que continúa elegantemente menuda, con una melena tan indomable como su curiosidad, y defendiendo su extraña relación sentimental con ese lugar, ese que nació en un paisaje perdido, en una elevación geográfica que contempla el mar de la costa norte en el occidente cubano.
Quizás porque ella es una más entre esa gente, esa gente que plantó sus sueños en una tierra azucarera y, piedra sobre piedra, de una vez y con un mismo impulso, construyó un central, y un ferrocarril eléctrico, y un parque natural, y fundó un pueblo; porque es una más entre la gente de Hershey.
La gente de Hershey que sabe más que nadie en el mundo que las determinaciones han de ser prontas, porque conservar esta joya nuestra, única por demás, vulnerable en el tiempo y por los hombres, es, además de otorgarle su merecido valor estético y documental, transmitir al mañana la fuerza de la creación humana, el resultado de la integración de diversas expresiones encaminadas a un fin común.
La gente de Hershey sabe que este conjunto es representativo de la cultura y evolución de nuestro país, en el que nos vemos reflejados todos, y por lo tanto es parte de nuestra identidad, testimonio del significado cultural de la época en que se hizo, del binomio hombre-cultura.
La gente de Hershey sabe que debe ser rescatado porque lo nuevo debe ser construido sobre el cimiento de la continuidad cultural para que el hombre pueda así afirmar su extraordinaria renovación creadora.
La gente de Hershey sabe que por encima de todas las incidencias debemos conservar este legado como un sentimiento de la historia, de la vida, de la cual somos responsables ante las generaciones que vendrán a relevarnos.
Y sabe, además, que por encima de todo el papel fundamental lo desempeñará el hombre, que debe conocer con más intensidad el valor de su herencia, y rescatar su razón, su esencia, calar a fondo en la tradición popular que ha alimentado este bien de todos.
Y sabe, asegura y sueña, que siempre, como en los buenos cuentos que comienzan con Había una vez… vencerán la comunidad, el hombre que la habita y la Nación.
Y, de pronto, comienza a nacer la esperanza, entre el olvido, los sueños y los cuentos: vencerá la comunidad, se desarrollará la cooperación cultural, se aprobarán proyectos de trabajo conjunto. Y un día ese pequeño, y grande, pueblo será sede del Primer Encuentro Internacional dedicado a la cultura de los poblados industriales, y el mundo entero lo reconocerá como lo que es: el último y el único.
Nace la esperanza porque la gente de Hershey cuando les dicen que un hombre vuela, no se ponen a razonar en que los hombres no vuelan: miran al cielo por si acaso.
Yo también miro —soy adoptada, la gente de Hershey me adoptó—, miro y busco a quien contarle… a quien abrirle las puertas y tenderle la mano para que continuemos juntos el viaje porque la realidad no espera, las viviendas se destruyen, la casa de carbón está al desaparecer, los archivos se han perdido, y esa comunidad sin gentilicio reconocido necesita respuestas… y que florezca la esperanza, que recién nace.
Y nace temerosa, asustadiza, casi que ni puede creer que va naciendo. Pero, ahí está, iluminando el sueñicuento: porque aunque existan personas que pretendan olvidar, ignorar y desconocer, hay otras que sí saben, que sí conocen y reconocen, que aprecian el valor de la herencia y la historia.
Por eso, abrazada al aforismo de Tagore, le regalo este cuento, o cuentisueño, o sueñicuento: esta historia loca de esperanzas, que una vez y hace tiempo una soñadora me contó… Una historia que voy repitiendo con la esperanza loca de que alguien lea esta carta, porque esto es solo eso: una carta para usted.
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