Tomado de Responsible Statecraft, 27 de octubre, 2021.
En un discurso ante el Comité Central del Partido Comunista de Cuba, el pasado 25 de octubre, el Presidente cubano Miguel Díaz- Canel señaló que la Embajada de EEUU en Cuba “viene desempeñando un activo papel en los esfuerzos por subvertir el orden interno en nuestro país.” Entonces hizo una advertencia: “Frente a estas conductas no nos quedaremos de brazos cruzados. Tenemos la determinación de enfrentar la labor subversiva y agresiva de esa representación diplomática” y añadió: “Contamos con la experiencia de muchos años de trabajo diplomático y operativo frente a Estados Unidos bajo la guía de la dirección histórica de la Revolución.”
Los Estados Unidos y Cuba están en una trayectoria de confrontación, a partir del apoyo de los diplomáticos estadounidenses a los programas de “promoción de la democracia”, de manera que los disidentes cubanos pueden terminar como daño colateral, sufriendo años de prisión. Los funcionarios cubanos ya estaban frustrados desde el verano, por el incumplimiento de la promesa que el Presidente Biden hizo durante su campaña acerca de levantar las sanciones económicas punitivas impuestas por el Presidente Trump. Entonces, el 11 de julio, en la cúspide de la pandemia de COVID-19, manifestaciones de protesta espontáneas estallaron por toda la isla, suscitadas por la escasez de alimentos, medicinas y combustible, y por el enojo de la población ante la falta de satisfación de sus necesidades por parte del gobierno.
Washington reaccionó denunciando el arresto de manifestantes e imponiendo sanciones dirigidas a un grupo de altos oficiales de las fuerzas armadas y la policía cubanas. Además, el Presidente Biden prometió aumentar el apoyo a los disidentes en la isla, subrayando su respaldo a la estrategia de cambio de régimen que ha animado la política de Washington durante los últimos 62 años, con un breve hiato durante los últimos dos años de la presidencia de Obama.
En septiembre, un grupo de artistas e intelectuales cubanos autodenominado Proyecto Archipiélago, apoyado por disidentes tradicionales, convocaron a “Marchas por el Cambio” en toda la nación, el 20 de noviembre, que después cambiaron al 15 de noviembre, día en que el país ha programado la reapertura de su industria turística. El gobierno respondió a este desafío declarando ilegal las marchas propuestas y amenazando con llevar a los organizadores ante los tribunales. Los disidentes no están retrocediendo, y preparan el terreno para otra confrontación.
Parece que las manifestaciones del 11 de julio han resucitado en Washington la ensoñación de que el régimen cubano está al borde del colapso, y de que las manifestaciones del 15 de noviembre serán otro paso hacia su hundimiento. Al respaldar incondicionalmente las manifestaciones, el gobierno de Biden lanza gasolina en una situación ya de por sí volátil, y suministra al gobierno cubano abundante parque para acusar a los disidentes de ser mercenarios pagados y dirigidos por Estados Unidos.
Mientras tanto, la Embajada de EEUU en La Habana, aun carente de personal debido a las afectaciones del “Síndrome de La Habana,” en 2016-2017, ha asumido un papel sobresaliente en el apoyo a los activistas disidentes, forzando los límites de lo que normalmente se permite bajo la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas. El gobierno cubano considera que los diplomáticos de EEUU han sobrepasado con creces esos límites. La tensión alrededor de este tema está llegando a un punto de ruptura. La advertencia de Díaz-Canel el 25 de octubre sobre el comportamiento de los diplomáticos estadounidenses resuena como la de Fidel Castro en 2003, otro momento en que los dirigentes cubanos se sintieron amenazados como consecuencia de las invasiones de Afganistán e Iraq — y en medio de los comentarios medio en broma que recorrían Washington acerca de Cuba como el próximo blanco. A medida que el Presidente George W. Bush intensificaba las sanciones y aumentaba el apoyo a los disidentes, la misión diplomática de EEUU (entonces una Sección de intereses) sirvió como base de apoyo a los opositores del régimen. El 6 de marzo de 2003, Fidel Castro denunció a la Sección de Intereses como “incubadora de contrarrevolucionarios y puesto de mando de las acciones subversivas más groseras contra nuestro país.” Pero en vez de cerrar la misión, como deseaba el gobierno de Bush, Castro ordenó el arresto de más de 100 disidentes con los cuales los diplomáticos estadounidenses habían estado en contacto. Unos 75 fueron finalmente condenados por recibir ayuda de EEUU, en violación de las leyes cubanas contra agentes extranjeros, y sentenciados a penas de prisión entre seis y veintiocho años.
Ha habido poco intercambio diplomático real entre Cuba y los Estados Unidos desde 2017, pero es improbable que el gobierno cubano cierre la embajada de EEUU como respuesta a su apoyo a los disidentes. Después de todo, la última vez que las relaciones se quebraron (en 1961) tomó 54 años para que se restablecieran. En cambio, como Díaz-Canel insinuó, es más probable que el gobierno siga “la guía de la dirección histórica de la Revolución” y nuevamente castigue a las personas que Washington ha venido ayudando.
En la última década más o menos, el gobierno cubano ha evitado condenar a los disidentes a largas penas de prisión, y ha adoptado una estrategia de hostigamiento y arrestos breves para disuadir la actividad opositora. Pero los funcionarios cubanos se sienten sitiados por las fuerzas combinadas de la COVID, las escaseces económicas, el descontento multiplicado en las redes sociales, las sanciones de EEUU, y su financiamiento a los disidentes. En este escenario, el apoyo agresivo del gobierno de Biden a los activistas antigubernamentales corre un serio riesgo de provocar a la dirigencia cubana a aplicarles de nuevo fuertes penas de prisión a quienes reciben ayuda estadounidense.
El Presidente Biden tiene una larga historia de escepticismo justificado acerca de la viabilidad de esquemas de nation-building (construcción de unidad nacional) y cambio de régimen —un reconocimiento realista sobre los límites del poder de EEUU. Pero su profunda convicción de que la política exterior de EEUU debe promover los derechos humanos y la democracia entra en conflicto con ese realismo cuando se trata de un pequeño país como Cuba. El realismo cede a la tentación de desplegar el abrumador poder de EEUU para derrocar a gobiernos inamistosos, especialmente en “nuestro patio trasero.” Sin embargo, la larga historia de los esfuerzos de EEUU por cambiar regímenes en América Latina y más allá brinda abundante evidencia de que interferir en los asuntos internos de otros países —aun cuando se tenga éxito— sale bien pocas veces, tanto para los intereses de EEUU como para el pueblo que pretendemos ayudar.
*Traducción: Rafael Betancourt.
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