Eusebio Leal: Sin la cultura no puede hacerse el turismo


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«A veces, cometemos el error de pensar que la cultura es algo que nos colgamos como un sombrero, como un paraguas, como una cosa adicional. No, la cultura tiene que ser el centro. Cualquier proyecto de desarrollo que prescinda de ella solo genera decadencia».

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Eusebio Leal presenta Temas

Palabras de presentación del número 43: “Turismo y sociedad”, julio-septiembre de 2005 (Hotel Ambos Mundos, octubre de 2005), publicadas en Temas, n. 45, enero-marzo de 2006.

Hace 15 años, luego del paso de uno de los huracanes que cada año afectan al país y sacuden su dinámica habitual, Eusebio Leal presentó el número 43 de la revista Temas, dedicado a Turismo, cultura y sociedad. Ante un auditorio compuesto en su mayoría por trabajadores y colaboradores de la Oficina del Historiador de la Ciudad, más que un discurso, Eusebio hilvanó una conversación desenfada, en la que desarrolla un grupo importante de temáticas que lo preocupaban y obsesionaban en relación con los desafíos que ha asumido la Oficina del Historiador en su empeño de restauración, conservación y desarrollo del patrimonio histórico de la ciudad. Muchos de esos desafíos que obsesionaban a Leal continúan siéndolo en estos momentos, algunos incluso más que el momento en que pronuncia estas palabras en el Hotel Ambos Mundos.

Temas las retoma hoy, en medio de las dificultades que afrontan las cubanas y cubanos, como un llamado de atención a todo lo que queda por delante, a lo que falta por hacer.


Agradezco mucho a Rafael, a Denia, a Alfredo y al Consejo Editorial de Temas por el trabajo realizado. También a todos los autores de los artículos, ensayos con puntos de vista suyos y que, al publicarlos, la revista asume como un compromiso de verdad y de dar testimonio sobre asuntos objetivos de la vida, de la cultura, del pensamiento de nuestro país.

Me parece extraordinariamente oportuno que en este número se regrese al tema «Turismo, cultura y sociedad» con un espíritu de aproximación real de lo que este supone. No voy a darle intenciones frívolas a Herodoto, pero ya desde su tiempo, el andar por el mundo –que fue oficio también de Adriano y de otros antiguos, hasta llegar a los que llamamos los grandes viajeros y viajeras del siglo xix– nos acostumbramos a ese testimonio, a esa relación, a ese deseo del hombre de trascender.

Como somos criaturas insulares, para nosotros la trascendencia se busca todos los días en la orilla. Siempre he dicho que, recorriendo el mundo, he encontrado cubanos neurasténicos en distintos lugares y cuando he escarbado la razón de esa cólera contenida, de esa falta de tranquilidad, inmediatamente me he dado cuenta: están lejos del mar.

Recuerdo la agónica petición de un niñito a su papá en Lima, cuando le dijeron: «Vamos a salir a dar una vuelta con el amigo», que era yo. Entonces, el niño dijo: «Papá, llévame a ver el mar». Y era un mar singular aquel mar del Pacífico, es un mar de plomo, un mar de olas grandes y distantes.

Aquellas olas eran muy distintas a las que en estos días se han exhibido en La Habana como una gran prueba de ensayo de los tiempos que nos esperan: de pronto el mar inundó todo, lo cubrió todo... Vimos una ola abrazar el faro del Morro, y cruzar cuarenta y tantos metros por encima de su nivel. El mar abrazó a La Habana y arrancó pedazos del Malecón de 1900, que tenían seis y siete metros, y pesaban cuatro y seis toneladas. A unos los lanzó hasta la Avenida del Puerto, mientras a otros los proyectó contra el propio muro. El agua pasó sobre las cortinas del castillo de San Salvador de la Punta –restaurado con premio hace unos pocos años–, rompió los portones, ocupó el foso y penetró hasta un metro y veinte centímetros. Aunque el patrimonio, dígase el tesoro de los naufragios, estaba ya a salvo, en la madrugada debimos rescatar a los trabajadores que custodiaban el museo, que permanecían allí en una acción de deber y, al mismo tiempo, de heroísmo individual. Porque el mar es precioso, pero cuando vuelve por lo suyo se hace tremendo.

