* Guerra culta. Reflexiones y desafíos 60 años después de Palabras a los Intelectuales. Ediciones ICAIC, 2021.
Entender la política y la cultura cubanas, más allá de discursos, efemérides y testimonios personales, requiere una historia que aborde las cuestiones fundamentales de la transición socialista en su etapa de arranque. Entre esas cuestiones pendientes de mayor investigación se encuentran, por ejemplo, qué cultura política caracterizaba a la sociedad cubana y al liderazgo revolucionario; cuáles eran las ideas de entonces acerca del comunismo y el socialismo; qué visiones tenían los cubanos sobre los socialismos realmente existentes en otros países y sus problemas; qué diferencias había al respecto entre los principales dirigentes de esta Revolución en los primeros años. Esa caracterización requiere identificar las circunstancias culturales específicas que acompañaron la constitución del poder y el proceso revolucionario.
La cultura política que originó el movimiento revolucionario cubano, su estrategia e ideología, no brotaron de la tradición bolchevique, ni de la Larga Marcha de los campesinos chinos, sino principalmente de las dos revoluciones cubanas anteriores, una organizada en Nueva York, Tampa y Cayo Hueso para luchar por la independencia, y la segunda surgida de la insurrección contra Machado y peleada en las calles de La Habana en los años treinta. Bregando con el problema estratégico de las alianzas y su difícil entramado, esta cultura política revolucionaria contestaba al tipo de dominación instaurada por los Estados Unidos y sus aliados en la isla, muy distinta a la de imperios en ruinas, sumidos en el atraso profundo y semifeudal, como Rusia y China.
En la cultura de la izquierda cubana confluyeron legados tan diversos como las revoluciones mexicana y rusa, variedades de socialismos, comunismos, anarquismos, movimientos sociales europeos y estadunidenses, nacionalismos radicales latinoamericanos y caribeños, cuyo inventario completo no cabe entre las imágenes icónicas que presiden los actos conmemorativos. Fueron las prácticas políticas e idearios de José Martí y Antonio Guiteras, más que ningún otro, la arteria principal de esa cultura.
Según los investigadores que han contribuido a historiar la izquierda cubana antes de 1959, sus principales problemas, diferencias y conflictos, esta no era precisamente una orquesta acoplada.[1] Por ejemplo, lo que separaba a Joven Cuba (JC), la organización fundada por Guiteras en 1935, y al Partido Comunista de entonces, no era la adhesión a un objetivo socialista, que ambos reivindicaban, sino su acción política concreta, que predeterminaba el tipo de poder al frente de la revolución desde el principio. De manera que caracterizar al guiterismo como «demócrata revolucionario» o apenas «antimperialista», y no como la estrategia que abrió el camino a la revolución socialista en Cuba, mediante un movimiento que derrocó a la dictadura e inició la revolución de manera continua, emborrona esa diferencia. No se trata de distintos «medios» para los mismos «fines», sino de toda una concepción estratégica para hacer la Revolución. No en balde, el Manifiesto del 26 de Julio, que Raúl Gómez García redactara por encargo de Fidel y Abel Santamaría, reconocía al Manifiesto de Montecristi y al Programa de Joven Cuba como sus fuentes de inspiración política.[2]
Entender la historia del arte, la literatura y el pensamiento cubanos como un códice que flota por encima de la sociedad y la política resulta tan ineficaz como pretender explicarse el cambio social y el proceso político sin comprenderlos en su índole cultural. Descifrar ese códice requiere algo más que una visión teatral de la política, a partir de discursos ideológicos en pugna, testimonios de personajes que cuentan su petite histoire de lo ocurrido, las peripecias ocultas de los contendientes, o de revelaciones envueltas en la neblina del ayer y recogidas décadas después. Para interpretar aquellos hechos y tendencias ideológicas enfrentadas en el campo de la cultura, más allá de bretes y leyendas urbanas en torno a los actores y sus móviles, resulta esencial explicarse la sociedad, su entorno cultural, así como los factores políticos que los rebasaban a todos, abajo y arriba, y que sobredeterminaban aquel momento.
Estas notas apenas se proponen esbozar algunos análisis para una historia política de la cultura, pero, sobre todo, para una historia social y cultural de la política, en aquella fase temprana de la Revolución, cuya lectura crítica se torna cada vez más importante desde la perspectiva de la transición en curso.
El contexto político 1959-1965
La Revolución no se constituyó sobre una cultura política que privilegiara al proletariado o la alianza obrero-campesina, sino sobre un sujeto identificado como «el pueblo», conjunto específico de grupos, estratos sociales y tradiciones de lucha muy mezcladas;[3] y desde una práctica de liberación nacional, que partió de una lucha armada para derrocar una dictadura, y hacer avanzar, desde el poder, un programa de reformas dirigidas a cambiar un orden social injusto y dependiente.
A diferencia de lo que algunos observadores percibieron en su momento, la Revolución no carecía de una ideología inherente a su contenido político y social. Solo que no se reducía a categorías eurocéntricas, a un plan oculto explicable por la teoría de la conspiración, ni a una abstracta construcción doctrinal igual a sí misma, titulada Ideología de la Revolución cubana, que algunos han formulado a posteriori en el estilo de los manuales de historia del PCUS.
La tesis de que el curso tomado por la Revolución había traicionado las plataformas que las organizaciones opuestas a la dictadura concibieron en su momento equivale a juzgar una película apenas por su primer guion. Esta visión corta asume que las circunstancias donde ocurrían los cambios radicales propios de una revolución social podían encerrarse en un plan de reformas. Y parece ignorar que la puesta en escena de esas reformas desencadenó un conflicto que escaló en unos meses a una cruenta guerra civil, con la activa beligerancia de los Estados Unidos, en una espiral más intensa que nada previsto en aquellas plataformas revolucionarias, y que las empujaría a juntarse en una sola, a treinta meses del triunfo.
Por ese camino, la reconfiguración del sistema político ocurrió a igual velocidad. Meses antes del derrocamiento de la dictadura, ya los partidos que colaboraron con las elecciones convocadas en 1958 habían sido declarados ilegítimos. El nuevo gobierno desactivaba el Congreso de la República, y anulaba la posibilidad de que los demás partidos pudieran competir por el poder mediante elecciones y ejercer sus funciones básicas en el sistema político establecido. Los partidos de la oposición electoral, Auténtico y Ortodoxo incluidos, quedaron al margen, mientras la gente salía a hacer política en las calles. Murieron de muerte natural, sin que nadie les prestara atención, ni dijera que se trataba un régimen totalitario, sino de una revolución. Esta era la visión revolucionaria compartida entonces también por los que editaban el periódico del Movimiento 26 de Julio y su semanario cultural, Lunes.
La supresión de facto de las fuerzas armadas constituidas, y su reemplazo por el Ejército Rebelde, que las había derrotado en el campo de batalla, dio paso, desde los primeros meses de 1959, a la fusión de los mandos y las tropas de todas las organizaciones políticas que combatieron la dictadura. Además de juntar en una misma estructura militar a esas organizaciones, dos años y medio antes de que se fundieran en un solo organismo político, este reemplazo del ejército produjo un cambio radical en el funcionamiento real del viejo Estado. La columna vertebral del antiguo régimen, sus fuerzas armadas, quedaría desinstalada, para decirlo con palabras de hoy. Fidel Castro, sin ser el Presidente ni todavía el Primer Ministro, era el Comandante en Jefe de las fuerzas recién instaladas. Su jefe de Estado Mayor, Camilo Cienfuegos, crearía la primera entidad dedicada a producir cine, manuales de educación cívica y política[4] al alcance de todos, no solo de los soldados y oficiales del Ejército Rebelde.
En otras palabras, la Revolución se estableció como poder político aun antes de haberse adoptado la primera reforma económica importante, al ser capaz de imponerse a los intereses creados y a las instituciones en el orden político establecido. Esa radical transformación en el funcionamiento del poder precedió a la Ley de Reforma Agraria de mayo de 1959, que dispararía el conflicto con la clase alta cubana y norteamericana, cuando la Revolución gozaba de un apoyo casi unánime, salvo el de los batistianos que habían escapado. La línea que separa, según algunos libros escolares, el periodo «agrario y antimperialista» de la Revolución y el «socialista» resulta confusa acerca de la naturaleza de ese poder y del proceso revolucionario mismo. Cómo la estructura de poder preestablecida y el orden social reinantes en la Cuba de los años cincuenta podrían haber admitido una «revolución agraria y antimperialista» como aquella, sin que entrara desde el principio en la dinámica radical de una revolución social de verdad, solo tiene sentido para los códigos de aquel marxismo-leninismo, y en los escenarios revolucionarios hipotéticos que los manuales de la Comintern enunciaban.
Considerar las diferencias entre las organizaciones revolucionarias, y en el seno de cada una, permite también estimar el mérito de una política de construcción de consenso y diálogo, que contribuyó a juntar corrientes muy divergentes, y que recelaban profundamente entre sí.
