María Teresa Linares nos acompañó como miembro del Consejo Asesor de Temas desde el principio. Cumplió el difícil rol de jueza de los manuscritos sobre música, con un rigor y una erudición excepcionales. Cada evaluación suya era una conferencia magistral. Extrañaremos su callada manera de descuartizar crónicas musicales de famosos autores, con aquella sonrisa de maestra primaria, bondadosa y definitiva. Gracias, María Teresa. Buen viaje al Parnaso de la música cubana.
La música cubana en la República
*Publicado en el No. 24-25: 132-137, enero-junio de 2001
Tras varias centurias de conquista y colonización, al comenzar el siglo xx el pueblo cubano había integrado en sus modos de sonar elementos de estilo de la música de aquellos pobladores que formaron parte integral de su nacionalidad. Eran elementos estructurales, tímbricos, orales, que por un proceso de transculturación iban conformando géneros con caracteres nacionales, que aparecían en todos los estratos de la población, utilizados para las más diversas funciones.
Así encontramos mucha música de un ambiente rural o suburbano, en el que los distintos modos de uso, como bailable o cantable, se aprendían por tradición oral, de manera que hoy resulta difícil recordar o reconocer cómo eran aquellos cantos o bailes primigenios mencionados en la literatura costumbrista, porque a nadie se le ocurrió escribir una partitura de ellos. En una sociedad dividida en clases, se les restaba la importancia que merecieron a los elementos más apegados a la base del pueblo y que despertaron la curiosidad de viajeros y cronistas.
La música del ambiente urbano, con funciones más específicas, comenzó a editarse a principios del siglo xix, y se distribuía en pequeñas partituras para voz y piano o para piano solo, que se vendían en separatas o como regalo a los suscriptores, en revistas de pequeñas editoras con poca circulación y duración.
La otra música —un tanto elitista—, la de los pobladores de algún nivel, tenía como público el que asistía a las ceremonias religiosas en las iglesias, a las veladas de salón de las familias de rango social, o a los teatros elegantes; diferenciándose de la de pequeñas «escuelitas o academias de baile» y de los tablados de los barrios, sobre todo los cercanos a los muelles. Se distinguía una música de otra por el uso, función y ambiente en el que se desarrollara.
Los músicos de las orquestas —numerosas en ocasiones—, participaban en fiestas elegantes o en las «de la gentualla», en saraos oficiales o en las solemnidades de la iglesia. Del mismo modo, cuando visitaba el país una compañía de ópera o de zarzuela, se utilizaban estas mismas orquestas con la adición de algunos instrumentos. Eran las llamadas «orquestas típicas», de metales, con dos clarinetes en si bemol, una flauta de cinco llaves, un cornetín, un trombón de pistones, un figle, dos violines, un contrabajo, timbales y percusión cubana.
De manera que, al inicio del siglo xx, había una gran cantidad de géneros de música para distintos usos y ambientes, reconocidos internacionalmente, sobre
todo los relacionados con la «madre patria», hacia donde habían regresado géneros cristalizados —como la habanera y el punto de La Habana— cuando no los anteriores fandango, petenera, chacona y zarabanda.
Aquellos cantes de ida y vuelta, también sufrieron transculturaciones en ambas orillas y definieron características propias.
La tradición oral, así como la trasmisión directa por la lectura de partituras, había permitido una verdadera promoción y auge de la música cubana, y fueron los medios masivos —primero el disco y luego la radio— sus iniciales divulgadores en América Latina, los Estados Unidos, España y otros países europeos. Durante todo el siglo xx se produce un amplio y constante proceso de transculturación en la música cubana, con un auge y expansión inusitados del nuevo producto cultural obtenido.
