La otra Gabriela


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Es hora de que se justiprecien en toda su dimensión sus desvelos por forjar hombres libres, por la construcción de las libertades sociales, culturales y políticas, por la doctrina social enseñada en la escuela a favor de la auténtica democracia y de la justicia...

 

Existen por lo menos dos maneras de leer a Gabriela Mistral. Tal y como le ocurrió —y narra— a Gonzalo Rojas, me pasó a mí: primero leímos a una Gabriela que se parecía al mismísimo arcángel san Gabriel, construido idílicamente por el catolicismo ortodoxo, y luego, en una incursión más profunda, descubrimos al viento del poniente, el ‘mistral’ del Sahara. La gran chilena fue negada por los letrados de la pedagogería y por los analistas vanguarderos, y después expurgaron su “palabra desollada”; solo han permitido que leyéramos sus plegarias y bendiciones, sus rondas y canciones infantiles. Apenas se le reconoce como maestra batalladora que incidía en la sociedad y la cultura, y ha permanecido semioculta la mujer ciudadana y cosmopolita, la intelectual crítica identificada con las causas más justas, la de la “fiereza verbal” que conversaba con Jesús en el lenguaje de los seres humanos, la rebelde volcánica contra la injusticia, la que descubría para la poesía las sustancias de la naturaleza y hacía emerger la espiritualidad de los paisajes americanos, la que no aceptarían por sus subversiones sociales y políticas los conservadores chilenos. Apremia entonces conocer en toda su extensión y hondura, su compleja personalidad y la totalidad de su obra.

En Gabriela Mistral, en verso y prosa. Antología, una voluminosa selección preparada por la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española, impresa en Perú en febrero de 2010, hay algunos elementos que tributan a la develación de Gabriela en textos de su compatriota Gonzalo Rojas, el poeta peruano Carlos Germán Belli, el mexicano Adolfo Castañón, el dominicano Bruno Rosario Candelier, el argentino Pedro Luis Barcia y el español Darío Villanueva, que constituyen aproximaciones provechosas a una obra a la que siempre debemos volver.

Cuatro académicos escriben en esta sustanciosa antología sobre cuatro poemarios de la Mistral: Ana María Cuneo, de la Universidad de Chile, vuelve a revisar lo autobiográfico en Desolación (Nueva York, Instituto de las Españas, 1922), un libro por el cual la autora se había disculpado: “Dios me perdone este libro amargo y los hombres que sienten la vida como dulzura me lo perdonen también”; Mauricio Ostria González, de la Universidad de Concepción, relee Ternura (Madrid, Saturnino Calleja, 1924) para comprobar que “la poeta se hace madre que deviene hijo, pero sobre todo hija que deviene madre”, o para decir, con la propia visión de Gabriela: “la canción de cuna sería un coloquio diurno y nocturno de la madre con su alma, con su hijo, y con la Gea visible de día y audible de noche”; Adriana Valdés, de la Academia Chilena, sitúa a Tala (Buenos Aires, Sur, 1938) en “la raíz de lo indoamericano”, a pesar de que fue publicado para “tener algo que dar a los niños españoles dispersados a los cuatro vientos”, debido a la diáspora provocada por la guerra civil; el también académico chileno Mario Rodríguez Fernández repasa a vuelo de pájaro algunas esencias orales de la “lengua transculturada” de la poeta, con una mirada no solo de Lagar (Santiago de Chile, Editorial del Pacífico, 1954), sino de los publicados póstumamente Poema de Chile (1967), Lagar II (1991) y Almácigo (2008).   

Algunos estudiosos han llamado la atención sobre aspectos singulares en la obra de la Nobel chilena: Santiago Daydí-Tolson, desde la Universidad de Texas, ha indagado acerca de las máscaras mistralianas y sus invenciones autobiográficas como dificultad para profundizar en su verdadera voz lírica e ir más allá de la sobrestimación de lo biográfico en detrimento de la real naturaleza de su escritura. Grínor Rojo, de la Universidad de Chile y Premio Honorífico Casa de las Américas, ha centrado su visión en el motivo de la niebla en la obra brumosa de Gabriela para descubrir que ese punto de vista forma parte del sustrato pendiente de destierro, desmemoria y desconcierto.