En efecto, cada organización traía consigo su cultura política propia, cargada de contradicciones. Y hubo sectarios en esta historia casi desde el principio, pues estaban ahí antes de que los partidos revolucionarios decidieran unirse y no solo colaborar. Aunque no se limitaban a una sola organización, quien provocó la crisis dentro de la primera organización política unitaria, las Organizaciones Revolucionarias Integradas (ORI), fue un grupo de estalinistas que recelaban de todos los revolucionarios que no fueran viejos comunistas. A pesar de que el Partido Socialista Popular (PSP) advirtiera, en su autocrítica VIII Asamblea de agosto de 1960, que «la actuación conjunta de las organizaciones es la garantía de la unidad y el avance de la Revolución»,[5] las ORI, constituidas apenas dos meses después de Playa Girón, fueron embarrancadas por el sectarismo casi desde su fundación.
Lo que contribuyó de manera decisiva a unir las diversas organizaciones y sus respectivas corrientes políticas internas no fue precisamente la deliberada, voluntaria y consciente adopción de un modelo leninista o de una ideología marxista común. Junto a la inteligencia dentro del liderazgo revolucionario, que labró una política de unidad negociada, el asedio de una formidable contrarrevolución, respaldada y tutelada por los Estados Unidos, impulsó más la unificación en un solo partido que ningún otro factor dentro de las filas revolucionarias, arriba y abajo.
Se podrá entender entonces que cuando el Directorio Revolucionario 13 de Marzo, el Movimiento 26 de Julio y el PSP acordaron fundirse, en el verano de 1961, no estaban entrando en el paraíso de la perfecta armonía o en el reino congelado del totalitarismo, sino en un proceso de cambio hacia un sistema político nuevo, abiertamente discrepante del estalinista y del maoista, que arrastraba consigo contradicciones, divergencias e incluso conflictos.
La falta de una historia crítica de ese sistema político y sus complejidades suele llenarse con paquetes doctrinales, de un signo y de otro, más cercanos todos a los esquemas de la Comintern que a la sociología política. Por ejemplo, cuando se afirma que «no fue en enero de 1959, sino en abril de 1961, cuando la construcción del totalitarismo cubano tuvo a la mano todos sus elementos necesarios».[6] Ese enfoque reduccionista confunde el conflicto entre intereses y factores de poder reales con los contenidos ideológicos de los discursos, convierte al enemigo en puras representaciones, deliberadamente dirigidas a fabricarlo como una especie de señuelo, «que debía ser nacional y foráneo a la vez, un monstruo en el que pudieran fundirse la maldad del imperio y la vileza de los traidores».[7] Resulta curioso comprobar cómo estas visiones anticastristas de conjugación académica convergen con el dogmatismo marxista-leninista, tal como si respondieran al mismo código genético, cuando reducen la lógica de una revolución social a lo que los filósofos llaman una teleología (del bien o del mal), y reemplazan el análisis histórico por tropos literarios.
La espiral de violencia impuesta por sus descontentos radicalizó el proceso y polarizó la sociedad toda desde 1960. La continuidad del acoso, el bloqueo y el aislamiento internacional desde los primeros años sesenta, aunque no sometieron a la Revolución, sí impusieron altos costos políticos al socialismo cubano, algunos de los cuales todavía nos acompañan, y que solo una historia documentada y ecuánime podría establecer.
El campo cultural en la transición temprana
En el clima de debate prevaleciente en aquellos sesenta, estaba claro para muchos que la Revolución era un hecho cultural, es decir, que el principal proceso de la cultura nacional era la Revolución misma. No se trataba, como argumentan algunos hoy mediante un silogismo inacabable, que la Revolución y la nación fueran lo mismo, o no; sino que el cambio cultural vivido día a día era inseparable de la Revolución, e inexplicable sin entenderla.
La educación estaba en el centro de la vida diaria de todo el mundo. Estar superándose, término surgido en una época inaugurada por la Campaña de Alfabetización (1961), conllevaba asistir a cursos de enseñanza general, calificación laboral, aprendizaje de idiomas, o cualquier otra actividad dirigida a adquirir conocimientos. Pero esa superación iba más allá de estudiar o aprender, adiestrarse o alcanzar un título. Superarse era, como se dice ahora, crecer. En esa superación se jugaba la condición cívica y el desarrollo de cada uno como persona.
Ser un buen revolucionario implicaba ejercer plenamente como ciudadano, y, lograrlo, requería superarse. Movilizarse para defender la patria con las armas, ir a los trabajos voluntarios, compartir sacrificios, ser buen trabajador, tener el reconocimiento de los demás, no bastaba si no se superaba. Cifrar la ciudadanía en su acepción jurídica, así como definir la cubanía en torno al gusto por el picadillo y el son, como algunos hoy, habría dejado perplejos a quienes se sentían y ejercían como parte de aquella misma polis. Se trataba de una ciudadanía política que exigía transformar la sociedad, y transformarse, culturalmente hablando.
Cuando El socialismo y el hombre en Cuba (1965), posiblemente el ensayo político más influyente en la cultura política de entonces, plantea el tópico del hombre nuevo, tan llevado y traído hasta hoy, no se refiere a otra cosa que a esa transformación cultural. Esta involucraba la manera de pensar, las creencias y valores, y también la conducta real, es decir, lo que Gramsci, que había aparecido en librerías cubanas desde 1964, en la edición argentina de Lautaro, había llamado la praxis.
En el centro del texto del Che está la relación entre el individuo y el proceso revolucionario, entre el sujeto social y el poder político, es decir, la cuestión de la democracia y del consenso como esenciales en el socialismo que se intentaba construir. «El Estado se equivoca a veces. Cuando una de estas equivocaciones se produce, se nota una disminución cuantitativa de cada uno de los elementos que la forman, y el trabajo se paraliza hasta quedar reducido a cantidades insignificantes; es el instante de rectificar». Porque dirigir requiere «interpretar los deseos e intereses del pueblo»; ya que, precisa el Che, «su posibilidad de expresarse y hacerse sentir en el aparato social es infinitamente mayor». Sin embargo, nada de eso ocurre por generación espontánea. Fidel dialoga con el pueblo en las grandes concentraciones de masas, pero se requiere un nuevo orden institucional que provea vías sistemáticas para ejercer el control y la participación del pueblo: «Todavía es preciso acentuar su participación consciente, individual y colectiva en todos los mecanismos de dirección y de producción».[8]
El Che, que no era un idealista romántico o un caballero andante con la cabeza en un reino utópico, sino un dirigente político, le dedicó mucho tiempo a cómo formar al cuadro del nuevo Estado. Él lo caracterizaba, ya desde 1962, como «un creador, un dirigente de alta estatura, un técnico de buen nivel político», «un individuo que ha alcanzado el suficiente desarrollo político como para poder interpretar las grandes directivas emanadas del poder central, hacerlas suyas y transmitirlas», capaz de percibir los «deseos y motivaciones más íntimas» del pueblo; «dispuesto siempre a afrontar cualquier debate», «con capacidad de análisis propio, lo que le permite tomar las decisiones necesarias y practicar la iniciativa creadora de modo que no choque con la disciplina».[9] En otras palabras, se trataba de un político apto para construir consenso y lidiar con el disenso de manera normal; disciplinado, pero capaz de pensar con su cabeza para aplicar las políticas creativamente, según las circunstancias específicas que lo rodeaban; y con la sensibilidad necesaria ante los deseos e intereses de la gente, incluso cuando no tuviera a mano su plena satisfacción. Nada parecido a un burócrata, que siempre tiene la razón porque supuestamente encarna a la vanguardia.
Uno de los párrafos de El socialismo… más citados, aunque menos practicado, enseñado en las escuelas, o incluso evocado en nuestros debates actuales sobre política cultural, caracteriza la tendencia a confundir esa política con el gusto de los burócratas. Viene al caso cada vez que se habla de poder y creación artística:
[el realismo socialista nace de la búsqueda de] la simplificación, lo que entiende todo el mundo, que es lo que entienden los funcionarios. Se anula la auténtica investigación artística y se reduce el problema de la cultura general a una apropiación del presente socialista y del pasado muerto (por tanto, no peligroso). […] Las posibilidades de que surjan artistas excepcionales serán tanto mayores cuanto más se haya ensanchado el campo de la cultura y la posibilidad de expresión.[10]
El miedo entre escritores y artistas ante la perspectiva de un realismo socialista, contra el que el Che seguía precaviendo cuatro años después; a la eventual imposición de un gusto encarnado por ciertos dirigentes de la Cultura; al rechazo a la experimentación artística en favor del didactismo; a la clausura de estéticas, por ejemplo, el arte abstracto, o de sentimientos, como los religiosos; al avance de tendencias sectarias que preconizaban un tipo de arte y promovían grupos de artistas entre viejos comunistas y militantes del propio Movimiento 26 de Julio en posiciones de poder; junto a otros factores, como la amenaza a la seguridad nacional, el progresivo aislamiento y las nuevas alianzas con los países socialistas, habían creado, según avanzaba el año 1961, un momento político límite en el campo de la cultura.