No es un hecho fortuito que se estableciera en La Habana la primera agencia distribuidora de discos para Latinoamérica. Desde 1906, comenzaron a grabar en cilindros y discos, las mejores orquestas de danzón —aquellas que habían participado en conciertos, bailes y ceremonias religiosas—, tiples, tenores, cómicos del teatro, trovadores, cantadores campesinos, bandas militares, solistas instrumentales. Por ello esta música se distribuyó y se conoció de inmediato fuera de nuestras fronteras.
Ya en la década de los años 20 se había enriquecido nuestra música con cambios importantes; principalmente de la antigua orquesta de metales a la charanga francesa —piano, dos violines, flauta de cinco llaves, pailitas, guayo, contrabajo— para ejecutar los danzones. Se iniciaban los sextetos de son, en los que participaron muchos de los autores e intérpretes de la canción popular. En esa década, los sextetos Habanero, de Occidente y Nacional produjeron un verdadero y explosivo auge del género, que se expandió a través del disco y de las giras a otros países, hasta llegar a exposiciones internacionales, como la de Sevilla, en 1929, donde el Sexteto Nacional obtuvo un premio con un son del compositor-trovador Rosendo Ruiz Suárez, y se conoció el más famoso son de Ignacio Piñeiro: Suavecito. Se habían introducido también los conjuntos de jazz band que procedían de los Estados Unidos y se adoptaron rápidamente sus estilos de canto y baile, timbres y estructuras, que dejaron su huella en nuestra música.
La música del teatro lírico —casi siempre las arias y romanzas de zarzuelas cubanas cantadas por solistas acompañados al piano—, también tuvo su gran momento. En 1922, se iniciaron los Conciertos de Música Típica Cubana, inaugurados por Eduardo Sánchez de Fuentes (La Habana, 1874-1944), y continuados después por Ernesto Lecuona.
Sánchez de Fuentes había compuesto, en 1892, la mundialmente famosa habanera Tú. Fue discípulo de Ignacio Cervantes y de Carlos Anckermann. Se graduó de abogado, escribió críticas de conciertos, numerosas canciones, muchas de ellas en el ritmo de habanera.
Asistió a eventos internacionales con Alejandro García Caturla y Gonzalo Roig. Fue presidente de la Academia de Artes y Letras. Escribió cuatro óperas, un oratorio y un ballet. Su interés expreso fue elevar la música cubana al nivel erudito del concierto, pero negó los valores de la tradicional.
Ernesto Lecuona (1895-1963) fue el más conocido y famoso compositor cubano del siglo xx. Como gran intérprete, su obra pianística es lo más significativo de su producción, pero quizás lo que más lo distingue es su aporte al teatro lírico. Había estudiado piano con su hermana Ernestina Lecuona, y luego con Peyrellade, Joaquín Nin y Hubert de Blanck, en cuyo conservatorio se graduó con medalla de oro. Como concertista ejecutó obras de los grandes compositores universales y, en la primera presentación de la Orquesta Sinfónica de La Habana, interpretó el Concierto para piano y orquesta, de Saint Saëns. En esta época grababa discos con sus obras o acompañando a cantantes líricos. También grabó rollos para los autopianos mecánicos —que estaban de moda—, y creó su propia fábrica y empresa editora.
Ernesto Lecuona fue promotor de varias actividades musicales. Por una parte, la zarzuela cubana; por otra, los conciertos, en los que estrenaba sus obras y dirigía la orquesta. Cada cantante que él promovía, estrenaba piezas suyas, especialmente escritas para la ocasión. En más de cincuenta años, compuso cerca de novecientas obras y presentó a los más importantes artistas cubanos y extranjeros.
