Érase una vez la salsa… no me apuren al tumbador


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Para comienzos de los años noventa del pasado siglo los percusionistas, en especial los tamboreros y bongoseros de las orquestas de música popular bailable, comenzaron a ser figuras determinantes en muchos de los diversos procesos creativos que se empezaron a desarrollar.

Ya no se trataba de “tamboreros o bongoseros” de una formación empírica, que seguían existiendo; simplemente ahora, la gran mayoría de ellos, tenían una formación musical académica y ello se reflejaba tanto en la forma de tocar el instrumento como en su capacidad para ampliar su set.

Ciertamente, desde los años setenta, los tamboreros o ejecutantes de la tumbadora, habían comenzado a ampliar el número de estas en sus ejecuciones y los modos de afinar las mismas. Un pionero en esta transformación fue Jorge “El Niño” Alfonso mientras fue parte de Irakere; y ese mismo camino siguió Miguel “Angá” Díaz una vez que lo sustituyó; aunque es justo reconocer que ya desde su etapa en Opus 13 Angá usaba un set de cuatro tumbadoras que amplió a cinco una vez que entró a la banda que dirigía Chucho Valdés.

Pero él no era el único.


Otro instrumento que comienza a ganar preponderancia en algunas orquestas son los tambores batá. Los casos más recurrentes es el de la orquesta Revé con el trabajo de Oderquis Revé o el de Octavio “Akimba” con el grupo Mezcla.

De todas formas, usar dos tumbadoras se mantuvo en la gran mayoría de las orquestas y/o bandas del momento. Todo dependía de la habilidad y la capacidad creativa del ejecutante; que muchas veces manejaba conceptos musicales complejos –fundamentalmente de su formación como baterista en muchos casos— que había aprendido mientras estudiaba otro instrumento, como era el caso de los violines (un ejemplo notable era Julio Saldívar, o simplemente “Perchero” que había estudiado violín y derivó en baterista y tamborero de diversos proyectos musicales).

Sin embargo, el asunto era más complejo que el hecho de tener una formación académica per se. Estaba sobre todas las cosas la influencia de la rumba, en especial el llamado estilo guarapachangero o guarapachangueo como también se le llama.

Desde fines de los años ochenta la rumba había vuelto a ganar un espacio, no el que merecía, pero espacio al fin; y a ese retorno contribuyeron algunos acontecimientos importantes entre los que destacan los Sábados de la Rumba que organizaba el Conjunto Folklórico Nacional y la irrupción del grupo Yoruba Andabo en el panorama musical de esos años, primero en solitario y luego acompañando a la cantante Merceditas Valdés. Y el regreso de los Muñequitos de Matanzas a los primeros planos de influencia más allá del barrio de La Marina, su lugar natural de existencia y presentaciones.

Igualmente, nació un fuerte movimiento de agrupaciones de corte folklórico, independientes, que comenzaron a animar la proliferación de ceremonias religiosas de corte afrocubano que se efectuaban con mayor regularidad a lo largo de todo el país. En muchas de estas agrupaciones se combinaron músicos profesionales y aficionados, y esa simbiosis fue el primer paso para que comenzaran a proliferar distintos grupos de rumba que con el paso del tiempo definirían un nuevo entorno rumbero en la nación.

Como parte de este proceso comenzaron a destacar algunos nombres como el de Pancho Quinto, quien además de ejecutar toda la batería de instrumentos rituales y profanos construía sus propios tambores batá, lo mismo que Oscar Valdés; el de Román González, ambos integrantes de Yoruba Andabó; entre otros nombres.

Pero lo más significativo fue la presencia de Gregorio Hernández o simplemente el Goyo, quien asesoró y fue parte activa de este proceso. Y algo muy significativo fue su papel junto al también percusionista Justo Pelladito en ampliar el programa de estudios de percusión afrocubana tanto en la Escuela Nacional de Arte como en el ISA.

Este proceso de reinserción social de la rumba, en el que jugó un papel importante la Peña de Rumba del poeta Eloy Machado que se efectuaba los miércoles en los jardines de la UNEAC; devolvió al entorno de la cultura cubana a figuras que hasta ese entonces habían estado marginadas y/o replegadas; y en algunos casos habían terminado su ciclo de trabajo profesional dentro del Conjunto Folklórico Nacional, compañía que les había abierto un espacio lo mismo por su dominio del mundo folklórico o su impronta como rumberos; como fue el caso de la familia de los Aspirinas, de Mario Dreke conocido como Chavalonga, de los Chacón y otros clanes familiares que gozaban de prestigio en el ambiente rumbero cubano.

En la medida que se ampliaba el universo rumbero de la ciudad se ampliaba también la presencia de aquellos estudiantes de los diversos conservatorios que comenzaron a interesarse por la ejecución de los tambores y por aprender los secretos de sus funciones mágico religioso; sobre todo aquellos que involucran a los de la liturgia Abakuá.

No podía ser de otra manera, la clave Abakuá está más que presente en el son y en todo el conjunto de la música popular bailable cubana desde el mismo instante en que Ignacio Piñeiro la comenzó a usar desde la fundación del Septeto Nacional.

Y para bien de los nuevos percusionistas, aún en estas fechas estaban vivas figuras imprescindibles en la ejecución de las tumbadoras como Tata Güines, Changuito, el Yulo Cárdenas; Pello el Afrokán y otros ilustres rumberos cubanos.

Una generación de tamboreros o congueros, como comenzaron a hacerse llamar, comenzaba a imponer su ritmo en la música popular bailable cubana de los años noventa y ese proceso continuará hasta el presente.

Era hora de destapar nuevamente la Caja de Pandora de la percusión afrocubana y a muchos de ellos corresponderá hacerlo; lo mismo desde los jardines de la UNEAC que desde cualquier lugar del mundo donde decidiera afincarse.

La rumba comenzaba su andar nuevamente por el mundo. Eso… sin apurar al tumbador…

 

 

 


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