¿Qué elementos específicos formaban parte de ese campo, en la víspera de las reuniones en la Biblioteca Nacional, en junio de 1961? ¿Cuál era el paisaje del consumo cultural en aquella situación histórica tan particular? ¿En qué medida resulta imprescindible para entender la dinámica de las políticas culturales realmente practicadas, más allá de las instituciones, sus documentos rectores y sus misiones, en medio de una transición en curso?
Leer libros e ir al cine, quizás más que otras áreas del consumo cultural, cifraban la experiencia social de la superación. También, naturalmente, el acceso a los museos y galerías de arte, las salas de teatro y de conciertos, las bibliotecas; el nuevo sistema de enseñanza artística masiva; las recién nacionalizadas escuelas privadas, así como lugares de entretenimiento, salones de baile, sociedades, clubes privados; y el fomento de las fiestas populares en todo el país.
Dado el espacio y propósito de estas notas, me voy a concentrar solo en el examen del cine que se exhibía y los libros que estaban al alcance de la mayoría de los cubanos en este periodo.
Ir al cine
La creación del ICAIC era un gran paso de avance en el fomento de la cinematografía nacional, aunque no se posesionaba automáticamente del control sobre lo que se veía en las salas. La Ley 169, promulgada el 2 de marzo de 1959, decía que era un arte, y también «un instrumento de opinión y formación de la conciencia», que podía contribuir a «hacer más profundo y diáfano el espíritu revolucionario».[11] Establecía la necesidad de reeducar «el gusto medio, seriamente lastrado por la exhibición de filmes concebidos con criterio mercantilista, dramática y éticamente repudiables, y técnica y artísticamente insulsos». Agregaba que, «en su condición de arte, y liberado de ataduras mezquinas e inútiles servidumbres», debía contribuir «al enriquecimiento del nuevo humanismo que inspira nuestra Revolución», por lo que debe «constituir un llamado a la conciencia y contribuir a liquidar la ignorancia, a dilucidar problemas, a formular soluciones y a plantear, [ ] los grandes conflictos del hombre».[12]
Reconocerle al cine, y al organismo estatal creado para ocuparse de él por encima de cualquier otro, ese peso específico en la formación de la conciencia y en la profundización del espíritu revolucionario, tiene una nítida connotación ideológica. No apreciarla, por el hecho de que ocurriera en un momento donde no se proclamaba el socialismo ni el comunismo, en medio de un proceso caracterizado por su radicalidad de origen, equivale a reducir la ideología a los términos de la Guerra Fría. Esta visión no comprende, por ejemplo, los movimientos de liberación nacional en los países de África, Asia y América Latina, que anteceden y acompañan a la Revolución cubana, sus contenidos ideológicos y la índole original de su pensamiento político. Finalmente, haber puesto ese organismo en manos de un grupo de revolucionarios con un bagaje cultural y una formación marxista, pero cuya cepa era muy distinta a la ideología del estalinismo, resultaría inexplicable o producto del azar, a no ser que se apreciara su profunda connotación para las ideas y la cultura de la Revolución. El ICAIC, igual que el INRA, el MINFAR, el MINED, el MINSAP, todos creados supuestamente en la fase «agraria y antimperialista», fueron concebidos para radicalizar y defender la Revolución socialista en todos los campos.
Aunque no se hacía cargo de la distribución del cine que se veía en Cuba, el nuevo Instituto debía organizar y desarrollar la industria atendiendo a «criterios artísticos enmarcados en la tradición cultural cubana y en los fines de la Revolución que la hace posible», así como «Organizar [ ] la distribución de los filmes cubanos [ ] que cumplan las condiciones fijadas por la presente Ley [ ] y los acuerdos y disposiciones del ICAIC».[13] Finalmente, la Ley, firmada por el todavía presidente Manuel Urrutia, y bien acogida entre los artistas y las diversas organizaciones políticas y tendencias de la época, fijaba, en su artículo 11, que al ICAIC le tocaba «promover la distribución de los filmes cubanos en el mercado nacional», interesando «a las casas especializadas en esta forma del negocio cinematográfico o sustituyéndolas por una empresa subsidiaria del Instituto en caso necesario».[14]
En la Cuba de 1959, había 519 salas de cine de 35 mm, 134 (25 %) concentradas en la capital.[15] Las suministraban un conjunto de 21 empresas distribuidoras,[16] casi todas norteamericanas: Columbia, United Artists, Rank, MGM, Paramount, RKO, Universal, Warner, entre otras
No es extraño que la mayoría de la exhibición en 1958 (56 %) fueran películas norteamericanas. Muy a la zaga se encontraban las de México (15 %), y Gran Bretaña, Italia, Francia (23 %). La suma de estos cinco países equivalía a 94 % de todo lo que se vio en aquel año.[17]
[Este gráfico es del autor con cálculos realizados a partir de datos obtenidos en: Centro Católico de Orientación Cinematográfica: ob. cit.; María Eulalia Douglas: La tienda negra. El cine en Cuba 1897-1990, Cinemateca de Cuba, La Habana, 1996; Archivo ICAIC: Estrenos 1961-1983 (inédito).]
La diversificación de la exhibición que se advierte en este gráfico a partir de 1960-1961 se hizo posible en la medida en que las casas distribuidoras fueron nacionalizadas, y se impusieron patrones que proscribieron el anticomunismo y la banalidad, y todo lo que entrara en conflicto con los «criterios artísticos enmarcados en la tradición cultural cubana y en los fines de la Revolución que la hace posible».
En la creciente de nacionalizaciones que tuvo lugar en junio-octubre de 1960, como parte del escalamiento del conflicto con la clase alta cubana y el gobierno de Estados Unidos, pasaron al control del ICAIC los circuitos cinematográficos más importantes. Aunque este proceso de incautación de las distribuidoras no se completaría hasta mayo de 1961,[18] ya apenas un mes después de la oleada nacionalizadora de octubre, el Consejo de Dirección del ICAIC dictaría prohibición de exhibición sobre 87 películas extranjeras que se estaban viendo en los cines del país, el 16 de noviembre de ese año.[19] Esta resolución se fundamentaba en su «ínfima calidad técnica y artística, cuyo contenido y tendencia reaccionarios resultan de la apología del colonialismo y el imperialismo y de la deformación de la historia y la realidad», «promueven la discriminación, el prejuicio y la ignorancia», y «unen a la mediocridad y la perversión de la técnica y el arte cinematográfico, un total rebajamiento de los medios expresivos [ ]».[20]
Estos filmes narraban historias de indios racistas o asesinos (Choque de razas y El hacha india, oestes, 1959), salvajes africanos o árabes (Watusi y Timbuktú, aventuras, 1959), despiadados soldados coreanos, chinos y japoneses (Operación Korea, 1959; Paralelo 38, 1960), thrillers de propaganda anticomunista (La prisionera del Kremlin, FBI en acción, El médico de Stalingrado, La bestia de Budapest, Yo fui comunista para el FBI, 1960), y una larga lista de películas de guerra donde los héroes eran los norteamericanos, remakes de vampiros, Frankensteins, hombres-lobos, y todo tipo de monstruos. Como botón de muestra de esas cintas prohibidas, Santiago (Gordon Douglas, 1956), distribuido por Warner Bros., contaba la historia de un contrabandista de armas (Alan Ladd), convertido en suministrador de unas tropas mambisas que se comunicaban mediante tambores y salvaban la vida de un José Martí que vivía en una mansión como la de Lo que el viento se llevó en medio de la manigua cubana.
Esta prohibición de filmes racistas, propagandistas de la Guerra Fría, o simplemente horrorosos, según corrobora el juicio artístico de la propia Guía cinematográfica 1959-1960 del Centro Católico de Orientación Cinematográfica (CCOC), no marcó una pauta restrictiva en la exhibición de cine extranjero en Cuba, sino al contrario. La columna de 1961 (ver gráfico) refleja esta nueva diversidad. A pesar del decrecimiento en términos absolutos, como consecuencia de la caída del cine de Estados Unidos, que pasó de 210 (1960) a 10 (1961), en ese Año de la Alfabetización se pusieron no solo numerosas películas de la URSS, sino de la RDA y la RFA, Yugoslavia, el mejor cine de Europa del Este (Polonia, Checoslovaquia, Hungría) y de Europa Occidental (Italia, Francia, Gran Bretaña, Suecia, España), de China y de Japón. Hubo una alta proyección de cine mexicano, e incluso algunos filmes de Argentina, Colombia y Venezuela.