Al hacerse cargo de los Conciertos de Música Típica Cubana, inició y promovió en ellos a gran cantidad de intérpretes importantes, como Rita Montaner (1900-1956), con la cual estrenó muchas de sus obras; Tomasita Núñez, Edelmira de Zayas, Caridad Suárez, Zoraida Marrero, Maruja González, Nena Palmas, Dorita O’ Siel, Emilio Medrano, Miguel de Grandy, Panchito Naya, Sarita Escarpenter, María de los Ángeles Santana y Esther Borja, «la más fiel intérprete de sus obras», según afirmara el propio Lecuona; Luisa María Morales, Martha Pérez, Esther Valdés, Margarita Díaz, Ana Menéndez, María Ruiz, Gladys Puig, Carmela de León y otros. El maestro compuso ocho zarzuelas cubanas, entre las que se destacan María la O, Rosa la China, Lola Cruz y El cafetal. Las décadas del 20 al 60 tuvieron en el teatro lírico cubano, como máximo exponente, a este importante autor, que estimuló también la obra de Gonzalo Roig (1890-1970), Eliseo Grenet (1893-1950), Moisés Simons (1890-1945), Rodrigo Prats (1909-1980) y otros autores líricos. El estreno de muchas obras de estos destacados compositores, como Cecilia Valdés, de Roig, Niña Rita, de Grenet-Lecuona, Amalia Batista, de Prats, se sumó a la presencia de profesores de canto y directores de orquesta, la creación de dos orquestas sinfónicas, las audiciones de obras importantes del repertorio internacional y la fundación de patronatos y sociedades musicales que auspiciaban la contratación de artistas famosos y la promoción de los nacionales.
En 1919, llegaron a La Habana María Muñoz de Quevedo (1886-1947) y Amadeo Roldán (1900-1939).
Ellos, junto con Alejandro García Caturla (1902-1940) y César Pérez Sentenat (1896-1973), además de otros músicos de formación europea, crearon la Sociedad de Música Contemporánea, con la que se inicia un movimiento hacia la vanguardia musical cubana, que se unía a las corrientes literaria y plástica, y al afrocubanismo, nacientes en la intelectualidad de la Isla. También tomaron parte en los movimientos ideológicos y políticos, como el Grupo Minorista, y se sumaron a las ideas llegadas desde Europa, que recién descubría a África. Fue este el momento de la poesía de Nicolás Guillén, Emilio Ballagas, José Zacarías Tallet; de la pintura de Víctor Manuel y Carlos Enríquez, y de las investigaciones sociológicas y etnográficas de Fernando Ortiz.
María Muñoz de Quevedo fundó la Sociedad Coral de La Habana y la revista Musicalia —la mejor de América Latina en aquel momento. Ambas instituciones tuvieron una gran repercusión, por el alto nivel de su labor. También contribuyó a la expansión del movimiento coral con la creación de otros coros y la formación de profesores instructores. Amadeo Roldán pasó de la Orquesta Sinfónica —que había creado con Gonzalo Roig y Ernesto Lecuona— a la Orquesta Filarmónica, fundada por Pedro San Juan, español radicado en la Isla. Con esta orquesta y coro se escuchó por primera vez en Cuba la Novena Sinfonía de Beethoven, dirigida por Roldán, a la que siguieron los estrenos de obras contemporáneas suyas y de Alejandro García Caturla, Manuel de Falla, Igor Strawinsky, Nicolai Sloninsky, Darius Milhaud, Maurice Ravel, Gian F. Malipiero, Francis Poulenc y Erik Satie. Para esta orquesta se contrataron solistas y directores muy importantes, que dieron lugar a una época de auge de la música sinfónico-coral del repertorio internacional y de la producción de nuestros autores. Fue el inicio de la vanguardia, y de la promoción y divulgación de la música de alto nivel. Se logró el establecimiento de escuelas y la formación de profesores de canto e instrumentos, por lo cual pudieron destacarse artistas cubanos que luego desarrollarían la vida musical nacional.