Yo recuerdo –y no soy tan viejo– los tramos del Malecón que se fueron construyendo durante los años de mi infancia en El Vedado. Y viendo en mis mapas y libros los antiguos derroteros, las antiguas pocetas en la orilla del Malecón, la caleta de San Lázaro o de Juan Guillén, la que se abría frente a la antigua Ciudad Deportiva..., compruebo que el mar volvió a esos lugares.

Y aquí, en La Habana Vieja, donde hay una pequeña isla de rocas, el mar debatió en torno a la Fuente de Neptuno y siguió más allá de la pileta, porque ahí hay casi cien mil pilotes, colocados entre 1928 y 1929, y abrió boquetes por los cuales salían fumarolas espléndidas. Es que nosotros –y perdonen la digresión– vivimos junto al mar; el mar es nuestra frontera y, al mismo tiempo, nuestra forma de comunicación. Todo lo bueno y lo malo de nuestra historia ha entrado por el mar, todo se ha asomado a algún rincón de Cuba.

Y así también es el turismo, la gente llega y trasciende. En el período histórico que nos tocó vivir, recuerdo un puerto colmado de embarcaciones, cuarenta o cincuenta buques de comercio en el centro de la bahía. Por eso me alegra mucho cuando me avisan que un gran barco –blanco, azul, amarillo, anaranjado– va a hacer su entrada por el canal, porque ya es un acto de ruptura del encierro: el barco entra, y con él, personas, y con ellas, la posibilidad real de comunicarse en el mundo con el mundo, más allá que hacerlo con letras, es decir, a través de Internet, el correo electrónico u otras formas actuales.

A pesar de mi tenaz voluntad de escribir, y de hacerlo a mano, las cartas, la correspondencia epistolar, se van muriendo, y solamente quiero hacerlas como un acto de disciplina, para que alguien tenga el placer que yo siento cuando llega un sobre con sellos de correo, con timbres, y descubro que el navío de Su Majestad ha cruzado el Atlántico, y que, a veces, unos meses después de remitida, llega a mis manos, pero llega en forma de carta y no en la frialdad del correo electrónico, el que, además, lo lee casi todo el mundo, porque hay un compromiso de privacidad que en este caso no tiene el más mínimo sentido. Yo veo a los ingenuos escribiendo cositas tontas, y les digo: «Por Dios, a lo esencial, que esto lo lee todo el mundo». Es como la pasión por los teléfonos celulares, hay una escucha perenne; los oye casi todo el mundo. Entonces, han de usarse para lo fundamental y lo concreto. Para mí, lo mejor es el diálogo interhumano propiciado por el turismo, que no puede ser satanizado ni desconocido en su papel económico, dinamizador de una sociedad cualquiera que lo tome como un parámetro. Y tiene, sin embargo, grandes peligros y grandes desafíos para los que admiten esa presencia, cuando esta se hace masiva.

Al leer este número de Temas –pensando que era el padre y resulta que era el hijo–, inmediatamente fui a ver un artículo de Hernán Venegas, que ha hecho un excelente trabajo de profundis, un verdadero ensayo, que además voy a someter a estudio y haré que otros lo estudien, sobre un asunto que solamente puede abordarse desde la cultura.

A veces, cometemos el error de pensar que la cultura es algo que nos colgamos como un sombrero, como un paraguas, como una cosa adicional. No, la cultura tiene que ser el centro. Cualquier proyecto de desarrollo que prescinda de ella solo genera decadencia. En esta misma sala –porque el autor de la «sopa de ajo» he sido yo– se lo he comentado a mis colaboradores.

La restauración se ha hecho a partir de la llegada de los turistas; si lográramos encerrarlos en esta jaula de güin, y ofrecerles muchas opciones, tendríamos capacidad para tomar de ellos una parte de eso bueno que nos dan, y que tanto necesitamos, por aquello que hablábamos hace un momento «del ajo, la cebolla y la fruta bomba». Es indispensable que ellos nos dejen una parte de esos recursos económicos, y nosotros los empleamos en función de la restauración. Entonces estamos ante el segundo tema: ver el turismo como algo objetivamente bueno, que no tiene que ser satanizado, ni tiene, en principio, por qué asustarnos. En tanto, sin la cultura no puede hacerse el tal turismo –nadie da lo que no tiene– y es imposible presentarnos, ante esa humanidad que llega, con las manos vacías. Y la única coraza real para esa relación y para ese encuentro es la preparación, pues sin estar preparados será imposible realizarlo.