Los espectadores cubanos pudieron ver por primera vez cine de Grigori Chujrái (La balada del soldado), Mijaíl Kalatózov (Cuando vuelan las cigüeñas y La carta que no se envió), Andrzej Munk (Heroica), Otakar Vávra (La barricada silenciosa), Jerzy Kawalerowicz (El tren nocturno), Jirí Weiss (Romeo y Julieta en las tinieblas), Jindrich Polák (La quinta sección), Frank Beyer (Cinco casquillos de bala), Jiří Trnka (El sueño de una noche de verano). Recuerdo que fue el año de Hiroshima mon amour (Alain Resnais), En el umbral de la vida y La noche de los titiriteros (Ingmar Bergman), Los desarraigados (Gilberto Gazcón), Los amantes de Montparnasse (Jacques Becker), Escupiré sobre sus tumbas (Michel Gast), La aventura (Michelangelo Antonioni), Moderato cantabile (Peter Brook), El rojo y el negro (Claude Autant-Lara), La gran guerra (Mario Monicelli), Honorables delincuentes (Basil Dearden), El general de la Rovere (Roberto Rossellini). Todo esto se proyectaba en cines de barrio, no en la cinemateca. También fue el año de algunas de las primeras películas del ICAIC, como Cuba baila (Julio García Espinosa) e Historias de la Revolución (Tomás Gutiérrez Alea). La prueba de que esta diversidad no encerraba un patrón donde se privilegiaba el cine de los países socialistas por razones ideológicas vino de inmediato. Las películas que se pusieron en 1963 y 1964 dieron lugar al primer debate en el campo de la cultura, donde se enfrentaron concepciones políticas diametralmente opuestas.
¿Qué significación tiene entonces, en aquel contexto, la prohibición de un documental que presentaba escenas de la vida nocturna en Regla y la playa de Marianao, donde un grupo de gente se emborrachaba y bailaba hasta altas horas de la madrugada? ¿Era esta obra una expresión de oposición a la Revolución? ¿Sus realizadores provenían de una corriente opuesta o censurada en la política cultural? ¿De grupos políticamente marginados, ajenos a la familia revolucionaria? ¿Lo que hoy llamamos disidentes? ¿Fue una película que estremeció la conciencia de los que la vieron por la TV? ¿Qué dividió a la mayoría de los cineastas? ¿A los artistas y escritores?
Entre editoriales, imprentas y librerías
En comparación con la producción y distribución de cine, el mundo editorial cubano de la transición temprana era infinitamente más amplio, diverso, complejo y de mayor alcance. La minuciosa Bibliografía publicada por la Biblioteca Nacional sobre ese periodo se iniciaba con una nota de presentación elocuente sobre la situación, y también sobre el espíritu de aquellos primeros sesenta:
Son cientos las obras editadas cada año específicamente sobre Cuba en cuantas lenguas se hablan sobre la faz de la Tierra [ ] Pero hay más, hay el criminal y torpe bloqueo imperialista que pretende mantenernos en el ostracismo intelectual. Que el lector no se extrañe, pues, si en las páginas que siguen predominan las voces amigas; no hubiésemos tenido a menos el presentar también las otras, si hubiesen llegado hasta aquí. Nos consuela, sin embargo, pensar que esa literatura, muy frecuentemente hostil, estará suficientemente bien reseñada en los repertorios norteños.[21]
Esa producción editorial y la oferta de libros y publicaciones en Cuba, apenas en 1959-1962, sería inabarcable en estas notas. Si se examina solo el inventario de títulos de literatura, pensamiento y política disponibles en las librerías cubanas en ese periodo, se comprobará que era monumental. Me concentraré en algunas de esas áreas temáticas, de mayor interés para los fines de estas notas, así como en la caracterización de aquella circunstancia.
Resulta reveladora la comparación entre la estructura del siguiente gráfico y la que vimos al examinar la exhibición cinematográfica.
En contraste con las películas cubanas, los lectores de literatura pudieron disponer de más del doble de títulos de autores cubanos que la suma total de los del resto del mundo. Al mismo tiempo, la presencia en librerías de obras de Europa Occidental (60), América Latina y el Caribe (58) y el campo socialista (52) era muy pareja. Si se suman las de Estados Unidos (13), las de Occidente estarían por encima de todas, aunque no en una medida apabullante.
Una estructura análoga se advierte en el predominio de libros sobre la Revolución cubana (344) e historia de Cuba (97). Por otra parte, en cuanto a pensamiento crítico y política, los títulos sobre el imperialismo y los movimientos de liberación nacional (38) y de marxismo (53) sobrepasan con mucho los de filosofía y ciencia política (33) en una fecha tan temprana como 1962. Este patrón resulta congruente con la continuada radicalización del proceso desde sus primeros años, ya apuntada en la primera parte de este texto.
Este patrón es tanto más revelador si se tiene en cuenta que las agencias de producción y comercialización de libros eran entonces incomparablemente más numerosas y diversas que las distribuidoras cinematográficas, prácticamente todas nacionalizadas a la altura de 1961, según vimos.
En efecto, estaba todavía muy lejos la centralización institucional, que tuvo lugar en 1967 con la fundación del Instituto del Libro. En aquel panorama de la transición temprana, había editoriales estatales, paraestatales, comerciales o privadas, y de organizaciones e instituciones, cubanas y también extranjeras.
La principal institución editorial creada por la Revolución para producir libros fue la Imprenta Nacional, dirigida por Alejo Carpentier, cuyo nombre pasaría a ser Editorial Nacional de Cuba en ese periodo. La lista de sus títulos es muy amplia y, como veremos, abarcó no solo literatura y política revolucionaria, ni se limitó a autores cubanos y latinoamericanos. Obras norteamericanas tan significativas en aquel momento como El imperio del banano (Charles Kepner, 1961) y Los bienes terrenales del hombre (Leo Huberman, 1961) dejaron una huella en la formación cultural de muchos jóvenes y no tan jóvenes de entonces.
Por otro lado, no hay que olvidar el peso de otros organismos del nuevo Estado, que también editaban y publicaban en cantidades considerables, a veces en combinación con la Imprenta, pero otras por su propia cuenta, como el MINED, el INRA, el MINFAR, la Oficina del Historiador de La Habana, el Ministerio de Industrias, el MINSAP, los gobiernos provinciales de La Habana, Matanzas, Oriente.
Por ejemplo, el INRA publicó por primera vez La guerra de guerrillas (1960) del Che; el Manual de capacitación cívica del MINFAR (realizado por la Imprenta Nacional, 1960), con casi cuatrocientas páginas y un grabado de Carmelo en la portada, que se convertiría en libro de referencia para la educación política en todo el país; así como su Curso de Instrucción revolucionaria en siete tomos (1961); también conferencias de expertos sobre economía, la industria revolucionaria (García-Valls) o la moneda en el mundo contemporáneo (Le Riverend).
En cuanto a las universidades, que operaban todavía de manera descentralizada y con un grado de autonomía, editorialmente hablando, la más descollante fue la Universidad Central de Las Villas (UCLV), que publicaba no solo revistas de antropología y humanidades, como Islas, sino también una notable producción de libros sobre filosofía, sicología, folclor, literatura y otras materias, por encima incluso de la Universidad de La Habana (UH) y de la de Oriente (UO), que también editaban numerosos textos. Así se publicaron por la UCLV obras destacadas de Federico de Onís, Juan Marinello, Manuel Moreno Fraginals, Samuel Feijoo, Onelio Jorge Cardoso, Fernando Ortiz, Antonio Núñez Jiménez, Manuel Pedro González, Carlos Felipe, Marcelo Pogolotti.
Entre las imprentas y editoriales privadas cuyas obras de valor cultural estaban disponibles en librerías, se encontraban algunas muy visibles en aquella época. La Tertulia publicó Cuba no debe su independencia a los Estados Unidos (Emilio Roig, 1961) y Los pasos perdidos (Alejo Carpentier, 1961); Nuevo Mundo editaría Cuentos negros (Lidia Cabrera, 1960) y casi toda la obra de Pablo de la Torriente Brau; Lex publicaría Azúcar y población en las Antillas y Manual de Historia de Cuba (Ramiro Guerra, 1961), una biografía de Fidel (Luis Conte Agüero, 1959), y numerosas leyes del Gobierno revolucionario, así como antologías de José María Heredia, Domingo del Monte, José Martí y otros clásicos cubanos, y Pensamiento político, económico y social de Fidel Castro (1959). Otras, como Faro, Antena, Cenit, Luz-Hilo, Minerva, Orbe, Prensa Libre, P. Fernández, Torres Aguirre, Úcar García, dejaron una huella que todavía puede rastrearse en los anaqueles de las principales bibliotecas del país.
Aprovechando su capacidad de impresión y la libertad para usar sus medios, también editaban algunos periódicos, especialmente Revolución y Hoy, bajo denominaciones editoriales como Ediciones R, Vanguardia Obrera, Doctrina. Así se editaron igualmente libros de Blas Roca, como Los comunistas no ocultan nada (1959) y Las funciones y el papel de los sindicatos ante la Revolución (1960), y recopilaciones de sus artículos en el periódico del PSP. El Movimiento 26 de Julio también produjo algunos títulos y folletos, aunque en menor medida.
Si tomamos como muestra lo que publicaron dos editoriales tan distintas en términos de filiación literaria, afinidades políticas, manejo de recursos, e incluso representación generacional, como Ediciones R y El Puente, podemos tener una idea de la complejidad del entorno editorial cubano de entonces.