Dos sociedades femeninas tuvieron mucho que ver en el apoyo económico a este movimiento cultural: el Lyceum Lawn and Tennis Club, de La Habana y la Sociedad Pro Arte Musical. El primero auspiciaba conferencias y cursos en los que se exponían las nuevas corrientes; también exposiciones de fotos y obras plásticas de los artistas contemporáneos. La segunda alcanzó tal importancia que llegó a edificar un coliseo, el teatro Auditorium, hoy Amadeo Roldán, en el que se fundó una escuela de ballet, que por muchos años fue dirigida por profesores y coreógrafos extranjeros hasta la incorporación de Fernando, Alberto y Alicia Alonso, quienes crearon el Ballet Nacional y la Escuela Cubana de Ballet. También una escuela de guitarra —que dio lugar luego a la Sociedad Guitarrística de Cuba y a la Escuela Cubana de Guitarra— iniciada por Clara Romero de Nicola y su hijo Isaac Nicola, y la revista musical Pro Arte, que contiene la historia musical de la Sociedad en sus más de cuarenta años de existencia, y artículos y ensayos sobre la actividad musical cubana.
Se ofrecieron cursos y conferencias por artistas y compositores famosos; se contrataron intérpretes y grupos reconocidos mundialmente, que en ocasiones visitaron otras provincias del país. Esta fue también una etapa de alto nivel artístico.
Fallecidos Amadeo Roldán, en 1939, y Alejandro García Caturla, en 1940, la continuidad del movimiento musical de vanguardia se debió a la creación, en 1942, del Grupo de Renovación Musical, integrado por los alumnos de la cátedra de Composición que había creado Roldán en el Conservatorio Municipal de Música de La Habana. El profesor y compositor catalán José Ardévol —radicado en Cuba— lo sustituyó. Tenía una formación cultural muy amplia y organizó el Grupo, al que ofreció clases de Historia, Armonía, Formas y Análisis Musical y Contrapunto, además de una orientación estética hacia la vanguardia que incluyó audiciones, apreciación estética de la literatura, la plástica, y en general, las tendencias y estilos contemporáneos. De aquel grupo surgieron compositores como Harold Gramatges —hoy Premio Iberoamericano de la Música Tomás Luis de Victoria, y profesor de varias generaciones de compositores cubanos—, Julián Orbón, Edgardo Martín, Juan Antonio Cámara, Serafín Pro, Gisela Hernández, Dolores Torres, Virginia Fleites, Enrique Belver, Hilario González, Argeliers León, Francisco Formell y otros músicos e intérpretes. Todos se destacaron no solo por su obra composicional, sino también por otras actividades como la interpretación, la docencia, la dirección de coros, la musicología, la historiografía, y llenan un espacio vital en la música contemporánea cubana.
La Universidad de La Habana abrió, en 1942, la Escuela de Verano, en la que impartió los cursos de Música Folklórica la profesora María Muñoz de Quevedo, y los cursos de Etnografía, Fernando Ortiz. Argeliers León fue discípulo de ellos, y luego continuó, con María Teresa Linares, como profesor de folklore.
Otros profesores fueron el doctor Gaspar Agüero y José Ardévol.
Mientras tanto, el son, el danzón y la canción tradicional, que fueron géneros fundamentales en el desarrollo de la música popular, seguían su acelerada evolución, mientras otros perdían vigencia y desaparecían.
Se habían conocido estilos que venían desde principios del siglo xix, como la habanera, que expresaba el lirismo de aquel momento en el que se debatían las ideas patrióticas; y la guaracha, que recogía imágenes de la vida cotidiana con un sentido humorístico. La canción, propiamente dicha, la clave, la guajira y la criolla, y algún otro estilo con remembranzas europeas como berceuses y fantasías, llenaron aquel siglo, en dos direcciones: la canción cultista, cercana al lied, y la popular, cantada por trovadores, a dúo de voces y guitarras. En los inicios del siglo xx, esta forma popular era la más extendida en todas las poblaciones, con núcleos fundamentales en Santiago de Cuba y Sancti
Spíritus, además de Camagüey, Trinidad, Santa Clara y Matanzas.
