Leer: Érase una vez el jazz: una palabra maldita
Ocurre que en la colección de discos que mi padre atesoraba había uno que el disfrutaba en particular. Tenía por título Machito and his Afrocubans. Debo decir que no tenía ni la más remota idea de quien era ese tal Machito, pero sí repetía cada vez que los ponía un tema que me fascinaba y cuyo estribillo era más que recurrente “…a esconderse que hay viene la basura…”. Aunque el tema era (es y seguirá siendo) un chachachá, en nada se parecía a los que conocía y que había escrito Enrique Jorrín o que había aprendido escuchando a la orquesta Aragón.
Machito and his Afrocubans
En el reverso de la portada, destacando entre los créditos, rezaba una inscripción “arranged by Mario Bauzá…”. En un principio aquel nombre no me decía nada. Eso sí, aquella música tenía algo muy distinto a lo que conocía hasta entonces, y eso que era un disco producido en los finales de los años cincuenta. No lo voy a negar, esa orquesta sonaba distinta, tenía un swing que no era habitual en lo que hasta ese entonces conocía. El último corte o surco del disco era una versión de un tema llamado A night in Tunisia, cuyo autor era un tal D. Gillespie. Aquel tema, muy contagioso, se podía bailar o no, depende del estado de ánimo; tenía dos momentos conmovedores: el primero era un solo de tumbadora que para nada era descomunal, pero con una sabrosura distinta, y un solo de trompeta agradable.
Esos dos temas se convirtieron en mis preferidos de aquel disco que, con el paso del tiempo, fui relegando ante el descubrimiento de otras músicas que me resultaron más atractivas. Sin embargo, A night in Tunisia siempre me era recurrente y era de los que prefería cuando comencé a escuchar al grupo Sonido contemporáneo que dirigía Nicolás Reinoso en el Habana Libre; sobre todo cuando los saxofonistas hacían sus solos. En aquel entonces ese instrumento lo tocaban, junto a Nicolás, indistintamente, Lucía Huergo, José Carlos González o Germán Velazco; el resto del grupo lo componían en el piano Gonzalo Julio González o simplemente Gonzalo Rubalcaba y en la batería Horacio “el Negro” Hernández, entre otros músicos -amigos todos de Nicolás- que acudían allí para descargar.
Sonido Contemporáneo, para ese entonces, estrenaba los arreglos y composiciones de su pianista que por ese entonces comenzaban a impresionar a los asistentes a ese lugar y a muchos amantes del jazz; incluido aquel señor que llegó una noche y se sentó en el público por un rato y prestaba atención a lo que estaba ocurriendo. Venía acompañado del trompetista Arturo Sandoval.
Rato después se subió al escenario. Su trompeta tenía una forma que nunca había visto. Apuntaba al cielo, como si quisiera acortar el camino al cielo. Su nombre era Dizzie Gillespie. Esa noche, por vez primera escuche A night in Tunisia interpretada por su autor junto a una banda de lujo.
Dizzie pidió a los músicos que tocaran Manteca. Si no me falla la memoria en las tumbadoras estaba Carlitos Godínez. Fue totalmente mágico y a la vez reconfortante escucharle decir “…a Chano en memoria…”, en un español bien definido.
Chano. Chano Pozo. Un nombre que había escuchado alguna vez y que no había interiorizado hasta el mismo momento que me acerqué al movimiento del bebop. Es decir, a ese instante en que África entró al jazz de la mano de la tradición afrocubana. Una tradición que Chucho Valdés e Irakere habían comenzado a mostrar y a resocializar nuevamente más allá de poses folkloristas. Pero que, desde la altura cultural de los años setenta, yo y muchos de mi generación, no habíamos entendido por obra y gracias de ciertos prejuicios sociales que rodeaban a los ritos, cantos litúrgicos y la práctica de las religiones afrocubanas. Y junto al trabajo de Irakere, tal vez un poco más centrado en lo etnológico, estaba la propuesta del guitarrista Sergio Vitier y su grupo Oru, del que formaba parte en calidad de invitado el estudioso Rogelio Martínez Furé.
Es innegable que el alcance de Irakere fue superior al de la propuesta de Vitier.
Irakere, en la voz de Oscar Valdés y en la batería de tambores propios de los cultos religiosos afrocubanos que ejecutaba junto al “Niño Alfonso” y Enrique Plá; junto a los temas que escribieron Arturo Sandoval (Iya), el mismo Chucho y otros compositores con inquietudes afines; puso en la órbita del habla cotidiana del bailador y más allá rezos de la liturgia Abakua, de la regla de Palo monte, así como vocablos yoruba que pertenecían al habla popular, pero que por extrañas razones se habían estigmatizados.
Esa mirada hacía el elemento afrocubano que había iniciado Chano –si se escucha detenidamente cada uno de sus temas convertidos en clásicos del jazz, en especial del bebop, se encontraban veladas referencias a golpes de los tambores de fundamentos ñáñigos—y que continuaron percusionistas como Jesús Aguabella, Candito Camero, Armando Peraza, Mongo Santa María, entre otros en los Estados Unidos; unos en la costa este y otros en la oeste.
Por otra parte en Cuba, ese camino e interrelación con y hacia el jazz, tuvo su onda expansiva en la creatividad de percusionistas como Arístides Soto, Tata Güines, José Luis “Changuito” Quintana y Raúl “el Yulo” Cárdenas, Claro Bravo y Daniel Díaz, los antes mencionados miembros de Irakere, entre otros. Cada uno de ellos fue proponiendo y generando formas de decir desde la percusión, en la que mostraban no solo sus dotes musicales y virtuosismos, sino cuánto de su impronta afrocubana llevaban en su formación; bien fuera por creencias religiosas o por su acercamiento a influencias compartidas; y que llevaron por nombre, entre otros, el de Songo o Batun batá, por citar los dos más conocidos.
Pero también se estaban gestando otros procesos creativos, fundamentalmente en la rumba, que de alguna forma comenzaron a incidir en la percusión cubana que estaban incidiendo en el jazz afrocubano de los años setenta y que han llegado a nuestros días.
Ese endogenísmo en la percusión, que tuvo sus comienzos en el ritmo Mozambique creado por Pello el Afrokán y que tuviera una forma de expresión de forma experimental en un proyecto como Los Papa Cun Cun que fundara el percusionista y compositor Evaristo Aparicio, “El Pícaro” terminaría de cuajaren dos movimientos interesantes que llevarían por nombre el Guarapachangueo y la Abilona; dos de los pilares de lo que se conocerá en los noventa como timba brava
Sin embargo; estaba ocurriendo junto a esta renovación en la percusión un proceso paralelo interesante en un instrumento determinante, no solo del jazz, sino de la música cubana en casi todos sus géneros: el piano.
Y aunque Chucho Valdés era el abanderado, la cara más visible hacia el mundo, otros nombres comenzaban a sobresalir.
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