Ediciones R, respaldada por el periódico Revolución, publicaría a escritores que ya tenían un camino recorrido, algunos incluso en el campo del periodismo, y, en muchos casos, con años de estancia y aprendizaje fuera del país. Es el caso de cuentistas como Guillermo Cabrera Infante (Así en la paz como en la guerra, 1960) y de Calvert Casey (El regreso, 1962), novelistas como Edmundo Desnoes (No hay problema, 1961), Jaime Saruski (La Búsqueda, 1961), Noel Navarro (Los días de nuestra angustia, 1962), y narradores establecidos, como Onelio Jorge Cardoso (Cuentos completos, 1962). También poetas ya reconocidos, y que siguieron apareciendo desde entonces en todas las antologías, como Pablo Armando Fernández (Toda la poesía, 1961), Fayad Jamís (Los puentes, 1962), José A. Baragaño (Poesía, revolución del ser, 1960), Rolando Escardó (Libro de Rolando, 1961), el haitiano René Depestre (General negro, 1962) Oscar Hurtado (La seiba, 1961). Y teatristas como Virgilio Piñera (Teatro completo, 1960).
La sofisticación y cosmopolitismo de los autores de Ediciones R, y su alineamiento con la política de la Revolución, contrastaban con los de los jóvenes de El Puente. Estos representaban un grupo mucho más diverso, casi que reunido en torno a un mismo interés por la poesía. Novísima poesía cubana, compilado en 1962 por Reinaldo Felipe y Ana María Simo, una de las principales animadoras de la editorial, junto a José Mario Rodríguez, reunía a escritores muy jóvenes, como Georgina Herrera, Joaquín G. Santana, Miguel Barnet, Nancy Morejón, Belkis Cuza Malé, Isel Rivero, y al propio José Mario Rodríguez. Entre esos nombres, algunos muy conocidos luego, había muy diferentes filiaciones literarias y también posturas personales respecto a la Revolución.
Aunque los recursos disponibles para los libros de El Puente eran mucho más escasos que los de Ediciones R, su presencia en las secciones de poesía y narrativa de las librerías se hacía muy visible en esos años. Se encontraban los cuentos de Guillermo Cuevas (Ni un sí, ni un no, 1962), Ana María Simo (Las fábulas, 1962), así como los versos de quienes publicaron allí sus primeros poemarios, como Mercedes Cortázar, José Mario, Silvia Barros, Gerardo Fulleda León, Manuel Granados, Nancy Morejón, Joaquín G. Santana, Miguel Barnet. Antes de cerrarse, en 1964, el catálogo de El Puente incluyó a teatristas reconocidos, como José Ramón Brene y Nicolás Dorr, cuyas obras ya estaban en escena en 1961 y 1962.
Algunos investigadores han examinado la cuestión de cómo se pudo crear un conflicto político en torno a este grupo de jóvenes poetas y su editorial. Me limito a recordar que, en su momento, ese debate fue más intenso y resonante que el documental P.M., producido por el grupo de Ediciones R.[22]
Antes de que la Imprenta Nacional (o la Editorial Nacional) publicara textos de Marx y Engels, en 1961-1962, las librerías cubanas habían empezado a vender obras impresas por la argentina Editorial Lex, como El capital (1960) y El Manifiesto Comunista (1960), y por la Editorial Orbe, como Anti-Dühring y Dialéctica de la naturaleza. Solo de El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (Federico Engels) hubo tres ediciones, todas de 1961, hechas por Editorial Luz-Hilo, Orbe y Prensa Libre.
En 1961, la Imprenta Nacional publicaría ya algunas de las principales obras de Lenin: El Estado y la Revolución, El imperialismo, fase superior del capitalismo, Ejército revolucionario y gobierno revolucionario, Materialismo y empiriocriticismo, Sobre la religión, La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo, entre otras.
El marxismo soviético también estuvo disponible desde muy temprano con el Diccionario de filosofía y sociología marxista de Iudin y Rosenthal (Editorial Orbe, 1961). En ese mismo año, los más destacados manuales del momento serían dados a conocer a los lectores cubanos por la Imprenta Nacional: Los fundamentos de la filosofía marxista, de F.V. Konstantinov; Manual de marxismo-leninismo, de Otto V. Kuusinen; La dialéctica marxista-leninista como ciencia filosófica, de V.P. Rozhin; Sobre el materialismo dialéctico y el materialismo histórico, de Stalin, casi todos tomados de traducciones mexicanas del ruso, publicadas por la Academia de Ciencias de la URSS.
El PSP había impreso, en 1960, una versión del famoso discurso de Nikita Jruschov en el XX Congreso del PCUS de 1956, a partir de la publicación en inglés por el PC de Estados Unidos. También contribuyó, curiosamente, a hacer visible el marxismo chino. El PSP y las ORI difundieron en Cuba a Liu Shao-Chi (Cómo ser un buen comunista y Sobre la línea de masas del Partido), así como a Mao Tse-Tung (Sobre la contradicción y Contra el liberalismo), en 1961.
Este contexto cultural pudiera describirse, por su vibración, carácter insólito, originalidad, energía irradiante y apertura, su dinamismo y creatividad, y también por su densidad y velocidad asombrosas, como barroco. Fue en ese momento que tuvo lugar un acontecimiento tan especial para la cultura y para la política de la Revolución cubana como los encuentros en la Biblioteca Nacional, donde artistas y escritores dialogaron con el liderazgo revolucionario.
Para llegar a este punto, y poder apreciar su significado, resulta imprescindible tomar en cuenta todo lo examinado hasta ahora, tanto para aquella circunstancia singular, como para el proceso que nos acompaña en la actualidad.
Palabras: construcción de consenso y diálogo con el disentimiento
Las reuniones en la BNJM de junio de 1961 no son el kilómetro cero de la política cultural de la Revolución. Como se ha visto en los párrafos anteriores, esa política se inició con la Revolución misma, estaba en curso en el Año de la Alfabetización, y se había desarrollado a lo largo de los copiosos años 1959 y 1960 en áreas muy concretas como las mencionadas antes. Estos y otros cambios radicales habían transformado las relaciones sociales y las mentalidades, los modos de vida, las representaciones y visiones sobre el presente y el futuro. Cuando digo radicales no me refiero a la ideología marxista, de la que aún se estaba empezando a aprender, sino a los patrones de la política y la comunicación pública, la participación ciudadana y el modo de vivir la actualidad en vivo y en directo, y de formar parte de ella.
Esas reuniones fueron apenas un capítulo en la política de construcción de consenso y de diálogo con el disenso, que formaban ese nuevo patrón traído por la Revolución y que estaba literalmente en pleno desarrollo. En el eje articulador de esa política estaba, a no dudarlo, el «ángel de Fidel», como le había llamado Jorge Mañach. Pero ni siquiera ese «ángel», es decir, ese carisma, permite explicarse la complejidad de un proceso de gran escala como el que estaba en marcha, donde el consenso desempeñaba, como suele ocurrir en política, pero más en una revolución, un papel clave.
Reducir la política a la política cultural, y encapsular esa política cultural en una frase, como se extrae un versículo de un salmo bíblico, carece de sentido histórico. En el diálogo con los artistas y escritores, Fidel estaba valiéndose de un diálogo particular, con una comunidad especialmente sensible y difícil, cuya representación en el liderazgo era escasa, para actualizar la política de construcción de consenso y diálogo que había ejercido a lo largo del proceso, desde los años de la guerra.
Se había rebasado la fase previa a la huelga de abril de 1958, cuando el consenso dentro del Movimiento 26 de Julio requería lidiar con corrientes alternativas y con el peso clave del llano en la concepción estratégica global. En aquella etapa se había hecho imprescindible una política de alianzas, también con fuerzas políticas que hablaban de revolución solo como oposición a la dictadura, ajenas a una reforma agraria de verdad y a la recuperación de los recursos básicos del país, y finalmente dedicadas a conspirar contra el nuevo poder desde los primeros meses del triunfo.
Había sido necesario, para asegurar la continuidad de la Revolución, convertir la discrepancia estratégica con el PSP en un diálogo que facilitara su incorporación a la guerra en su fase final, no tanto por su aporte militar, sino por su experiencia política acumulada, disposición a dialogar alianzas, organización, disciplina, cohesión ideológica, reconocimiento del liderazgo revolucionario, y capacidad para contribuir a la construcción de un nuevo orden institucional. En esos aspectos, y el manejo de medios de comunicación, periódicos y estaciones de radio, así como organizar sistemáticamente la propaganda, el PSP descollaba en el mapa de las organizaciones revolucionarias.
A la hora de gobernar, no se podía subestimar a un grupo considerable dentro del liderazgo comunista, no solo con experiencia política, como Lázaro Peña y Blas Roca, sino con una formación intelectual y un nivel cultural apreciables, como Carlos Rafael Rodríguez, Juan Marinello, Lionel Soto, Joaquín Ordoqui, Edith García Buchaca, Mirta Aguirre.