Por otra parte, no puede ser un trabajo exclusivo de un instituto del turismo, ni de la policía especializada, ni de unos cuantos guías de museos. Estamos hablando de un desafío de una jerarquía tal, que involucra a un país de once millones de habitantes. Y con este progresivo aumento de turistas, que vendrían a ser millones en pocos años, se trata de un proyecto general en el que cada cubano tendría que participar.

Pero, a veces, por incertidumbre, por equívocas interpretaciones de la relación política o humana entre los individuos, la sociedad, el Estado, el pueblo, hay quien siente terror cuando tiene que acercarse a un turista o a una persona extranjera. Entonces, ese turista se entrega a una parte de la sociedad que nosotros, a priori, hemos condenado o excluido. Y ocurre que la participación honesta siempre está en entredicho. Y hay el terror o el pánico de que al recibir, de pronto, a una persona que llega, atrás venga ese documento siniestro y terrible que se llama un informe. Debemos enfrentarnos a esto con madurez y asumir nuestro deber político, nuestro deber de ideas –no hablo de ideologías ni de cuestiones ideológicas, eso es algo más complejo, me refiero a la idea–, y asumir el contacto con el turista como una posibilidad real y participativa.

Nosotros aquí tomamos como premisa el discurso paulino de que primero los judíos y después los gentiles. Esta mañana decía a los directores de museos: «Si ustedes no son capaces de ponerse de pie cuando al museo llega la mamá con los niños, y solo lo hacen, ávidos de obtener una dádiva, cuando llega un turista, están traicionando el principio fundamental. Esto tiene que ser, en primer lugar, para lo nuestro, por aquello de que nadie da lo que no tiene». En este principio está basado el programa Rutas y Andares que se desarrolla para conocer, en familia, el Centro Histórico. El primer año se inscribieron doscientas y tantas familias; este año que termina, más de diez mil familias vinieron en un mes. Volvieron loco a todo el que fue capaz de explicar, con elocuencia, la obra de restauración de La Habana. Se abrieron los talleres de los artistas, las bibliotecas, y se creó ese regodeo y disfrute que es, a mi juicio, la expansión más gozosa de la cubanía. Y esto es, para mí, la aplicación de este principio.

Aunque no les voy a hacer un programa de divulgación de nuestra obra restauradora, quiero que sepan que es un asunto grande, de fondo. Les diré que hemos creado una nueva dimensión de la atención a las personas que habitan el Centro histórico, para que se atraviesen, como una verdadera muralla humana, a proyectos como los que hemos visto en otras ciudades del mundo –y a veces, tentadoramente, en algunos espacios de Cuba–, donde, desde un punto de vista burocrático, se dice: «queremos convertir esta vivienda en un restaurante», pero sucede que esa casa está habitada. Mi problema conceptual –y yo diría que hasta filosófico– es que la familia permanezca, pues considero que el proyecto triunfa en la medida en que ella participe y se integre, porque forma parte del reto y del beneficio.

Por eso, recorriendo La Habana, nuestra ciudad y mi ciudad, en estos días que estaba incomunicada, vimos la utilidad de los túneles y de los puentes, aun del viejo puente de hierro, que es como «el viejo puente del río y la Alameda», de Chabuca Granda. Resultó que en ese paseo –yo, el peor chofer del mundo, que ensillo y monto ese caballo–, fui a Diez de Octubre, Luyanó; luego, por las rutas del río, del bosque, atravesé fundamentalmente el interior de La Habana. Pasé también por detrás del Estadio, por 19 de Mayo... Veía La Habana, nuestra Habana, mi Habana, y me preguntaba: ¿por qué tiempo, por qué breve tiempo durará y perdurará esta Habana que amamos? El Cerro, gran parte de La Habana Vieja, el Malecón... ahora, cuando habíamos dado pasos tan importantes, todo fue devastado de nuevo, en este caso por el mar.