En los primeros años del siglo, motivados por la crisis económica como consecuencia de la Guerra de independencia, emigraron hacia la ciudad de La Habana gran cantidad de trovadores como Sindo Garay, Manuel Corona, Patricio Ballagas y Rosendo Ruiz. Ellos solían reunirse con otros cantadores en tertulias donde interpretaban y analizaban sus creaciones.
Los medios de vida de aquellos músicos eran precarios, por lo que muchos se dedicaban a oficios manuales durante el día para, de noche, realizar sus actividades artísticas. Algunos eran sastres, barberos, tabaqueros. Por lo general, no conocían la música técnicamente y se trasmitían fórmulas, modos de hacer, de ejecutar, textos o ideas. Muchas veces la fuente de inspiración era una hermosa mujer, a quien su admirador quería regalarle una canción, y pagaba a uno de estos creadores para que se la dedicara. El mundo de esta música era el ambiente familiar, el barrio, el cine silente, las peñas, las serenatas; de manera que ningún cantador podía depender de una actividad tan inestable. Asombrosamente, fueron cientos los cantadores y muchas más las canciones creadas. Solo María Teresa Vera, y su segundo, Rafael Zequeira, por ejemplo, grabaron entre 1916 y 1925 más de cien discos sencillos, de un amplio repertorio que incluyó canciones, habaneras, criollas, boleros, bambucos, sones, guarachas, claves ñáñigas, guajiras y rumbas, de autores como Patricio Ballagas, Sindo Garay, Manuel Corona, Ignacio Piñeiro, Rosendo Ruiz, Alberto Villalón, Graciano Gómez y otros.
Los programas de cine silente de aquellos momentos nos muestran el repertorio, los trovadores que tomaban parte, los precios de las entradas y los «homenajes» que se realizaban para recaudar fondos en beneficio de algún trovador o autor necesitado. Esto era muy frecuente, por las razones de inestabilidad económica que hemos señalado antes.
Al irrumpir el son en La Habana, hacia 1920, se organizó el Sexteto Habanero, con Guillermo Castillo, guitarra y director; Carlos Godínez, tres; «el Chino» Inciarte, bongó; Gerardo Martínez, voz prima y claves; Felipe Neri Cabrera, maracas; Antonio Bacallao, botija, que más tarde fue sustituida primero por la marímbula y después por el contrabajo. Este conjunto, que tenía determinadas jerarquías por instrumentos, organizados en bandas o franjas sonoras, llenaba todas las funciones armónicas y rítmicas. Eran las voces las que llevaban la melodía, que inicialmente era un motivo fijo alternante con otro improvisado, al cual se le incluían cuartetas (reginas) improvisadas o memorizadas, y también
décimas. En La Habana, el son adquirió una nueva forma, consistente en una parte cantada al inicio, y luego la alternante o montuno, con un aire más rápido.
Al propagarse aceleradamente esta combinación, se organizó una gran cantidad de sextetos de son, en los que participaron muchos de los trovadores. María Teresa Vera fundó con Ignacio Piñeiro y Miguelito García, el Sexteto de Occidente; Alfredo Boloña (tresero) fundó otro; más tarde Piñeiro con Juan de la Cruz y Bienvenido León (dúo de trovadores), junto con Alberto Villalón (autor), crearon el Sexteto Nacional.
Es importante señalar que a partir de estos y otros conjuntos, el repertorio de sones se incrementó con los distintos estilos de canción que ellos habían cantado, llevados al ritmo del son y sumándole un montuno.
Así, muchas canciones con un ritmo definido, como el bolero, la criolla y la guaracha, se convirtieron en bolero-son, criolla-son, guaracha-son, etc., con lo que la función cantable de aquellas pasó a la bailable de este.
A partir de estos préstamos, primero en el danzón y luego de los tipos de canción, este género ha estado presente en todos los cambios de estilos, fusiones, innovaciones, que han trascendido como línea evolutiva de aquel germen integral de la música bailable cubana —el primitivo son— hasta los estilos más actuales, como la salsa.