El Movimiento 26 de Julio había integrado el núcleo duro de un Ejército Rebelde cuya tropa de guajiros carecía de nivel escolar, y cuyos jefes muy jóvenes, la mayoría sin formación universitaria, y que comandan la defensa y la seguridad de esa Revolución, simultanearán cada vez más como cuadros políticos. La tarea de gobernar demandaba nivel cultural, tanto como lealtad y confiabilidad; y la primera escaseaba más que las otras. Porque ya no se trataba de combatir bajo las banderas del 26, sino de llevar adelante la Revolución, con mayúscula. De manera que Camilo Cienfuegos fundaría el Departamento de Instrucción Revolucionaria y la sección de cine de ese Ejército, que filmarán y editarán libros aun antes de que se creasen el ICAIC y la Imprenta Nacional, y seguirán produciéndolos sin cesar, también en los años sucesivos, como antes apunté.
En ese proceso de construir consenso en la defensa de la Revolución, el diálogo dentro de la familia revolucionaria resultaba clave para articular una difícil y heterogénea unidad, basada en la concertación, no en la imposición. Así que Fidel Castro orientaría a los militantes de su organización que apoyaran al candidato del Directorio Revolucionario 13 de Marzo en las elecciones de la FEU de 1959, en vez de votar por el líder de la sección estudiantil del Movimiento 26 de Julio.
Lo anterior apenas ilustra los antecedentes del proceso que llevaría al encuentro en la BNJM.
Así que sacar de ese contexto la frase «dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada», no permite entenderla en su significado político, entonces y luego, ya que puede interpretarse de muchas maneras como demuestra, de hecho, la historia posterior.
Si de significado político se trata, lo primero es considerar esas palabras como parte de un discurso que se desarrolla apenas dos meses después de Playa Girón. Este evento suele evocarse como una operación militar, a pesar de que su significado resulta inconcebible sin la escalada de conflicto político que con él culminó. De hecho, la amenaza a la seguridad nacional reforzó la significación política del consenso. Lo más importante en aquella seguridad amenazada no era la formidable guerra de ideas, que hoy llamamos guerra cultural, impuesta por la contrarrevolución adentro y afuera; sino la división dentro del campo de la Revolución, producto de un manejo torpe o sectario del disentimiento, en un momento cuya volatilidad incidía directamente en el consenso.
Las palabras de Fidel, en su connotación de política cultural, son inseparables de la lógica política mayor que las inspira y les da sentido. No estaba dirigido a los escritores y artistas, sino a la sociedad civil de aquel momento. De manera que se propone, una vez más, explicar la Revolución, e insistir particularmente en que no es un proceso solo para los revolucionarios, sino también para los no revolucionarios. Lo que en un lenguaje actual se llamaría una lógica incluyente.
He aquí el hilo conductor de sus palabras: «Es posible que los hombres y las mujeres que tengan una actitud realmente revolucionaria ante la realidad, no constituyan el sector mayoritario de la población: los revolucionarios son la vanguardia del pueblo».[23] En otras palabras, el consenso no se fundamenta en el apoyo automático de una mayoría numérica. Los revolucionarios pueden ser una minoría, y su rol en el cambio social no deja de resultar legítimo y genuino.
Naturalmente,
[…] los revolucionarios deben aspirar a que marche junto a ellos todo el pueblo. La Revolución no puede renunciar a que todos los hombres y mujeres honestos, sean o no escritores o artistas, marchen junto a ella; la Revolución debe aspirar a que todo el que tenga dudas se convierta en revolucionario; la Revolución debe tratar de ganar para sus ideas a la mayor parte del pueblo; la Revolución nunca debe renunciar a contar con la mayoría del pueblo, a contar no solo con los revolucionarios, sino con todos los ciudadanos honestos, que aunque no sean revolucionarios —es decir, que no tengan una actitud revolucionaria ante la vida—, estén con ella.[24]
Es decir, que el consenso se construye, no solo persuadiendo, sino logrando que participen activamente, o aun pasivamente; de manera que los que se sientan incluidos sean cada vez más, y lo sean de una manera consciente.
¿Quiénes son, entonces, los enemigos? ¿Los irremediables? ¿Los que hay que enfrentar y excluir? «La Revolución solo debe renunciar a aquellos que sean incorregiblemente reaccionarios, que sean incorregiblemente contrarrevolucionarios».[25] De manera que también a los contrarrevolucionarios se les puede tratar, porque entre ellos puede haber algunos, quizás muchos, que sean «corregibles», según la historia posterior demostraría.
¿Se trata de una condición particularmente dirigida a construir consenso en el campo cultural? ¿Entre los escritores, artistas, intelectuales? No. «Y esto no sería ninguna ley de excepción para los artistas y para los escritores. Esto es un principio general para todos los ciudadanos, es un principio fundamental de la Revolución».[26]
El discurso de Fidel a los escritores y artistas es mucho más que piedra angular de una política para el «sector de la cultura», como se suele interpretar, sino hito en una estrategia vital para la sobrevivencia de la Revolución como proceso social, de alcance verdaderamente nacional, que incluya a sus descontentos, y que use el diálogo no para ocultar o desconocer las diferencias, sino para construir sobre ellas.
¿En qué medida la construcción de consenso y diálogo con la discrepancia, y su papel como ingrediente de una cultura política socialista, se circunscribió a aquella coyuntura? ¿Cuál fue su peso específico y la manera de abordarlo años después, cuando el proceso se había consolidado e institucionalizado? ¿Qué nos enseña?
La construcción de consenso y diálogo: la posteridad.
En 1979, ante un auditorio de militantes y dirigentes del Partido, Fidel dedicó seis horas a defender sus argumentos para cambiar una política establecida, desde hacía casi veinte años, con los que se habían ido de Cuba.[27] Estaba consciente seguramente de que la mayoría reunida en el Karl Marx no pensaba como él, sino más bien estaba convencida de que los emigrados eran parte de la contrarrevolución. Desde 1960, él mismo había estado apuntando a esos que se iban para ponerse del lado de Estados Unidos, y los había calificado de enemigos de la patria.
Cuando llegó la hora del llamado al Servicio Militar, en noviembre de 1965, los que querían irse fueron clasificados como no confiables, junto con los gais y los religiosos, y reclutados para las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP). No solo porque hacía falta elevar entonces la producción agrícola, y porque el trabajo podía transformar su manera de pensar y comportarse, sino porque no era conveniente a la seguridad nacional que los que se querían ir para Estados Unidos, en medio de la guerra de Vietnam, se entrenaran en la nueva técnica militar recién recibida de la URSS ese año.
En ese mismo momento, la primera gran confrontación en torno a las relaciones migratorias con Estados Unidos llevaba a la apertura del puerto de Camarioca a todos los que quisieran venir en busca de sus familiares, y, en consecuencia, al primer acuerdo migratorio bilateral. A partir de ese momento, y hasta 1973, funcionaría el llamado puente aéreo Varadero-Miami, por donde salieron más de doscientos cincuenta mil cubanos que no habían podido emigrar, desde que se habían interrumpido los vuelos cuando la Crisis de Octubre de 1962.
Este antecedente resulta imprescindible para entender las palabras de Fidel, y el contexto en que tenían lugar, en febrero de 1979. Apenas cinco años después de cerrado el puente aéreo por el gobierno de Nixon, una nueva relación con los que estaban afuera, muchos también interesados en un diálogo de retorno, se presentaba por primera vez como un asunto de interés nacional. Aunque la detente entre Estados Unidos y la URSS, la nueva tónica del presidente Carter hacia América Latina y Cuba, y los avances en la diplomacia bilateral, propiciaban esa nueva relación, se trataba de un asunto de política cubana, antes que de relaciones exteriores.
En sus palabras en el Karl Marx, Fidel justificaría el diálogo iniciado en 1978 con representantes de la emigración a partir de un análisis sobre la arquitectura del consenso político, y su fortalecimiento.
El vínculo de esa comunidad, de la gran masa de esa comunidad con el país, es un vínculo de tipo nacional. Y yo diría que empezaríamos a emplear ese espíritu nacional, en este caso con un sentido positivo y un sentido revolucionario, y que nosotros un día, Cuba, el país, va a contar con el apoyo ¡fíjense bien! de la mayoría de esa emigración. De lo contrario no somos lo que somos, nuestro país no es lo que es, y nuestra revolución no vale lo que vale.[28]
Según su explicación, aquel diálogo era celebrado por muchos fuera de Cuba, incluso algunos que no eran amigos nuestros y sí aliados de Estados Unidos, mientras que preocupaba a otros, allá y aquí: «Los yanquis son los que están más preocupados; y en segundo lugar, los extremistas de allá […] no voy a decir los extremistas de aquí, para no confundir los confundidos con los extremistas».[29]
Al igual que en Palabras a los intelectuales, dieciocho años antes, su discurso se dirigía a distinguir estratégicamente a los enemigos y a los que no simpatizaban con la Revolución. «¿A quién nos interesa a nosotros combatir? ¿A la emigración de los cubanos? [ ] Nuestro enemigo es el sistema imperialista, el sistema capitalista. Nuestros enemigos son [ ] las organizaciones contrarrevolucionarias [ ] los terroristas».[30]
En el contexto de 1979, se requería, según su razonamiento, enfatizar una política de paz, más compleja que una de guerra.