Una relectura de la poesía completa vuelve a plantearnos revisar o reafirmar algunas constantes de su poética: la conciencia del lenguaje hablado y las relaciones con la escritura coloquial, a veces como en penumbras; obras de esencias, el hueso de la palabra con expresividad estelar, una voz arcaica y ruda; la reiteración de la “infancia sumergida” que emerge en sus versos y una “poética de intersecciones”; la trascendencia espiritual de un cristianismo de catolicidad sincrética, heterodoxa, social y rebelde; la leve e insinuante sensualidad con su impulso erótico detenido y la sublimación del erotismo en la frustración de la maternidad; la convivencia continua con la muerte, asumida como imagen trunca o inacabada, en su misteriosa exploración del alma humana, y la transformación de este sentimiento en la celebración por el nacimiento de nuevas naturalezas.

Tendríamos también la oportunidad de repensar los vínculos conscientes de lo pedagógico —y lo social— con su creación poética; la amplia proyección de mestizaje americano a partir de su ascendencia indígena, vasca y judía; la americanidad y el americanismo en la sensibilización para establecer relaciones afectivas hacia la naturaleza, así como valores sociales y de religiosidad constructiva, postergados o relegados en la cultura latinoamericana. Todavía no se insiste como se debiera en su excepcional concepción del mundo mediante la fantasía poética, una ideología auténticamente nuestra, que tiene en cuenta cierta unidad del reino natural con el aliento social y la peculiar espiritualidad religiosa de catolicidad inculcada, con no pocos contactos míticos y relaciones teogónicas. La continuidad y coherencia de la poética mistraliana se manifiesta además en los vínculos entre música y poesía apreciables en sus canciones de cuna o juegos infantiles, o en la constante promoción de tradiciones vernáculas recreadas en los poemas.

Por otra parte, resulta de interés repasar nuevos textos en que se encadena y conecta la imagen cósmica que cierra el ciclo de su obra poética, “la volteadura de mi alma”, según ha preferido decir la propia autora. Una angustiosa insistencia en reconstruir travesías y recuerdos campesinos de niñez y adolescencia, costumbres de “mujerío”, diálogo consigo misma, personal religiosidad, oblicuo erotismo y obsesión con la muerte, manifestados en lo que decidió no publicar ante la crisis de la modernidad que vivió durante la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría, y en lo personal, frente a la muerte de Yin Yin y el aparente descanso económico después del otorgamiento del Nobel.

El segmento de la obra de Gabriela Mistral menos estudiado parece ser la prosa, a pesar de una riquísima producción de pequeñas narraciones y prosa poética, “recados”, materiales de corte periodístico, cartas, documentos políticos, textos de pedagogía, retratos de personalidades… Ha quedado menguada en las últimas antologías no poca prosa importante sobre temas pedagógicos y religiosos que demuestran un crecimiento estético y espiritual de alta conciencia creadora y descubrimiento emancipador, semblanzas de hombres ilustres muy allegados, reseñas de hechos relevantes que denotan su carácter justiciero y rebelde, grandes temas de las esencialidades americanas, muchas veces escondidas o confinadas en algunos estudios a un simple comentario, y una miscelánea de asuntos relacionados con el papel de la mujer en la sociedad, e incluso, criterios sobre la paz, la política, el sindicalismo y las asociaciones, así como otros vinculados a la artesanía y el folclor, pues a las manualidades y a la cultura popular le otorgaba un valor aún no reconocido por ciertos académicos y hasta por difusores de tan rico legado.

Su prosa se parece o se aproxima a la oralidad, al recuerdo de las viejas historias junto al fuego, “charlas de brasero, mate y tortilla”. Sus artículos y “recados” eran mensajes orales hechos escritura por evidente necesidad de comunicación: contar la impresión de viajes, retratar a personas afines, interpretar paisajes, opinar sobre problemas sociales, narrar conversaciones y hacer confesiones… Apenas se siente la narración en esas páginas porque resultan fragmentos de un pensamiento ecuménico que integra enseñanzas: el mundo del mar, las piedras, el agua; el de la flora, como la piña, el sauce, el higo; el de los animales como el armadillo, la tortuga, el albatros; la cultura, la filosofía, la religiosidad, la historia, la sociedad, la vida interior: prosa con un uso exquisito e insólito del adjetivo; sentido y propósito estético logrado en la precisión del habla; uso reiterado de alusiones y alegorías, de poderosos símiles convertidos en parábolas, como en los pasajes bíblicos; textos que enseñan por medio de un haz de mensajes diversos cercanos a los propósitos de la fábula contada; resultado de una acuciosa observación, a veces de una investigación, pero siempre con una manera intuitiva para llegar al conocimiento.