El conjunto jazz band que se introdujo en Cuba para ejecutar la música norteamericana, relacionó de nuevo a la música cubana con los instrumentos que habían sido eliminados de la orquesta típica de danzón, con la incorporación de saxos, guitarra, banjo y batería. Muy pronto comenzó a ejecutar música cubana y pasodobles, que alternaban con los fox-trot,
el charleston, y más tarde el swing y otros estilos más modernos. Este conjunto, quizás por la influencia de las grandes orquestas norteamericanas que ejecutaban música cubana muy estilizada —al estilo de Xavier Cugat—, comenzó a utilizar en sus repertorios rumbas y congas «de salón», eliminando los tambores, cajones o instrumentos, utilizados en sus fases más primarias y populares. El incremento de sus repertorios incluyó boleros, guarachas, sones montunos y las antes dichas congas y rumbas.
Estas orquestas se nutrían de músicos técnicamente cultivados, instrumentistas virtuosos y orquestadores que realizaban arreglos a géneros cubanos de moda.
Por esa vía, el jazz band contó con pianistas como Anselmo Sacasas, Armando Oréfiche, Pedro Jústiz («Peruchín»), «Bebo» Valdés, Joseíto González; y trompetistas y trombonistas como Manolo Castro, Alejandro «el Negro» Vivar, «Chico» O’Farrill, «El Guajiro» Mirabal, Generoso Jiménez; saxofonistas como Osvaldo Rodríguez, Emilio Osvaldo Peñalver y Armando Romeu; percusionistas como Guillermo Barreto, «Tata» Güines y «Changuito». Con músicos como estos, las características del jazz band fueron cambiando hasta llegar a castellanizar el nombre, como en la Banda Gigante, de Benny Moré.
Por su parte, el danzón había producido un cambio tímbrico de su orquesta, y además incluyó fragmentos virtuosistas de los instrumentos que llevaban el peso armónico y melódico, como el piano y la flauta. El primero que incluyó fragmentos solistas en el piano fue Antonio María Romeu, que había ejecutado danzones para piano, güiro y pailillas en el café La Diana.
Después incorporó en su repertorio el danzón La flauta mágica, para que su flautista, Francisco Delabart, luciera sus facultades. Aquellos instrumentistas —entre ellos, Antonio Arcaño, Belisario López y Richard Egües, flautistas; Neno González, Rubén González y Guillermo Rubalcaba, pianistas— llevaron el danzón a niveles que pueden considerarse hoy piezas de concierto.
Desde la aparición de la orquesta charanga, en los primeros años del siglo —como las que fundaron «Papaíto» Torroella, Antonio María Romeu y «Tata» Pereira—, y con la inclusión de un montuno de son en la tercera parte del danzón, por José Urfé, cristalizó la estructura que ha quedado como danzón clásico.
Este varió a partir de innovaciones introducidas en la estructura; se suprimieron partes y repeticiones, y se modificó el ritmo básico del montuno, incorporando en él algunos coros. A este nuevo estilo, revolucionario en su momento, se le llamó «Nuevo ritmo» para diferenciarlo del anterior.
El ejemplo más conocido, que resulta hoy emblemático, fue el danzón Mambo, de Orestes López, estrenado en 1939 por la Orquesta de Antonio Arcaño, en la que participaban otros músicos importantes que se sumaron a este nuevo estilo, como Félix Reina, Antonio Sánchez, Miguel Valdés y Elisardo Aroche, En ella tocaba el contrabajo Israel López, hermano de Orestes; la paila la interpretaba Ulpiano Estrada. Todos eran excelentes músicos y compositores, lo que permitió consolidar este movimiento en orquestas de danzoneros que aceptaban aquellas sonoridades novedosas. Por otra parte, elementos de la canción norteamericana se habían asumido por otro grupo de jóvenes que, reunidos en peñas, crean y cantan; buscaban nuevas formas de tañer la guitarra, con acordes alterados y aumentados, con nuevos textos intimistas, que se «decían», más que cantarse. La influencia llegó al nombre de «cantar con feeling», y fueron sus precursores José Antonio Méndez, César Portillo de la Luz, Ñico Rojas y Luis Yáñez.