Claro, al día siguiente de la anonadante situación, comenzamos de nuevo. Vinieron los jardineros y me preguntaron: «Qué hacemos? El agua ha llegado prácticamente al árbol de El Templete. Por suerte, el árbol está levantado». Y les dije: «Volveremos a plantar de nuevo». Y llevamos días enteros plantando, aprovechando una lluvia benéfica de agua dulce que sobrevino después del cataclismo, que, por otra parte, es menor en comparación con los que han sufrido otros en cualquier latitud del mundo.

Pero me imaginaba una niña de quince años, o una novia, llenas de ilusión ante el espejo, y que alguien viene por detrás y le tira por encima un cubo lleno de agua sucia. Eso fue lo que nos pasó: la farola rota, deshechas las cosas que no se salvaron a tiempo, y agraviadas muchas otras ya embellecidas. Pero esto no era un obstáculo para el turismo, la gente llegaba a La Habana, y buscaba La Habana bajo ese velo nostálgico que la cubre. Y llegaban a La Habana Vieja, y veían un esfuerzo y un renacimiento que, ante todo, fue para nosotros como un programa, y decíamos: «Bueno, esto se puede hacer porque es sostenible, es sustentable, es posible, es participativo». Y tratar de afianzar la comunidad en el Centro histórico es lo que nos ha posibilitado los premios y los reconocimientos internacionales.

Ese es, justamente, el tercer elemento que aborda este número de Temas: la sociedad. Cómo afrontar ese fenómeno, cómo abrazarlo, cómo contribuir con él, cómo desarrollarlo, es la esencia de esta revista: sociedad, turismo, cultura, patrimonio cultural y pensamiento.

Ejemplos válidos hay, no solamente del Caribe, sino también continentales, europeos, como Toledo, sitio en que la salida de los habitantes –me decía su alcalde hace pocos días– es casi incontenible, por problemas de aparcamiento, de accesibilidad. En Venecia presentan el mismo problema: los propietarios de las casas tienen que enfrentar la tarea de cómo rehabilitar los grandes palacios ante la llegada del acqua alta, que este año, por ejemplo, será seis veces. Entonces las familias se ubican en predios de las zonas distantes del Canal grande, mientras se construyen hoteles y Venecia se va convirtiendo en la ciudad turística por excelencia, con el turismo absoluto, sin espacio para la vida cotidiana.

Esta es la idea, y este es, quizás, el espíritu de Temas. Yo le comentaba al director la importancia de revistas con números monotemáticos, como El Correo de la UNESCO en su tiempo, que nos permiten disfrutar del espíritu de una revista, que es algo más que el de una publicación diaria; podemos profundizar en los temas, encontrar un diálogo con los autores de los trabajos, profundizar en ellos y hacer una conceptualización.

Estamos en ese espacio moral que es la filosofía, pero hace falta la praxis. Un gran escultor de medallas estaba haciendo una serie, y ponía delante de cada rostro una mano. Al preguntarle qué simbolizaba, me contestó que eran mujeres y hombres del pensamiento y de la mano. Y un día bajaron de los techos de La Habana una teja monumental, escrita en chino, o sea, que correspondía al período en que ya los culíes estaban en Cuba, trabajando en obras de construcción o en tejares. La llevé a nuestros chinos de aquí, que son muy prudentes para emitir juicios, la vieron y me indicaron: «No nos pronunciaremos ahora, lo llamaremos después de descifrar lo que dice». Cuando llamaron, habló el más venerable y mayor: «Nosotros somos todos cantoneses, pero Cantón no es una sola ciudad, es un conjunto de aldeas y pueblos de los cuales venimos y hablamos dialecto. Esta teja está escrita en cantonés, pero usted sabe que en chino hay distintas escuelas de caligrafía, y se nota que su autor utilizó un estilo de calígrafo, que era un hombre con cultura y dejó un pensamiento en la teja. No es exacto, pero el espíritu de lo que está escrito es: la mano ejecuta lo que el corazón manda. Entonces, ahí estaba la respuesta a lo que el hombre de las medallas me había respondido:  la mano ejecuta lo que el corazón manda. Y ese es, quizás, el espíritu.

