Yo me bañé en el malecón.


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Yo me bañé en el malecón.

Todos los medios se han hecho eco de la noticia: “…atrapan a un tiburón azul en el malecón habanero…”. Pero tal noticia no vino sola; la acompañaron criterios de expertos, juicios acerca de la presencia o no de tiburones en la zona del malecón y otros tantos puntos de vista que han llenado ríos de tinta y bits de modo descomunal. Solo ha habido un gran ausente en esta noticia del momento: Enrique Jorrín quien setenta años antes lo había vaticinado.

Para mi no es noticia. Yo, y muchos que compartieron la suerte y el placer de bañarse en el malecón antes de que fuera prohibido, tuvimos la suerte de ver y correr –literalmente—ante la presencia de un tiburón; o Tiburcio como le llamaban aquellos viejos pescadores que cada noche se reunían y lanzaban sus sedales a la espera de lograr capturar el pez de sus sueños. Solo Hemingway logro dar fe de ello por segunda mano.

Bañarse en el malecón, saltar desde su muro y conocer sus distintas pocetas fue una parte importante de la historia de mi infancia y primera adolescencia; una experiencia que compartí con muchos de mis amigos del barrio y otras personas que conocí en esos años.

Debo decir que mi experiencia no es única. Antes de mí hubo otros tantos niños, adolescentes y adultos que encontraron emocionante y vital para su subsistencia el bañarse “en el male”. Solo que en el caso de nuestra generación –los hoy cincuenta y sesentenarios —era puro placer por una parte o un desafío a nuestros padres por la otra.

Había varias zonas fundamentales en las que bañarse en el malecón era todo un reto. Estas se extendían desde el puente situado frente al club José Antonio Echeverría, o simplemente “el Teni”, hasta la calle Paseo. A lo largo de este tramo es donde están ubicadas las pocetas más famosas de la Habana. No lo digo yo. Hay reseñas de las mismas en diversas publicaciones cubanas de comienzos del siglo pasado. Está “la poceta de la virgen”, ubicada frente al centro deportivo Camilo Cienfuegos; junto a ella está “la poceta de la viuda”, que es la más profunda de todas –tiene unos tres metros en su centro—y en la abertura por donde penetra el agua hay una protuberancia en forma de silla. Ya más cerca del Hotel Riviera hay pocetas más pequeñas.

Sin embargo; el lugar más elegante para bañarse en este tramo es el conocido como “las escaleras”, situadas frente al espacio que hoy ocupa la Fuente de la juventud. Se trata de la única construcción hecha por el hombre. Son unos cuatro peldaños, tres de los cuales están dentro del agua y era la zona en la que convergían muchos de los pescadores submarinos que hube de conocer; pero también allí era posible ver a algunas mujeres que se aventuraban a ser parte de “los maleconeros” de aquel entonces. No voy a negar que para muchos habitantes de la zona bañarse en las escaleras era mejor que ir a la Playita de 16 o sufrir el agotador viaje a las playas del Este.

Bañarse en alguna de las pocetas antes mencionadas no implicaba mayor riesgo, incluso si no se sabía nadar; el mayor grado de dificultad estaba en subir y bajar del muro; aunque en la poceta de la viuda había rastros de una escalera hecha de metal que para los años setenta, finales, estaba derruida en parte. Había sido presa y víctima del óxido, el salitre y las inclemencias del tiempo.

Una segunda zona de baño iba desde la calle C hasta la calle G. esta era para personas que sabían nadar y disfrutaban del arte de hacer clavados. Allí había pura roca; diente de perro del más peligroso y estaba plagado de erizos que no perdonaban. Se comentaba que en el espacio de la calle C, que era una pequeña ensenada profunda, había morenas.

Pero mi lugar preferido para bañarme en el malecón era la calle G; saltar desde su muro era todo un desafío. La distancia desde el muro hasta el agua era aproximadamente de unos ocho metros y la posibilidad de chocar con las rocas era mínima. Además, era el lugar donde se organizaban los retos en materia de saltos. No olvido nunca a un muchacho de apellido Caboverde que era capaz de dar un doble salto mortal que muchos –entre ellos yo—envidiaban. Se rumoraba que Caboverde y alguno de sus amigos practicaban clavado en el Parque Martí eran alumnos del profesor Echenique que más de una vez apareció por allí a regañar a sus pupilos.