Coincidentemente con el «nuevo ritmo» y el filin, se había desarrollado otra vez el bolero cantable, por autores que, al mismo tiempo, eran repertoristas de grupos armónicos y de cantantes solistas. Se mantenía el estilo bolero-son introducido por Miguel Matamoros veinte años antes; las orquestas tradicionales de danzón, que conservaban un cantante para ejecutar boleros, canciones, etc., en tiempo de danzón, y los llamados conjuntos de son, como el de Arsenio Rodríguez con Miguelito Cuní, el Conjunto Casino, con Roberto Espí y Roberto Faz, y la Sonora Matancera, con Bienvenido Granda y Celia Cruz. Las jazz bands tenían cantantes que ejecutaban boleros, guarachas, guajiras. La Riverside, con Tito Gómez; la Orquesta Casino de la Playa con Miguelito Valdés y la Orquesta de Julio Cueva con Manuel Licea «Puntillita», entre otras.
Todo este panorama ocurría en las décadas de los 40 y los 50, cuando la radio había alcanzado un alto nivel, con emisoras que tenían estudios en los cuales se realizaban grabaciones de artistas nacionales y extranjeros. Para su trabajo, los repertoristas-compositores como Aida Diestro, Isolina Carrillo, Rafael Somavilla, hacían arreglos instrumentales. La radio organizó una orquesta sinfónica que acompañó a los cantantes líricos y los cancioneros de toda esta etapa y alcanzó mayor desarrollo después de 1950 al iniciarse la televisión.
Orlando de la Rosa había organizado un cuarteto de voces, que él mismo acompañaba, con Elena Burke, Omara Portuondo, Roberto Barceló y Aurelio Reynoso.
Facundo Rivero dirigió el Conjunto Siboney, en el que participaron Isolina Carrillo y Marcelino Guerra. Los dúos, tríos y cuartetos armónicos ocuparon un período amplio, se destacaron el dúo Hermanas Martí y el trío de las Hermanas Lago, el trío Taicuba, el cuarteto D’ Aida, el de Orlando de la Rosa, Los Modernistas y el de Meme Solís.
Todo este movimiento cancionístico se reflejó en otras ciudades latinoamericanas, pues la música que se elaboraba para cubrir las necesidades de la radio en todas las capitales tenía características homogéneas, por su carácter cosmopolita. Eran muy semejantes los estilos de Agustín Lara, María Grever y Chelo Velázquez (mexicanos), Pedro Flores, Rafael Hernández y Bobby Capó (puertorriqueños), u Osvaldo Farrés, Pedro Junco, Bobby Collazo, Julio Gutiérrez, Orlando de la Rosa (cubanos), que interpretaban igualmente Pedro Vargas (mexicano), Lucho Gatica (chileno), Alfredo Sadel (venezolano), como Olga Guillot, Fernando Albuerne, Blanca Rosa Gil o José Antonio Méndez, Elena Burke, Omara Portuondo, Martha Justiniani, y tantos otros artistas cubanos que se dedicaron a esta variedad de la cancionística.
