Aquello tuvo una génesis originalísima: a Cienfuegos lo mandaron a fundar.
Dígase que a menudo no fue así. Ocurría frecuentemente que alguien plantaba su vivienda en un paraje, al cabo del tiempo tenía un vecino, y otro, y otro… hasta que, al fin, he ahí un nuevo poblado.
Esto fue precisamente lo que sucedió, por ejemplo, con San Cristóbal de La Habana, a la cual ingenuos historiadores le asignan una solemne fecha de fundación, con misa, cabildo y demás aparataje.
La verdad histórica está probada: lo que hicieron consistió en trasladarse, gradualmente, de otros anteriores asentamientos, familia a familia, hacia el puerto de Carenas.
Ah, pero el caso de Cienfuegos fue diferente. Mandaron a fundar a la villa sureña.
Desde los albores de la Conquista, concitó el interés de los españoles aquel paraje de maravilla, cuya excelente bahía los aborígenes llamaban Jagua. La zona supo de la presencia lo mismo del Adelantado Diego Velázquez que del Padre Bartolomé de las Casas.
Por su parte, piratas y corsarios —quienes también tenían ojos en la cara, como para ver las virtudes de esa comarca— no tardaron en apreciar lo resguardado de aquel punto costero, y lo convirtieron en su seguro lugar de cita. Allí hacían aguada desde Jacques de Sores hasta Francis Drake.
Opacados en los inaugurales días de la Colonia por la cercanía de la villa de la Santísima Trinidad, aquellos parajes tuvieron una enclenque vida económica, basada en la explotación maderera, la del café, la del tabaco.
El desgano burocrático colonial frustró algunos empeños en cuanto a establecimientos urbanos.
A mediados de los 1700, construida por el ingeniero militar José Tantete, se concluye la fortaleza de Nuestra Señora de los Ángeles de Jagua.
Bajo el mandato del Capital General José Cienfuegos, Don Luis Juan Lorenzo de Clouet —teniente coronel al servicio de España, nacido en Burdeos, Francia — presenta un proyecto para colonizar la zona de la bahía de Jagua. En 1819 allí se establece, en compañía de 46 de sus coterráneos.
Y hoy, en pleno siglo XXI, hacia aquel territorio enrumbamos, en pos de una anécdota que nos llega de los días en que Fernandina de Jagua —hoy Cienfuegos— era aún niña.
Una bestia feroz
Cuentan que en los primeros años de Fernandina de Jagua, o sea, de 1819 hasta bien entrados los 30 de esa década, los vecinos que vivían en el área sureste, o sea, el espacio hoy limitado por las calles San Carlos y Vives, fueron víctimas de una presencia terrorífica.
Decía la leyenda que habitaba la zona un descomunal caimán, cuya madriguera se hallaba en un arroyo que hoy ocupa la calle Dorticós.
Las fechorías del enorme saurio no cesaban. Hoy era la desaparición de un grupo de ovejas, mañana la de una vaca, después de un cerdo o un caballo.
Hasta que llegó la ocasión en que Monsieur Antoin, galo de pelo en pecho, quien no creía en caimanes ni en la paz de los sepulcros ni en la madre de los tomates, se le llenó la cachimba de tierra.
Echó mano de su vieja escopeta de chispa y se convirtió en el líder natural de la partida de cienfuegueros que sacrificaban el sueño para ir en busca del depredador animal. Al fin, una noche, sus desvelos fueron culminados por el éxito.
Por la manigua se escuchó el sonido de unos pasos torpes y de ramas que se quebraban. A la mayoría de sus seguidores se les erizó hasta lo más íntimo de su anatomía, al verse enfrentados con el voraz saurio.
No así el valiente capitán de la partida, quien levantó el arma, la amartilló y se dispuso a tomar puntería sin que el pulso le temblase.
Vino entonces lo increíble. Sí, porque —¡oh, maravilla!— se comprobó que aquel caimán hablaba. Cuando se vio encañonado por el francés, dijo con muy clara voz: “¡Monsieur Antoin, no tires, que soy tu amigo!”.
Y el atemorizado ladrón se quitó la piel de caimán que lo cubría, para que Monsieur Antoin pudiese identificarlo.
Desde el episodio del fingido caimán, los cienfuegueros acuñaron una nueva frase.
Es bien sabido que cuando alguien pretende pasarse por lo que no es, suelen decirle: “Engáñame bien, chaleco, que te conocí sin mangas”.
Ah, pero los hijos de Fernandina de Jagua, los cienfuegueros inaugurales, ante tal situación se reían, mientras murmuraban: “¡Bien te conozco caimán!”, como dijo Monsieur Antoin aquella memorable noche.
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