Una política de guerra siempre suscita más emociones, la guerra, lo heroico, la invocación al combate, a la muerte, siempre suscita entusiasmo, sobre todo en los temperamentos ardientes y apasionados; muchas veces una política de paz es mucho más difícil de elaborar, de entender; política de negociaciones; la política de coexistencia pacífica […] porque es la única política que se puede hacer, negociar con el capitalista, llegar a acuerdos con el capitalista.[31]
Para fundamentar este giro en las relaciones con los emigrados como una necesidad de aquel nuevo momento, se remontaba una vez más a la historia de la Revolución. «Sobre la política de ganar adversarios; la Revolución tiene una larga experiencia. ¿Cómo hicimos nosotros la guerra? ¿Fusilando soldados? No».[32]
Una vez más, retomaba la idea de que la Revolución no puede renunciar a los que no están en sus filas. Pero esta vez iría más allá que en 1961:
Muchos soldados de Batista son hoy militantes de nuestro Partido […] Trabajadores de vanguardia, trabajadores distinguidos […] ¡el hombre demuestra en la Revolución de lo que es capaz, y las virtudes que tiene y las capacidades morales potenciales que posee, de modo que pueda transformarse en un revolucionario! […] ¿Qué sería de la revolución si no hubiese ganado para su causa a los adversarios, cuando nosotros éramos unos pocos, y todo era este partido, el otro y el otro, de todas clases, y no teníamos nada, éramos un puñado? Se puede decir que todos eran adversarios nuestros […] De modo que hay una larga tradición de la Revolución en la lucha por captar a los adversarios [ ] captarlos para que de una forma u otra sirvan a la Revolución. Es toda una tradición.[33]
Su último argumento cuestionaba la premisa de la pureza ideológica y rechazaba la resistencia al diálogo con el adversario como una debilidad política para la defensa nacional.
No podemos hablar de batalla ideológica sin el contacto, sin el argumento, sin la defensa. ¿Quién es más fuerte moralmente, políticamente, ideológicamente? Claro está, no podemos vivir en la asepsia pura. ¡Pureza total! No concibo al revolucionario en estado de asepsia pura, ¡no lo concibo! Porque así se puede ser revolucionario. El hombre es puro porque no tiene ni la menor tentación, ni el menor riesgo, ni el menor contacto […] como si un revolucionario verdadero pudiera temer al contacto ideológico, la confrontación y el contacto. [ ] Y creyéramos que nos vamos a enfangar todos por eso.[34]
Consideraciones finales
Sin ánimo de resumir todo lo anterior, quiero subrayar un legado político y cultural que valoriza el consenso y el diálogo, e impugna el sectarismo y el extremismo («los confundidos», según les llamó Fidel a los extremistas de 1979), como vías para construir una cultura de la unidad, que ha requerido ser reproducida y actualizada continuamente.
Junto a ese legado, la dinámica cultural de la política, las ideas y las decisiones adoptadas después de 1961 podrían resultar muy incongruentes si no se entienden los factores de la geopolítica, el conflicto de intereses con Estados Unidos y la clase alta cubana, que le impuso a la Revolución desde el principio una posición defensiva. Esta lógica, en el tiempo, permitió que se reprodujeran, como las secuelas de una enfermedad infantil, corrientes dogmáticas y sectarias, a las que no escapan, por cierto, las mentalidades de la disidencia organizada.
Cuba nunca recibió orientaciones de Moscú. Su marxismo heterodoxo se centró en las alianzas anticoloniales y de liberación nacional desde los años de su liderazgo ascendente en el movimiento No Alineado y la Tricontinental. Che Guevara y Fidel Castro fueron insignias de un pensamiento radical, capaz al mismo tiempo de revisarse críticamente, como muestra la larguísima carta de despedida del Che a Fidel acerca del funcionamiento del sistema que se trataba de implementar en 1962-1965.[35] El liderazgo histórico (y el no histórico) pudieron impulsar y dirigir la autorreforma del sistema una y otra vez, en sucesivas etapas. Sin embargo, el efecto de una superpotencia peligrosamente cercana a esta Revolución y la trampa geopolítica de la Guerra Fría le impusieron crear un aparato de defensa y seguridad, y un condicionamiento mental de fortaleza sitiada, que ha dejado una huella indeleble en la cultura política heredada, a través de sucesivas generaciones hasta hoy.
La narrativa histórica sobre el proceso tiende a ignorar que hemos atravesado políticas muy diferentes en cada etapa. Además de cambios ideológicos, como los ejemplificados en la adhesión a un marxismo de la liberación nacional o a un marxismo-leninismo de manuales publicados muy precozmente, también los hubo en política económica, concepciones sobre la democracia y criterios sobre su funcionamiento, estrategias de seguridad nacional y defensa, énfasis en política exterior y arquitectura de alianzas internacionales y, naturalmente, aplicación de políticas culturales.
Solo en la primera década de Revolución (1959-1968), el intento por aplicar un modelo económico distinto al soviético y al chino, aunque nunca implementado cabalmente, permitió, sin embargo, casi sesenta mil pequeñas y medianas empresas todavía privadas, algunas muy bien articuladas al sector estatal dominante. Considerar que su nacionalización en ese año respondía a la influencia del estalinismo, pasa por alto las ostensibles tensiones y diferencias con las dos grandes potencias socialistas, provocadas por las presiones de la URSS y de China. Si Cuba se resistió a alinearse con ninguna de las dos, según el patrón extendido entre partidos comunistas y gobiernos no comunistas de Asia y África, en el marco de la Guerra Fría, esta resistencia tuvo, como el bloqueo de Estados Unidos, costos muy altos.
El aislamiento internacional de la segunda mitad de los sesenta, cuando la Revolución era una especie de nave que viajaba sola hacia una constelación llamada el comunismo, tuvo consecuencias imprevistas para esa cultura política diversa y heterodoxa. La nacionalización de los pequeños negocios llamada Ofensiva Revolucionaria (1968); la creación y clausura de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP) (1965-1968); los planes descomunales, como la Zafra de los Diez Millones, las megaplantaciones de café en el cordón de La Habana, los pueblos experimentales donde se abolieron las relaciones monetario-mercantiles; y todo lo demás que puede semejarse al Gran Salto Adelante o la Revolución Cultural china, carecía de vínculo político real con la ideología de Mao o el estrechamiento de relaciones con ese país. Más bien todo lo contrario, dado el abierto enfriamiento entre Cuba y la República Popular China, a partir del 13 de marzo de 1966, y las discrepancias en arenas internacionales donde ambas concurrían, desde el movimiento Tricontinental (1965-1966), la invasión china a Vietnam (1979), la guerra de Angola (1975-1988), todas ajenas a las relaciones de cada país con la URSS.
Tampoco los acontecimientos políticos relacionados con el «caso Padilla» y la reacción cubana ante la invasión soviética a Checoeslovaquia, en 1968, que produjo el enfriamiento de relaciones con la intelectualidad europea y norteamericana, respondían a una influencia soviética en Cuba ni a un presagio del «quinquenio gris». El discurso de Fidel ante la invasión descalificaba en tales términos a la URSS como para no dejar lugar a duda. Según sus palabras, televisadas a todo el país, la invasión se justificaba solo por razones políticas, o sea, preservar la «integridad del campo socialista», pero «base jurídica en el derecho internacional no tiene ninguna»; las relaciones entre la URSS y los partidos de los países socialistas europeos se caracterizaban por «incondicionalidad, satelismo, lacayismo»; esos regímenes se distinguían por su «dogmatismo», «burocratismo», «no ser verdaderamente revolucionarios»; y por su «ignorancia sobre los problemas del mundo subdesarrollado»; «la juventud en Europa del Este no se educa en los ideales del comunismo y el internacionalismo». Finalmente, emplaza a la URSS de forma directa por su inconsecuencia hacia los demás países socialistas:
¿Serán enviadas también las divisiones del Pacto de Varsovia a Vietnam si los imperialistas yanquis acrecientan su agresión contra ese país y el pueblo de Vietnam solicita esa ayuda? ¿Se enviarán las divisiones del Pacto de Varsovia a Cuba si los imperialistas yanquis atacan a nuestro país, o incluso, ante la amenaza de ataque de los imperialistas yanquis a nuestro país, si nuestro país lo solicita?[36]
La visión que hace de la política de la Revolución un espejo de sus relaciones con la URSS permite hoy seguir atribuyéndole los males del socialismo cubano a la influencia soviética, treinta años después de que desapareciera. Este enfoque se resiste a reconocer un conjunto de elementos negativos en la cultura política cubana, que se reproducen más allá de posiciones ideológicas particulares. En efecto, así como el prejuicio racial y de género, la subvaloración de los más pobres, menos educados, marginales, oriundos de otros territorios, entre otras actitudes arrastradas hasta hoy, también el autoritarismo y la descalificación de «traidores» a los que no piensan igual, constituyen el lado oscuro de esa cultura política heredada. Atribuirle a cierto «modelo soviético» la intransigencia y los «hábitos de mando» (como les llamaba Martí), presentes en la historia política nacional desde las luchas por la independencia, y hacerlos descender de un modelo político importado, con marca de origen en aquella Unión Soviética, los hace equivalentes a una termoeléctrica, un camión Kamaz o un Mig 23.