Los retratos parecieran recuerdos, como “Gabriela piensa en su madre ausente”; encuentros, como “Sobre Marta Brunet”; semblanzas, como las de “Waldo Frank en Chile”; querencias entrañables, como el “Recado sobre el maestro Juan Francisco González”; elogios apasionados, como los dedicados a Teresa de la Parra; en fin, descripciones de amor, ternura y pasión que descubren una simpatía intelectual (Norah Borges, Esther Cáceres, Victoria Ocampo), la comprensión y el aplauso intelectual (Alfonso Reyes), social (José Vasconcelos) o político (Augusto César Sandino), o la devoción más sublime (José Martí); penas, porfías o cóleras escritas a mano, con muletillas y casticismos, en ocasiones con menos tiempo para la indagación o la revisión pero con el impulso de su pensamiento, construyen opiniones firmes y fuertes, no siempre equilibradas o acertadas, con exabruptos y desconfianzas, quizás parecidas a ella; retratos impresionistas que merecerían releerse ahora, cuando ese intermedio entre oralidad y escritura comienza a valorarse mejor.

Es hora de que se justiprecien en toda su dimensión sus desvelos por forjar hombres libres, por la construcción de las libertades sociales, culturales y políticas, por la doctrina social enseñada en la escuela a favor de la auténtica democracia y de la justicia, porque el Evangelio está lleno de “pasión del pobre”. No pocas veces se oculta aún esta pedagogía humanista reveladora de una catolicidad que repetía Salmos de David y visitaba lo mismo a Buda y a Mahoma que a san Francisco, y predicaba una escuela y una iglesia al lado de la realidad del pueblo. Si revisamos los artículos que escribió sobre la geografía física y humana de Chile, el elogio de sus paisajes, costumbres y folclor, puede comprenderse la significación que le atribuía a este tipo de identidad que todavía los chilenos no acaban de asumir totalmente, como en México y las Antillas, con un profundo sentimiento agrario y ruralista, fuera de la oficialidad representada por la urbe. De la misma manera, sería deseable que adquirieran mayor representatividad sus textos sobre el feminismo y la reivindicación de la lucha femenina, los debates en torno a los derechos civiles y laborales de las mujeres, una escritura y una participación activa prácticamente eliminada de las antologías.

Desmarcada de partidos y gremios de cualquier tipo, su voz defendió las causas más justas, como la de Augusto César Sandino; su faceta de trabajadora por la paz, basada en su sensibilidad social y política, y sus concepciones sobre la concordia y la civilidad (“Yo, la insufrible demócrata”) no pueden obviarse si se pretende una imagen completa de la escritora que luchó a favor de los indígenas, los negros, las mujeres y los niños, contra el latifundio y las oligarquías nacionales. De la misma manera que no debía escamotearse su intimidad (Ver: Siete cartas de Gabriela Mistral a Lydia Cabrera, Peninsular, Miami, 1980), tampoco hay por qué limitar sus rebeldes y ecuménicas concepciones políticas (Ver: Escritos políticos. Selección, prólogo y notas de Jaime Quezada, Fondo de Cultura Económica, México, 1994).

La poesía completa de Gabriela Mistral es breve, aun contando los últimos manuscritos obtenidos por el gobierno chileno, depositados actualmente en la Biblioteca Nacional de su país. Sin embargo, su copiosa obra en prosa, incluidos su epistolario y sus ensayos de excelencia, requieren de más estudios, por resultar de suma importancia para el presente de América Latina. Muchos acercamientos a su producción han padecido del “biografismo” que aqueja a enciclopedias impresas y digitales, y a no pocos textos para la docencia, extranjeros o cubanos, en detrimento de la valoración de la obra, de su alcance o vigencia. Cuenta más averiguar si Yin Yin era hijo o no de la chilena, cuántas y qué mujeres estuvieron a su lado, o sus desencuentros con algunas personalidades importantes, que sus ideas sociales y políticas, su catolicidad y espiritualidad singulares, su proyección ecológica anticipatoria de la relación armónica con la naturaleza, el valor que concedía a las artes manuales, la defensa de la inclusión social sostenida contra viento y marea… Hace falta conocer a la otra Gabriela, no solo en su Chile que hoy se rebela contra la oligarquía, sino en toda la América nuestra.


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