¡Un fuerte abrazo, amigo!


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La noticia del fallecimiento de Noel Guzmán Bofill Rojas, por Covid, golpeó sensiblemente a muchas personas. He dejado transcurrir unos días para poder escribir estas líneas dedicadas a la memoria del artista y amigo. Ya vamos para año y medio en que nos estremecen los decesos frecuentes de gente querida y amigos, en particular en el campo cultural, es sencillamente doloroso.

Conocí a Bofill, como se le conocía por la mayoría, hace dos décadas, a raíz de comenzar a trabajar quien esto escribe en el Consejo Nacional de las Artes Plásticas. Fue en una inauguración, una de tantas que entonces se realizaban, pues fue aquel un buen momento para el arte cubano, una suerte de estado de gracia, un boom que benefició a muchos creadores. Bofill llegó y se autopresentó sin preámbulo alguno. Ante mí estaba parado un hombre de una personalidad a todas luces singular, de pelo ensortijado y rojizo, al modo de los ochenta del pasado siglo y con una indumentaria inclasificable, también correspondiente a modas vencidas por el tiempo. Comenzó a hablar de manera tropelosa, en ráfagas, salpicando el torrente verbal con comentarios originales y cierta incoherencia en el discurso. Una vez descargado lo que me quiso decir, ya éramos algo así como conocidos de siempre o viejos amigos del barrio, tal era el tipo de relación interpersonal que Bofill creaba con su manera muy peculiar de comunicarse. Y fuimos amigos, de verdad.

Después me lo encontraba en cualquier lugar, pues a pesar de pasar la mayor parte de su vida en Santo Domingo, provincia de Villa Clara, (salvo un período corto de años que vivió en Argentina), viajaba con mucha frecuencia a La Habana donde desarrollaba una frenética vida social. Bofill fue un generador de anécdotas de la talla de un Samuel Feijóo, y cuidado, pues creo que fue insuperable en ese terreno, quizá más desenfadado aún que el gran estudioso de nuestra mitología. 

Efusivo en el primer saludo y amistoso siempre, con la broma a punta de labios, a veces trasladando una queja de algo que consideraba mal hecho o, en su defecto, alabando lo que le parecía ponderable y positivo, el buen amigo se hacía notar. Y siempre indagando por el estado de su interlocutor y de su familia, la decencia al viejo estilo.

En una ocasión, al inicio de conocernos, me invitó a una muestra personal en el local que entonces ocupaba la Casa del Tango (ahora sede de la Unión Latina), en el Callejón de Jústiz, en La Habana Vieja, sitio preferido por Bofill dada la movida de artes visuales que caracterizó en el primer lustro del presente siglo y milenio al popularmente llamado Casco Histórico. Le dije que asistiría y al entrar en dicho espacio me topé con unas mínimas telitas colgadas de unas tendederas. Esa era la exposición. El climax fue cuando me pidió la inaugurara, lo que me obligó a improvisar, apenas echándole un vistazo a la “muestra”. Su abierta y pintoresca personalidad favorecieron la espontaneidad y de esa manera, afortunadamente, brotaron mis palabras, lo que solucionó la embarazosa situación. Creo que tal entuerto le satisfizo mucho y nos relacionamos aún más. De cualquier manera, en aquellos cuadros “montados” al aire, estaba un segmento representativo de su universo campestre, las escenas fragmentadas de su tierra, el erotismo de lo bucólico, la hiperbolización de los seres protagónicos de su imaginario singular, toda una mirada personalísima y surrealizante a la zona rural central del país donde creció y se hizo artista.