Bañarse en G tenía otra implicación que se sumaba a los retos: era el punto más lejos del veril, lugar donde cambia de color el agua a partir de su profundidad, y quien diera el mejor salto e hiciera el trayecto más rápido hasta ese límite recibía como premio la increíble suma de cinco pesos o se le debía pagar la merienda por una semana en la cafetería del Martí.

Frente al monumento al Maine había otra zona de baño conocida como “la mojonera”. Se decía que ahí desahogaban los desechos de parte de la ciudad. La mojonera estaba dividida en dos áreas fundamentales. Una justo al fondo del monumento al Maine que disponía de una pequeña ensenada en la que muchos pescadores submarinos lograban buena pesca de especies como el pez loro o el pez perro. El otro lugar privilegiado era justo donde comienza la calle 23, que se parecía mucho al existente en la calle G, solo que el grado de dificultad era mayor, pues se debía evitar un tramo de cerca de un metro de diente de perro si se decidía saltar del muro.

Pero el sitio en que uno se podía graduar de “maleconero profesional” era la explanada de la Punta, que también era el punto más concurrido de la ciudad. Había quienes se retaban a nadar hasta las boyas que anuncian el comienzo del canal de la bahía o que buceaban en ese lugar todo a golpe de pulmón.

No olvido, casi a fines de los años ochenta, alguien sugirió que era una buena opción en vacaciones bañarse en el malecón y en ese entonces a todo lo largo del muro fue muy normal ver concentraciones de gente que allí se reunía a pasar el rato. La idea vino a partir una propuesta que incluía colocar patanas y boyas para que los nadadores se reunieran y así mitigar el peligro. Pero  la idea no pasó del reino de las buenas intenciones y se convirtió en prohibición por causas de salud y  evitar el peligro para la vida.

Mi aventura como “ratón del malecón” tuvo un final triste por partida doble.

Cierta tarde, cuando me disponía a saltar del muro en la calle G, mi lugar preferido, sentí a mis espaldas una voz de mujer que decía con euforia “…salta y sale…” mientras decía mi nombre y maldecía. Era mi madre que pasaba en un carro por ahí en ese instante y se detuvo. Ella pensaba que yo estaba en casa de un amigo jugando cartas.

Lo siguiente fue, días después, que estando en el agua alguien gritó “tiburón” y no recuerdo como salí del agua, pero imagino que en aquel momento me acerqué al récord de los cien metros planos. Una vez en el muro, vi un par de aletas mientras intentaba controlar el temblor de mis piernas.

Falsa alarma. Sí había dos aletas dorsales merodeando en esa zona, pero eran de un par de toninas. Por si las moscas lo mejor era renunciar a tentar la suerte. Eso sí; no renuncié al malecón, solo que ahora disfrutaba sentarme en su muro y compartir tiempo con amigos o con la novia de turno. Todo ello preferiblemente en hora de la noche.

Pero esto que les cuento, y que pasó a muchos antes que a mí o muchos después, no trascendió más allá de ser una anécdota que se repetía entre nosotros. Sí vimos a algunos pescadores submarinos o de balsa llegar a la escalera arrastrando un “bicho” pequeño, de menos de un metro, al que llaman cazón, o algún pez algo mayor. En ese entonces los expertos no reparaban en las historias del malecón y sus bañistas o pescadores. Y las redes sociales brillaban por su ausencia, o al menos no imaginábamos que de llegar a existir, y nos volviéramos adictos a su capacidad para una simple historia de tiburones en el malecón fuera un suceso global.

No voy a negar que me sorprendió la noticia de un tiburón en el malecón. Ellos llevan años ahí, muchas veces ocultos o refugiados en las rocas que circundan el Morro. Me parece que al fin atraparon aquel tiburón que en los años cincuenta impresionó a Enrique Jorrín y le dio fuerzas para escribir su cha cha chá, uno de los más famosos y que cantara Farah María.

Solo falta que, superado el temor, podamos volver a bañarnos en el malecón. Disfrutaré la experiencia en familia y mis hijos podrán contarle a los suyos la experiencia.


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