La radio y la televisión fueron los medios que propiciaron el desarrollo de una serie de cambios en la proyección de la música cubana. Los músicos que integraban las jazz bands, conjuntos de son, orquestas danzoneras con el nuevo ritmo, asistían a bailes populares y oficiales, participaban en pequeños cabarés o clubes nocturnos, y «academias de baile» o bailables en los jardines de las cervecerías que aún existían. En esos lugares se reunía la juventud, siempre en demanda de lo más novedoso, y así se habían trasladado elementos del nuevo ritmo del danzón a otros grupos que introducían variantes. La Orquesta Aragón, que había surgido en Cienfuegos en 1939, la Orquesta América, la Banda Gigante de Benny Moré —luego de que este regresara de México, donde participó en la Orquesta de Pérez Prado—, estaban en la cima de la preferencia cuando comenzó a extenderse en Cuba la moda del mambo, una variante de aquel danzón Mambo, de Orestes López, que influyó en toda la etapa del nuevo ritmo hasta iniciarse, con Enrique Jorrín y la Orquesta América, el auge del chachachá.
Desde antes, los hermanos López habían compuesto cientos de nuevos danzones. Enrique Jorrín había creado, para la Orquesta Hermanos Contreras, los danzones Lo que sea, varón, y Central Constancia. Rafael Lay y Richard Egües, Félix Reina y Antonio Sánchez —entre otros— también componían danzones para las sociedades en donde amenizaban los bailables.
El repertorio era muy extenso, y en aquellos bailes alternaban conjuntos de son y jazz band, por lo que era conocido por todos.
Se afianzó la costumbre de armar un pequeño grupo con los instrumentos básicos para que varios solistas realizaran variaciones sobre un tema. El grupo tenía piano o bajo (o ambos), batería, guitarra eléctrica y percusión cubana. A estos grupos se les llamó combos, como abstracción de la palabra combination, y efectivamente, combinaban las improvisaciones de cada solista con la base armónica y rítmica, a la manera de los jam sessions que estaban en la moda internacional.
Para esta actividad se requería de solistas virtuosos, y los había. Frank Emilio Flynn había organizado el grupo Loquibambia Swing, con José Antonio Méndez, y, más tarde, crea el grupo Los Amigos. Otro grupo, fundado por el trompetista «Chico» O’ Farrill, integra a «Tata» Güines e Israel López; los hermanos Peñalver, en los saxos; Richard Egües, en la flauta; Generoso Jiménez, en el trombón; «Peruchín», Rafael Somavilla o «Bebo» Valdés, en el piano. Muchos de los combos eran acompañados por cantantes de filin u otros solistas, pero lo fundamental era reunir virtuosos para lucir sus habilidades en una «descarga». Con el tiempo, fueron sumándose instrumentistas en nuevos conjuntos, reducidos a quintetos o ampliados al formato de orquesta. Armando Romeu organizó la Orquesta Cubana de Música Moderna y «Chucho» Valdés, su Quinteto y el grupo Irakere, ya a principios de los años 70.
Con el triunfo de la Revolución se revisaron los planes de enseñanza y se reorganizaron los conservatorios de música. Más adelante, se organizó el Movimiento Nacional de Aficionados y las brigadas que llevarían a toda la nación conciertos de música, además de obras de teatro y de danza. El Departamento de Folklore realizó presentaciones de espectáculos de origen afrocubano con practicantes de las religiones yoruba, conga y los grupos abakuá.
De estos departamentos surgieron instituciones y se independizaron la Orquesta Sinfónica y el Coro Nacional. El entonces Consejo Nacional de Cultura regía los destinos de la música a través de una Dirección Nacional que atendió a artistas y grupos, a la enseñanza artística y a los programas nacionales, no solo de superación, sino de promoción de la música y los intérpretes.
La importancia que alcanzó la creación de las escuelas de arte y su sistema nacional se comprueba hoy en la calidad que alcanzaron sus miles de graduados en música. Hay escuelas de nivel primario, medio profesional y superior, de categoría universitaria. De manera que los graduados, luego de quince años de estudios y prácticas, conciertos, concursos nacionales e internacionales, llegan a la culminación de sus carreras con un altísimo nivel técnico y teórico que otorga a la música cubana el reconocimiento y promoción que ha alcanzado en el mundo.
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