Claro que la intimidad con los países socialistas, antes y sobre todo después de 1959, se hizo sentir en la cultura, la sociedad y el pensamiento político cubanos. Pero si la Revolución, en sus sucesivas etapas, adoptó e hizo suyos conceptos creados por ese socialismo soviético, como la planificación hipercentralizada o la enseñanza generalizada de un marxismo-leninismo soviético, se trató de una decisión consciente, no de una «influencia». Saldar cuentas con ese intercambio con la URSS, y con todas esas decisiones y exámenes de conciencia, «correctos» y «equivocados», requiere apreciarlos en su momento y circunstancias políticas, para lograr explicarlos y aprender sus lecciones.
Después de todo, leer las huellas culturales de la URSS y Europa del Este solo en términos negativos, o de minimizarlas por la ausencia del bortsch en la cocina cubana o balalaikas en las congas de Santiago, no hace justicia a sus aportes al desarrollo cultural del periodo revolucionario. Como se demostró antes, aprender a ver buen cine incluyó las películas polacas, checas, húngaras, soviéticas; así como la educación artística en la música, las artes plásticas, e incluso en la formación de algunos teatristas destacados, requieren apreciar el valioso aporte de la cooperación con los países socialistas.
Paradójicamente, el efecto del sectarismo en las filas de la Revolución, y también en la oposición contrarrevolucionaria llamada disidencia, revelan rasgos negativos de una misma cultura política, al margen de diferencias ideológicas. Ambas corrientes tuvieron sus principales antecedentes comunes en las ORI (1961-1962) y la Microfracción (1968). No es puro azar concurrente que entre las primeras generaciones de la disidencia anticastrista hubiera militantes del viejo Partido Socialista Popular con filiación estalinista.
Sin embargo, el sectarismo, como conducta y actitud ligada al uso y abuso del poder, se manifestaría también en sucesivos episodios, cuyo inventario exhaustivo requeriría un estudio por separado. Algunos de ellos parecen anticipar lo que el propio Fidel Castro reconocería mucho tiempo después, como esas conductas que pueden «enterrar la Revolución» de manera más amenazante que «el imperialismo».
¿Qué importancia tiene esta evolución del consenso y el disenso dentro de la cultura política de la Revolución? ¿Cómo el manejo político de la cultura, en un sentido amplio, puede contribuir a una producción intelectual, la del cine, la literatura, las artes, y también el pensamiento político, la historia, las ciencias sociales? ¿Cómo todo este conocimiento, tanto el de las artes como el de las ciencias sociales, puede alimentar una educación política y unos medios de difusión, poco eficaces hasta ahora, para la construcción de consenso y para el diálogo con el disenso? ¿En qué medida la capacidad para discutir con los no revolucionarios, e igualmente con adversarios, contrarios, casi «irremediables», resulta decisiva para el consenso dentro de las filas de la Revolución?
Muchos otros acontecimientos fueron momentos en la construcción del consenso que produjeron mayor conmoción en la sociedad cubana que las conversaciones en la Biblioteca Nacional en junio de 1961. Filmes como Ustedes tienen la palabra, Alicia en el Pueblo de Maravillas, Fresa y chocolate, tuvieron más impacto en su momento que el de P.M. y su prohibición. Sin embargo, una relectura de Palabras a los intelectuales puede rescatar su primordial significado en la artesanía de la unidad política de la Revolución, más allá de una frase que ha podido ser interpretada y reinterpretada para fundamentar políticas, algunas muy lejanas de su sentido original, e instrumentalizadas para promover lo contrario del diálogo y el consenso.
Recuperarla como parte de una política continuada de unidad, cuyos límites no están trazados por líneas ideológicas prefijadas, sino por una visión culta del interés nacional, incluyente, democrática, realista, políticamente eficaz, no solo para artistas e intelectuales, sino para todos los ciudadanos, resulta imprescindible para perpetuar su legado.
[1] José A. Tabares del Real: Guiteras, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1973; Olga Cabrera: Guiteras, la época, el hombre, Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1974; Lionel Soto: La Revolución del 33, Editora Política, La Habana, 1971; Angelina Rojas Blaquier: El primer Partido Comunista de Cuba: sus tácticas y estrategias, Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2005.
[2] Manifiesto del 26 de Julio: http://www.fidelcastro.cu/es/documentos/manifiesto-del-moncada.
[3] Fidel Castro: La historia me absolverá: http://www.fidelcastro.cu/es/search/node/LA%20HISTORIA%20ME%20ABSOLVERA.
[4] Departamento de Instrucción: Manual de capacitación cívica, MINFAR, La Habana, sept.-oct. de 1959.
[5] Blas Roca Calderío: «Informe sobre el 2do. punto del Orden del día de la VIII Asamblea Nacional del Partido Socialista Popular» (La Habana, del 16 al 21 de agosto de 1960), Partido Socialista Popular: VIII Asamblea Nacional. Informes, Resoluciones, Programas, Estatutos, Ediciones Populares, La Habana, 1960.
[6] Rafael Rojas: «Cuba, la estructura biológica del comunismo», El País, España, 21 abril de 2011. https://elpais.com/diario/2011/04/21/opinion/1303336811_850215.html.
[7] Ídem.
[8] Ernesto Guevara: El socialismo y el hombre en Cuba: Semanario Marcha, Montevideo, Uruguay, 12 de marzo de 1965. http://biblioteca.clacso.edu.ar/clacso/se/20191016042156/el_socialismo_y_el_hombre_en_cuba.pdf
[9] Ernesto Che Guevara: «El cuadro, columna vertebral de la Revolución», Cuba socialista, La Habana, sept. de 1962. http://archivo.juventudes.org/textos/Ernesto%20Che%20Guevara/El%20cuadro%20columna%20vertebral%20de%20la%20Revolucion.pdf
[10] Loc. cit. nota 8.
[11] «Ley de Creación del ICAIC», en Arturo Agramonte y Luciano Castillo: Cronología del cine cubano (1953-1959), tomo IV, Ediciones ICAIC, 2016, p. 583.
[12] Ibídem, p. 584.
[13] Ibídem, p. 585.
[14] Ibídem, p. 587.
[15] Ibídem, p. 456.
[16] Según Arturo Agramonte y Luciano Castillo: ob. cit. Otra fuente indica que eran 27 empresas distribuidoras: María Eulalia Douglas: La tienda negra. El cine en Cuba 1897-1990, Cinemateca de Cuba, La Habana, 1996.
[17] Centro Católico de Orientación Cinematográfica (CCOC): Guía cinematográfica 1959-1960, Imprenta Nacional de Cuba, La Habana, 30 de junio de 1961.
[18] Según datos en María Eulalia Douglas: ob. cit., Allied Artists y Paramount no se nacionalizarían hasta 1965.
[19] «Acuerda el ICAIC suprimir películas de tendencias reaccionarias», Anexo 4, Iván Giroud: La historia en un sobre amarillo. El cine en Cuba (1948-1964), Ediciones Nuevo Cine Latinoamericano y Ediciones ICAIC, La Habana, 2021, p. 346-348.
[20] Ibídem, p. 346.
[21] Departamento Colección Cubana: Bibliografía cubana 1959-1962, Biblioteca Nacional José Martí, La Habana, 1968.
[22] Norma Molina Prendes: «Todos los caminos conducen a El Puente», Islas, Ediciones Capiro, Santa Clara, enero-abril de 2011; Isabel Alfonso: «Cruzando El Puente en las encrucijadas de la historia», La Gaceta de Cuba, La Habana, julio-agosto de 2005.
[23] Fidel Castro: Palabras a los intelectuales, Casa Editora Abril, La Habana, 2007, p. 16. (Énfasis mío).
[24] Ídem. (Énfasis mío).
[25] Ídem. (Énfasis mío).
[26] Ibídem, p. 17. (Énfasis mío).
[27] «Discurso del Comandante en Jefe Fidel Castro: Reunión de información a cuadros y militantes del Partido, Teatro Karl Marx, 8 de febrero de 1979», Cuba y su emigración. 1978: Memorias del primer diálogo, comp. Elier Ramírez, Ocean Sur, La Habana, 2020.
[28] Ibídem, p. 33.
[29] Ibídem, pp. 32-33.
[30] Ibídem, p. 33.
[31] Ibídem, p. 34.
[32] Ibídem, p. 35.
[33] Ibídem, p. 38. (Énfasis mío).
[34] Ibídem, p. 39.
[35] «Carta a Fidel», 26 de marzo de 1965, publicada por primera vez el 14 de junio de 2019, Che Guevara: Epistolario de un tiempo. Cartas 1947-1967, compilado por María del Carmen Ariet y Disamis Arcia, Ocean Sur, La Habana, 2019. http://www.cubadebate.cu/especiales/2019/06/14/epistolario-de-un-tiempo-carta-a-fidel/.
[36] Fidel Castro: «Análisis de los acontecimientos de Checoslovaquia», Ediciones COR, no. 16, La Habana, 23 de agosto de 1968.
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