El año escénico dio comienzo con el estreno de Odi por el Espacio Teatral Aldaba que dirige Irene Borges; en este caso, un estreno del director Eddy Socorro con el actor Asdrúbal Ortiz a partir de la versión dramática, realizada por el propio Socorro, del texto El gran cuento del mundo del escritor italiano Bruno Storni.
Odi resulta un recuento de algunos de los pasajes más interesantes de La Odisea, a partir de la versión que narra Rico, un joven de unos veintitantos años con la mentalidad de un niño de siete u ocho. Así asistimos, desde su muy personal evocación, a las secuencias épicas relacionadas con el gigante Polifemo, las sirenas, la maga Circe, entre otras, y, finalmente, el regreso de Odiseo a casa que se yuxtapone, en cierta medida, con el regreso del propio Rico tras su peculiar travesía en pos de los canarios que le tenía reservados su amiga Pinela.
Lo más interesante de la propuesta, además de brindar un modo sui géneris y muy tentador para contar los avatares de La Odisea, es que se trata de un programa unipersonal de casi una hora de duración, que se desarrolla con mínimos recursos y pone de relieve —una vez más— la maravillosa sinergia que se produce entre público e intérprete en el transcurso de todo buen espectáculo. En este caso, Asdrúbal Ortiz debe representar sobre el escenario a unos 26 personajes y lo logra a partir de su excelente preparación física, su sensibilidad, carisma y aparato vocal bien dotado que le permite pasar sin esfuerzo de uno a otro registro, lo cual inserta esta puesta en escena en esa zona infrecuente en la cartelera cotidiana del descubrimiento y disfrute por la audiencia del virtuosismo del intérprete.
Llamo la atención sobre el particular porque en el presente asistimos a dos procesos que parecieran antagónicos; por un lado, se ha vuelto común la deificación de algunos intérpretes, en una lista que no admite cambios; mientras, por el otro, existe un índice significativo de intrusismo profesional a la vez que aumenta la presencia de llamados profesionales que, sin embargo, no exhiben la preparación adecuada y esperada en tales casos.
Encontrar, entonces, una labor escénica que se realiza sin espectacularidad ni alarde, solamente poniendo en función los legítimos recursos del actor en el teatro, y que gana poco a poco al espectador en su desarrollo es algo encomiable que regocija el alma y reafirma esa cualidad especialísima del intérprete teatral o danzario que es la presencia; energía sutil, pero indiscutible que distingue a estos artistas.
Tuve la oportunidad de ver dos funciones maravillosas. La primera celebraba el regreso al trabajo teatral del director escénico Eddy Socorro, personalidad estimada y querida entre nosotros, y el primer oficiante de un espectáculo de tal calidad. Esa mañana de domingo se reunió la mayor parte del gremio del teatro para niños en la capital para festejar tal suceso y resultó una cita muy especial —como sucede cada vez que los profesionales de esta especialidad se encuentran— en que el cariño, la complicidad y la alegría se manifiestan. La segunda representación resultó el primer encuentro del espectáculo con su público natural, los niños a partir del tercer y cuarto grados de escolaridad, en este caso se trataba de niños de quinto grado, sobre los diez años de edad, quienes realizaron el doble viaje junto a Rico sin perder gesto, silencio, mirada ni palabra y con los cuales el espectáculo dialogó de modo intenso.
De regreso ahora del festival El Mejunje Teatral, que tiene lugar en Santa Clara, me comentan los colegas acerca de la buena acogida que recibió la puesta, mientras se preparan para iniciar temporada en su sede natural, el teatro del Museo de Arte Colonial, en los predios de la mítica Plaza de la Catedral, durante los fines de semana de febrero, de viernes a domingo.
El año teatral levanta bien en alto sus velas para aprovechar los vientos favorables que ya soplan en nuestros escenarios. La escena que se dedica con pasión y responsabilidad a las nuevas generaciones se encuentra a la vanguardia.
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