Bofill llenaría fácilmente un libro de anécdotas o varios; yo guardo algunas que son antológicas, pero hay una que circuló mucho cuando él la protagonizó, en Santa Clara, en ocasión de celebrársele un homenaje a la poetisa Carilda Oliver, a quien se dedicó la Feria del Libro de ese año. Se le había organizado a Carilda, por la dirección provincial de Cultura, un acto central en el Teatro La Caridad y habían sentado a la poetisa en una suerte de silla grande o poltrona en el centro del escenario; de pronto, apareciendo de la nada, saltó al proscenio Bofill, llevando en una mano una pucha de flores silvestres y parándose frente a Carilda, le dijo con voz estentórea: “Carilda, te saludo en nombre de Dios y del Comité Central del Partido”. Lo inesperado de la acción hizo que el público gozara con la misma intensidad con que temblaron de inquietud los organizadores del acto. Todo quedó ahí. Así era Bofill.

Cuando al cabo de siete años abandoné  el Consejo de las Artes Plásticas y pasé al Instituto Juan Marinello a proseguir mi trabajo de investigador, lo perdí un tanto de vista, pero a finales de 2015 me llamó por teléfono para solicitarme un prólogo a un libro de poesía que había escrito, se trataba de unas glosas suyas a poemas del bardo venezolano Andrés Eloy Blanco. Acepté y un amigo me envió el texto mediante correo electrónico, así como las reproducciones de pinturas de Bofill que ilustrarían el libro, una edición limitada a un puñado de ejemplares (editorial La piedra lunar, Colección Kokorioko, Santa Clara, 2016). El mismo título del libro, Glosas del amor viajero, era una leve modificación de Coplas del amor viajero, de 1934, uno de los grandes poemarios del bardo nacido en Cumaná, Venezuela, un autor idealista, ingenioso y sensible al habla popular de sus coterráneos. Bofill se las arregló para mantener similares coordenadas en sus glosas. 

Escribí en mi prólogo: “Si Eloy Andrés Blanco representó la venezonalidad con creces, su expresión genuina, como dijo en su momento Juan Liscano, otro gran poeta del continente, Bofill nos ofrece la tentativa de acomodar lo cubano en su poemario. Y lo logra. En ese diálogo en la distancia entre ambos surge la esencia de este libro”. En otra parte de mi texto expuse: “Ternura, admiración por el amor a la mujer, sentido de lo familiar, turbación ante la vida, desilusión, desengaños amorosos, canto al tiempo y al dolor, todo eso y más contiene el discurso poético del libro. Hay que conocer a ese ser desgarbado y sincero que es Noel Guzmán Bofill para entender estos versos. Es él, en cuerpo y alma, entero, sin disfraces, sin mediaciones de ninguna clase”. Podría decir lo mismo sobre su pintura.

Cuando Bofill me llamó para solicitar mi texto me explicó el método lírico que había seguido para escribir sus glosas, recuerdo bien lo que me dijo: “Yo tomo cuatro versos y a partir de ellos hago cuatro décimas como pie forzado, hasta lograr cuarenta décimas, que llamo glosas, aunque más bien debería decir desglosando”. Era otra desmesura del inefable Bofill, pero hizo la edición limitada en 2016 (y me obsequió un ejemplar, nada más y nada menos que, ¡oh sorpresa!, me lo hizo llegar a través del chofer del ministro de la Agricultura). Fue su tercer y último poemario publicado.

Extrañaremos al buen amigo, yo en particular, su parloteo agradable y arrítmico, sus ocurrencias, su buena onda permanente, su dulce locura, su nobleza. El arte cubano pierde a uno de sus pintores ingenuos más originales, ese que era capaz de pintar con la celeridad enemiga de la calidad, pero, también,con la concentración y el talento que le permitió gestar una obra atesorada en las colecciones del Museo Nacional de Bellas Artes, el olimpo del arte insular, meta que se propone cualquier artista cubano antes de soñar con pertenecer a otros tesauros en otras latitudes.

Bofill regalaba con espléndida generosidad sus obras, haciendo saber al receptor que esa pieza (fuese del tamaño que fuese) era muy importante porque la había pintado después que a él le había sucedido… cualquier acontecimiento, el más inimaginable. Ese era nuestro querido Bofill, genio y figura hasta el final.

¡Un fuerte abrazo, amigo!

 


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