Conozco los azares y dificultades que conlleva publicar una revista; al leer los patrocinadores y auspiciadores me doy cuenta de ello. A veces, para lograrlo, hay que establecer conexiones, hacer peticiones, conseguir generosas contribuciones para llevarla adelante. Sé también el trabajo que cuesta hacer algo bello, porque el ser humano necesita justicia, pan, pero también belleza. A escala de la interpretación que cada cual haga de ella, todos necesitamos de lo bello. Quiere decir que la flor no puede –a no ser en circunstancias extremas– envolverse en un papel de periódico; tiene que hacerse, si fuese posible, en un precioso papel, o dar la flor sola.

Creo que el tema de este número contribuye a algo fundamental, al menos para mí y para mis colaboradores. En estos días estamos en ascuas, no por lo que hemos perdido, sino por lo que hemos dejado de ganar. Los materiales y recursos que teníamos para dedicar a esta gran obra, que beneficia también al turismo, tienen que ir ahora al frente extremo, es decir, el Malecón y la Avenida del Puerto. No por eso desistiremos de las restauraciones que estamos concluyendo, entre ellas una muy importante para el turismo, el hotel Saratoga, donde vivieron, en su momento, don Rafael Alberti y su hija Aitana, cuando vinieron a Cuba.

Pero la obra ha sido una excusa, porque hay una cosa –que muchos de ustedes que no están metidos en esta maquinaria pueden desconocer– que se llama contravalor del salario de los trabajadores. En este caso, estamos destinando íntegramente ese contravalor a la restauración del teatro Martí, donde llevamos ya un mes trabajando. Y como no voy a ser eterno, hay ciertas cosas que no quiero dejar sueltas: el teatro Martí, el hotel Cueto, en la Plaza Vieja, el monumental edificio del Sloppy Joe´s, para que no se pierda un espacio de la arquitectura de La Habana de los años 80 del siglo xix, además de la memoria de aquel hermoso café, de lo que podríamos llamar La Habana americana, sitio de ubicación de las tiendas, los comercios, los bares más famosos, los lugares frecuentados por los norteamericanos.

Estamos enfrascados en el teatro Martí, como una obra fundamental, y en un edificio pendiente de restaurar en la Plaza Vieja. Una persona me preguntó ingenuamente: «¿Y esas ruinas las han dejado como un ejemplo de cómo estaba todo?». Le respondí: «No; eso sería cruel, porque está habitado por cuarenta y cinco núcleos familiares». Se trata de lo que fue la casa del Obispo Morell. Reconstruir cada apartamento cuesta diez u once mil pesos convertibles, entonces, hemos tenido que acumular primero ese dinero, sin tocar el inmueble, y ya se están levantando en Oficios y Santa Clara, los apartamentos de tránsito; es cuestión de unas pocas semanas para que comience ese maravilloso desfile. Y esa es para mí la más grande satisfacción, y es donde cobra verdad el tema «Turismo y patrimonio»; de lo contrario, sería una ficción.

Hace unos días, les comentaba a los restauradores: «Hay que ver bien las cosas que la nación hizo para preservar, por ejemplo, su patrimonio natural». Se había pensado represar el río Toa, en la zona de Baracoa, pero conllevaba destruir aquella parte de Cuba, y cubrirla con un mar de agua y se dijo: no. En Bariay se encontró una posibilidad para un plan de desarrollo, pero recuerdo que Núñez Jiménez acompañó a los expertos extranjeros que venían buscando el lugar. Uno de ellos, con una vara, señaló: «Aquí»; y él le respondió: «No, no, porque este lugar es muy importante para nosotros». «¿Y qué pasó ahí?», replicó el otro. «Aquí desembarcó Colón», argumentó Núñez Jiménez. El hombre se quedó asombrado: «¿Y esa es la causa?» A lo que Núñez Jiménez alegó: «Bueno, para usted no es importante, pero para nosotros sí».

Otro es el caso de lugares donde están los grandes yacimientos de níquel del país y resulta inobjetable su explotación, no tenemos salida. Pero hay que estudiar patrimonialmente cómo, luego de una gran explotación minera, se restaura la naturaleza. Ese es el desafío; esa compatibilización es el tema de fondo.

Yo felicito muchísimo a Temas y a sus colaboradores, y al Consejo Editorial, por el número, del cual ustedes tendrán oportunidad ahora de hablar con más profundidad, y de los autores, y de sus exigencias.

