Érase una vez la salsa II: El día que Pedro Navaja visitó Los Sitios


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Leer: Érase una vez la salsa I: descubriendo el asunto

 

El tema de la Salsa en la Cuba de los años setenta tuvo dos formas de manifestarse: una en la que se involucraron determinadas personalidades de la cultura en general que desde una óptica nacionalista—respetable y válida— salieron en defensa de nuestra identidad cultural. Ciertamente había un gran mal de fondo en el asunto y estaba determinado por el actuar de las autoridades norteamericanas que suprimieron de un plumazo todos los vínculos con la Isla. Eso que sabiamente alguien llamó “la guerrita del azúcar” y que tuvo su origen en la suspensión de la presencia de ese preciado producto cubano en el mercado norteño. Y con el azúcar se terminaron los vínculos; y esa ruptura también fue condicionada por hechos y procesos ideológicos que fracturaron tanto la comunicación como las interinfluencias entre los músicos ubicados a ambos lados del estrecho de la Florida y del Golfo de México en general.

En el otro extremo del asunto que nos ocupa estaba el hombre común. El gran decisor del consumo y la impronta de una música, un género o un artista. El hombre común cubano de los años setenta aceptaba y disfrutaba la música popular bailable cubana que se le estaba presentando desde Cuba. Aupaba a las orquestas conocidas y a las que fueron surgiendo en los años precedentes y en esa misma década; pero también se mantenía abierto a influencias provenientes de cualquier parte del mundo. Influencias y músicas que le llegaban en discos, casetes y por medio de las ondas radiales.

Y es precisamente por medio de las ondas radiales que la salsa comienza a calar en el gusto del hombre común, el de a pie. El bailador militante que se refugiaba cada fin de semana lo mismo en el salón Mambí de Tropicana, que en los liceos de Regla o de Guanabacoa, o sabía cómo llegar hasta los jardines de las cervecerías Tropical o Polar.

Estaban en provincias los cabarets, esos espacios tan memorables como el Rumayor en Pinar del Río, el Guanimar en Matanzas, Los Caneyes en Santa Clara hasta llegar al San Pedro del mar en Santiago de Cuba. Todos los que allí se reunían ya sabían de la salsa: la bailaban, la escuchaban y tarareaban sus canciones. Ellos no estaban pendientes de si había ocurrido un escamoteo; a ellos le sonaba a algo muy cubano, eso era suficiente.

Y si no había discos disponibles, a no ser los que traían los marineros, estaban las emisoras de radio de Puerto Rico, Venezuela y República Dominicana que llegaban con total naturalidad a las provincias orientales y algunas centrales; y para La Habana estaba Eduardo Rosillo y la Discoteca popular.

Tres personajes de la salsa de esa época se establecieron en el imaginario popular cubano y cada uno correspondía a una figura importante del movimiento: El ratón de Cheo Feliciano; Pedro Navaja de Rubén Blades y Juanito Alimaña de Héctor Lavoe. La letra de cada uno de esos temas era cantada a viva voz en las calles de los barrios habaneros junto a los éxitos de las orquestas Ritmo Oriental, Monumental o Los Latinos, por solo citar a tres de las más populares de esos años.

Entonces qué se debía hacer. Cómo debíamos reaccionar. Sobre todo, cuando desde un momento los líderes del asunto salsa gritaban a toda voz su deuda con la música cubana, su admiración por la Orquesta Aragón y agradecían la existencia de Benny Moré.

El primer soplo de que aquella música no podía ser nociva, que nos beneficiaría a futuro, lo aportó el conjunto Rumbavana.

A comienzos del año 1973 el pianista Joseíto González asume la dirección del conjunto Rumbavana; él que se había formado en el mundo de la tradición pianística del conjunto sonero, había logrado sintetizar los estilos de algunos de los pianistas más influyentes del género; es decir Lilí Martínez, Peruchín, Rubén González, Nene Pedroso y José, Pepe, Palma; y en su formación también estaban presentes los postulados que sobre el instrumento había establecido un profesor de piano muy conocido en el mundo de los barrios habaneros llamado Joaquín “Comején”; figura desconocida para muchos y llamado “el profesor de los pobres”, por el estado en que se encontraba su instrumento. Es justo aclarar que tuvo entre sus alumnos notables a pianistas de la talla de Nene Pedroso, Lázaro Valdés padre, y así hasta llegar a Joseíto González.

