Y tú… piensas ya en el amor…


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Si había una frase que mataba la inocencia en mi infancia, allá por los hoy lejanos años setenta era aquella de “¿… y tú ya tienes novia…?”. No olvido que con apenas seis años de edad escuchaba a los amigos de mis primos utilizar frases como “la jevita o el pollo” cuando se referían a sus novias. O en el caso de mis primas, que comentaban a media voz aquello de “…fulano le talló a María y ella le dijo que no…”; o aquello que se arrastró desde los tiempos de mis mayores de  dar una prueba de amor; y esa prueba no era otra cosa que intercambiar un beso en la boca.

Eran tiempos en que las niñas y adolescentes comenzaban a hacerse de una libreta de carácter secreto en la que escribían versos a un amante imaginario. Esas libretas, en las que se trazaban márgenes de colores y que simulaban distintas figuras geométricas entremezcladas, eran verdaderos reservorios de amores imposibles y albaceas de secretos y deseos inmorales –así se consideraba en aquellos tiempos—de ardorosas noches de pensar en aquel cuya belleza y gracia se idealizaba.

También atesoraban aquellas cartas de amor, muchas veces tratados de superlativa cursilería barata, que eran escritas por cierto personaje anónimo al que muchas de ellas descubrían tras una profunda labor detectivesca, que no pasaba de la simple observación y comparación de letras entre sus compañeros varones.

Tener novia, o novio, era todo un privilegio que siempre comenzaba con un rito casi milenario que consistía en anunciar aquello de “…me gustaría tener una conversación contigo cuando terminen las clases…”; lo que era opuestamente proporcional a “…nos vemos a las cuatro y media en el parque…”. Esos dos acontecimientos, amor y necesidad de reafirmar la hombría, despertaban el interés de todos los conocidos de las partes.

Y como  ocurría en el parque frente a la escuela, todos estaban pendientes del resultado de cualquiera de estos dos acontecimientos a la espera de su posible desenlace.

Del parque se regresaba victorioso o derrotado. Si se era derrotado se imponía el derecho a reclamar una “reparación del honor”; lo que podía desatar una espiral o de violencia o de citas. La derrota, la negativa no era una opción aceptable. No se olvide,  eran los tiempos en que a los varones nos criaban como el equipo alfa de la vida y de las relaciones personales.

Eso de tener novia, o novio, tenía sus complejidades, prohibiciones, delirio de posesión y ayudaba a desarrollar una cultura del clandestinaje amoroso.

Lo primero que había que aprender era que los padres de ella no podían saber de la existencia de tal relación; entonces entraban a jugar su papel las amiguitas cercanas en papel de  Celestinas tropicales o mensajeras. Ellas eran las que conseguían el permiso para ir a Coppelia “un grupo de amiguitas” o prestaban su casa para los encuentros románticos que casi siempre eran en las escaleras.

Estaba también, del lado del novio, el socio que servía de pala y  era conocido de los padres por X razón y en quien confiaban. Este era el encargado de acompañarla a cierto mandado en la esquina, que no era otra cosa que propiciar un encuentro amoroso. Y algo fundamental. Se debía evitar desatar la furia del hermano mayor, en caso de que lo hubiera.

Algo infaltable era el constante intercambio de notas escritas, que iban desde una simple oración hasta largas cartas de amor salpicadas de frases copiadas de cualquier libro. Esas notas siempre debían ser entregadas por la mejor amiga, siempre  dispuesta a funcionar como una segura vía de comunicación.

Lo cierto es que menos los padres de los involucrados toda la escuela, todo el barrio y la ciudad en general sabía de la existencia de una nueva pareja y eso funcionaba hasta que una indiscreción rompía el encanto del clandestinaje amoroso y la implicada enfrentaba las consecuencias que iban desde un castigo o la prohibición de ver “al culicagado ese que todavía no orina dulce” o la invitación a conversar con el padre de la muchacha, llamado por muchos el doliente.

El doliente, derrochando toda la prepotencia que el asunto implicada, o bien se apostaba en una esquina a la espera del “agresor a la moral familiar” o esperaba tranquilamente la llegada del mismo en la sala de su casa; eso sí siempre con cara de pocos amigos o de perro. Era importante impresionar, intimidar y poner los límites necesarios y normas de respeto a este asunto si se aceptaba.

Alguna vez estuvo usted en esta situación, que no era otra que “ir a pedir la mano de ella” a la familia. Mano que se había estrechado durante días o semanas en la escuela, en el Coppelia y que había trascendido a otros lugares de la geografía corporal en esas salidas al cine camufladas en un voy a casa de Teté a estudiar un rato; o hay una fiesta de la escuela.

El asunto de la petición de manos requería todo el acopio de valor que a los doce o trece años no se tiene, incluso a los quince. La tarea se podía enfrentar con dos estrategias; una era ir solo a enfrentarse al hombre y la otra era pedir ayuda a un familiar, preferiblemente a nuestro padre para que la cosa fuera de igual a igual. Aun así la pena y la vergüenza eran la compañía ideal en esta marcha hacia la hombría. Era la hora de la verdad.

No recuerdo un solo caso en que la petición de mano haya sido negada. A fin de cuentas, el ofendido alguna vez estuvo en esa situación. Eso sí el pliego de demandas, prohibiciones, exigencias y sus colaterales superaba cualquier códice legal existente.

Había un horario y días de visitas; las salidas se debían informar el día antes y nada de quedarse solos en la sala o pasar a los cuartos de la casa. Y mucho cuidado con meter la pata cualquiera de los dos porque en ese caso hay que casarse. Supe de noviazgos que terminaron horas y días después de la petición de mano.

Las cosas comenzaron a cambiar una vez que llegaron los años ochenta y se comenzó a hablar abiertamente de educación sexual. Aquello de la petición de mano fue cayendo en desuso y en su lugar se impuso una simple presentación formal. Poco a poco se permitió al novio o a la novia transgredir espacios domésticos hasta llegar a abolir aquello de que aquí se duerme una vez que se casan.

Las reglas morales cambiaron. Las cartas de amor y las notas se fueron volviendo obsoletas en la medida que la tecnología se desarrolló, tanto que hoy son cosas de la prehistoria. La era analógica es la prehistoria para el hombre y la mujer de hoy.

Pasamos del beso furtivo en la escalera de la escuela al abierto diálogo sobre sexo y las amigas no son hoy más Celestinas, los socios del barrio ya no sirven de pantalla para evitar que el hermano de ella se entere. El macho alfa que nos enseñaron a ser está condenado a desaparecer por decreto vital.

Personalmente de vez en vez, para no perder el toque “le vuelvo a tallar a mi esposa”, como aquella primera vez que nos vimos hace  veinticinco años cuando con un gesto discreto le pedí unos minutos para hablar con ella de un tema personal; ah y si hay tiempo le recito un poema.

Mis hijos son testigos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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