Me perdonarán porque yo haya encontrado una especie de espacio de salida para mis grandes preocupaciones de estos días, cuando venía el ciclón y, por suerte, no vino. Ya ven ustedes lo que ha pasado. ¿Qué habría sido si lo hubiésemos tenido? Recuerdo que he hecho promesas aún incumplidas, quizás por eso se me ha castigado; tal vez Aggayú, pseudónimo de San Cristóbal, me ha castigado. Recuerdo que cuando el penúltimo gran huracán pasaba cerca de la Ensenada de la Broa, todo estaba sentenciado. De pronto, al apartarse unos grados, fue a chocar allá por la sierra central, y el ciclón se destrozó. En los momentos en que estaba muy cerca de La Habana, volví a invocar al Señor de Capadocia, desconocido ya hasta por la Iglesia: «Poderoso San Cristóbal, atraviésate en el medio del camino, y que no se abata sobre La Habana. Todo puede ser restaurado: los bosques, los pueblos, que me perdonen las pequeñas aldeas en las cuales otros tienen su patrimonio, pero aquí sería devastador».

Cuando leí lo que era el ciclón, cómo venía, le dije a mis colaboradores lo que había imaginado por un momento: «Hoy es la última cena; pasado mañana estará declarado el estado de emergencia nacional, la fuerza organizada del ejército habrá tomado en sus manos las riendas de la situación, y nosotros estaremos en un mar de tiendas de campaña, porque en el primer golpe se derrumbarán veinte mil edificios». Pero, entonces, la Historia, que es como mi bola de cristal, vino en mi auxilio: imaginé a don Fernando Ortiz entrando y redescubriendo lo que él llamó «la Capilla Sixtina del Caribe»: el arte de la cueva de Punta del Este, donde los antiguos dejaron, como único signo a la posteridad, círculos concéntricos. ¿Qué puede ser esto, unos que coinciden con otros, entran y salen? Es el ciclón.

Después recordé a Cristóbal Colón, proscrito en su viaje al Caribe, con una interdicción para volver a La Española, y particularmente a Santo Domingo, porque habían tomado el poder los que lo odiaban. Pero él, que pidió entrar por caridad, enfermo y con su nave arruinada, vio un espectáculo nunca antes imaginado por un hombre que había viajado a Islandia, que había estado en las mareas altas del Bristol, en los confines del mar conocido. Contempló las bandadas infinitas de pájaros volando a contracorriente, el cielo con colores asombrosos que le recordaban los de la aurora boreal. «Se acerca una gran tempestad», afirmó, ante tal espectáculo de la naturaleza. «No salga con la flota», avisó, como un deber, al comendador de Lares, Nicolás de Obando, que se aprestaba a trasladar, entre otras cosas, además de un tesoro, al prisionero cacique rebelde Caonao. Obando respondió con soberbia: «¿Qué se cree, profeta o adivino? ¡Que salga la flota!», dispuso, y se hundió toda la escuadra, excepto la nave de Colón, que todavía hoy se busca.

Recuerdo el testimonio de los que estaban en Trinidad, en Casilda, cuando otro ciclón destruyó la flota, se salvaron solo los marinos que subieron a las montañas del Escambray. Recuerdo el huracán de 1846, cuando La Habana amaneció sin la cúpula de la Basílica de San Francisco, todo aquello destruido, era el 4 de octubre. Recordaba el terrible terremoto en Caracas, después de la Revolución, que fue proclamado como un castigo divino, y Bolívar, sobre los escombros, pronunció aquellas palabras terribles: «Si la naturaleza se opone a nosotros, nos enfrentaremos a ella y la dominaremos». Y entonces, por último, me vi con Rubiera ante el ciclón, con la gente clavando, buscando las cosas que eran la tradición del ciclón cubano: chocolate, pan, galletas, latas de sardinas –yo no sé qué fijación tenemos con esas cosas– y finalmente el ciclón se fue, y la Habana, una vez más, se salvó.

Que Temas me perdone por este comentario ciclonero, pero si el ciclón hubiera pasado, ni el director ni yo estaríamos en este momento acariciando los ejemplares de la revista, viendo a quién se los regalábamos.

Muchas gracias.

 


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