El conjunto Rumbavana que comienza a dirigir Joseíto González viene de haber marcado pautas en la década anterior con la presencia de Orestes Macías haciendo boleros –su versión de Vanidad ha sido insuperable–, la voz de Raúl Planas y el carisma de Guido en los coros y apoyatura vocal. Pero los tiempos han cambiado y se hace necesario apostar por composiciones que se ajusten al gusto del bailador de ese momento, y qué mejor oportunidad que confiar en un desconocido para muchos llamado Adalberto Álvarez, quien solo tenía como referencia su paso por la Escuela Nacional de Arte y haber sido parte de la Charanga de la ENA; y que para colmo estaba en la ciudad de Camagüey trabajando con el conjunto Avance juvenil que dirigía su padre Nene Álvarez.

Sin embargo, el inquieto Adalberto estaba viviendo y descifrando aquel sonido que las emisoras de radio caribeñas estaban trayendo; estaba asimilando la salsa y asociándola con lo mejor de la tradición sonera cubana. Adalberto estaba retomando el son de Arsenio Rodríguez y Félix Chapottín y le estaba aportando su propio genio. Una genialidad musical que cambiaría para siempre la visión del son y de la misma salsa; pero para que esto ocurra deberá llegar el fin de la década.

El son de Adalberto y Un besito de mi amor se convirtieron en los temas más radiados de Rumbavana, tanto que obligaron al resto de los conjuntos del momento (Los latinos, Los Chuquis, el Conjunto Roberto Faz, entre otros) a modificar su visión de la música popular.

Rumbavana será le laboratorio del que saldrá la nueva semilla del son cubano.

Pero el asunto de la salsa estaba ahí latente y a pesar de las críticas, los artículos censurando a algunas de sus figuras; un buen día comenzaron a llegar las orquestas de salsa a Cuba.

Entre el año 1977 y 1979 viajan a Cuba tres de las formaciones más importantes del movimiento en ese entonces. A los carnavales de Santiago de Cuba llega La Dimensión Latina de Venezuela que trae como cantante al puertorriqueño Andy Montañez; es la misma Dimensión que compartirá escenario con el naciente Conjunto Son 14 que a comienzos de ese año había fundado Adalberto Álvarez con el apoyo incondicional de dos importantes figuras de la música y la cultura santiaguera: Enrique Bonne y Rodulfo Vaillant.

Paralelo a ello llega a La Habana la orquesta Típica 73, una formación líder dentro del mundo de las charangas neoyorkinas y que competía con las de los flautistas Pupi Legarreta, la Johnny Pacheco, la de Eddy Cervigón, la Broadway, entre otras de esa ciudad. El viaje de la Típica fue, sobre todas las cosas, un experimento del que resultaron dos discos en el que se fundieron junto a sus pares cubanos y resultó una de las experiencias más memorables en la historia de la salsa.

Y como cierre de esta etapa llegan a La Habana, en su primer viaje, las Estrellas de Fania como parte del Encuentro Cuba-USA organizado por la cadena CBS, donde además venían importantes estrellas de la música norteamericana como el grupo Weater Report, el compositor y cantante Billy Joel y el jazzista Dizzy Gillespie; los músicos que habían dado el pistoletazo de salida al asunto salsa en Nueva York entre 1968 y 1971, y que después de esa fecha copaban todos los espacios de música tropical o afrocaribeña en todos los rincones.

El encuentro duró tres días, tiempo más que suficiente para que Pedro Navaja y Juanito Alimaña recorrieran el habanero barrio de Los Sitios buscando a su pana Juancito Trucupey.

 

 


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