Rolando Luna: sus canciones, el piano, el alma y Marcel Proust


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Por esas extrañas coincidencias de la vida, que se pueden resumir en el acto de revisitar historias que a uno han conmovido, me propuse este enero volver sobre la obra cumbre del escritor francés Marcel Proust: Por el camino de Swann, –quienes me conocen saben que esa es una de mis obras favoritas junto a La montaña mágica de Thomas Mann y todos los cuentos de Hermann Hesse—.

Esa devoción por cierta zona de la literatura se hacía acompañar por la escucha y el disfrute de la música de compositores alemanes, en especial Telemann, quien logró elevar a la categoría de obras sinfónicas monumentales una serie de canciones folklóricas alemanas de fines del siglo XIX, que Friedrich Schiller había recogido y publicado en el mismo libro donde aparece su poema Oda a la alegría (inspirador de la Novena Sinfonía de Beethoven).

Leer a Proust es un ejercicio de introspección y de constante cuestionamiento cultural y ético, si se quiere. Uno se enfrenta una y otra vez a una obra literaria bien construida, telúrica, sorprendente en extremo. Cada capítulo, aunque parecen independientes entre sí, tiene un vaso comunicante con el anterior. Pero lo más importante, esta obra puede ser el pretexto cultural que te permita entender la novela Paradiso de nuestro compatriota Lezama Lima. Lo afirmo sin aires de sentirme doctor. Es mi criterio y mi experiencia personal.

El personaje de Proust, un niño que ve discurrir su adolescencia tras los muros de una gran mansión en la que habitan y visitan los más disímiles y estrafalarios personajes, evoluciona creándose una personalidad que muta de acuerdo a los acontecimientos. Solo su constante curiosidad, que se esconde tras cierta dosis de ingenuidad humana, es lo que le hace triunfador ante estos.

Salvando alguna que otra distancia espacial y cultural, existe cierto paralelismo entre el personaje de la novela y la vida y evolución musical del pianista Rolando Luna. Solo les diferencia el carácter con que enfrentan su tiempo.

El uno vive en el mundo aburguesado francés de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX. Luna nace y vive en el XX y se proyecta al XXI, en La Habana, y sobre su mundo pesan las leyendas de barrios como El Pilar y Carraguao con ciertas luces de El Vedado.

Uno es pasivo, apegado a su época y sometido a las convenciones sociales de su tiempo; Rolando Luna es un sunami en toda la acepción de la palabra y siempre está presto a transgredir los potenciales y posibles límites de la imaginación musical, tanto, que exige hasta los límites más insospechados.

Los dos me llegaron justo cuando transitaban de la adolescencia a la adultez.

Esta vez, rompiendo la norma, mi selección musical para regresar a Proust fue el disco Mi alma en canciones, producido por la EGREM y que tiene como protagonista a Luna. Le debía la escucha a él y a su productora general, Elsida González.

Ingenuamente pensé que podía hacer las dos cosas: leer y escuchar –contemplativamente— el disco. Imposible. Debía elegir y ganó la música.

Quien se haya detenido a observar y seguir la carrera de Rolando Luna recordará al adolescente ante el piano acompañando a Omara Portuondo; después, en un tránsito, en la banda de Paulo FG; una parada fundamental en la orquesta de Issac Delgado y se hará presente en el Buenavista Social Club, quedándole tiempo para incorporarse, animar y ser artífice de diversos proyectos jazzísticos en los que dejó su impronta, sin dejar de estudiar a sus contemporáneos, en especial a Chucho Valdés y a Gonzalo Rubalcaba.

Ese aprender de clásicos del piano como Rubén González o Joseíto González, el interiorizar la personalidad de un Emiliano Salvador o, desde la barrera, ser alumno de Chucho –no es propósito de esta nota acercarse a todas sus influencias—;  moldearon una personalidad musical inigualable para estos tiempos.

Mi alma en canciones, se rumora que es un primer acercamiento, es una selección de obras de compositores conocidos, solo que no son esos temas que escuchamos una y otra vez, que se repiten en discos o que forman parte del repertorio de conocidos intérpretes. Cruza por la canción, se acerca a la trova, al filin o al bosa nova tropicalizado en los años sesenta por Los Zafiros y se atreve a versionar al piano una de las piezas más complejas de Ñico Rojas.

Tal repertorio nos habla –lo mismo que los capítulos de la novela de marras—de un cuidado extremo a la hora de diseñar la dramaturgia musical que se nos propone. Cada canción/personaje está pensado para lograr una organicidad y coherencia de una solidez a toda prueba. Debo confesar que esta selección es toda una obra de orfebrería y debe servir de patrón a quienes en un futuro decidan acercarse a la cancionística cubana. El contar con un buen repertorista, quien además entiende la personalidad del músico, garantiza en este disco un 30 por ciento de su originalidad y su buen gusto.

Entonces comienza ...el camino de Swann. Es decir, entra en escena, ante el piano, Rolando Luna.

La apertura del disco es con un tema de Sindo Garay: Guarina, nombre que dio a una de sus hijas y que tiene su origen en el mundo de nuestros aborígenes. Partamos del hecho de que todas las canciones que escribiera nuestro trovador mayor son de difícil ejecución e interpretación, que se precian de una belleza increíble y se arropan en armonías complejas a pesar de ser escritas para guitarra por un hombre que aprendió a leer de modo autodidacta; y, para agregar sal a la historia, fue escrita ochenta años antes de nacer Rolando Luna (así será todo el repertorio escogido) y que además no creo figure en el repertorio de cantante cubano de hoy por muy destacado que sea.

Luna hace una apropiación de la misma descomunal. Juega con el texto desde el piano, pero sin alterar su esencia. La recrea con una maestría como pocos lo han logrado hacer. Entra en la piel del compositor y juega con sus emociones y las de aquellos que habrán de escuchar el disco. Es un Sindo desde una dimensión jazzística, pero también con toques clásicos. Ora romántico, ora estructuralista, ora libérrimo en ciertos pasajes; pero por encima de todo, muy cubano.

No nos hemos repuesto de tanta emoción que estalla cuando se acerca al filin. Toca el turno a las composiciones de José Antonio Méndez y Ñico Rojas. Canciones difíciles y, como la anterior, poco difundidas. Partiendo de la impronta jazzística de ese movimiento musical y cultural cubano, Rolando Luna se hace acompañar por un trío; e imagino que desde alguna lejana dimensión es observado por un gigante como Frank Emilio al que reinventa, pero siempre con la energía que le caracteriza. Arropa notas difíciles, ora lúdicas, ora desbordando pasión. El resto de los integrantes del trío no se quedan atrás. Hay un lenguaje que les define y que conecta a diversas generaciones. Para aquellos que alguna vez escucharon hablar de un grupo llamado Loquibambia, esta es una forma de entenderlo, de conocerlo.

Llega la hora del primer impasse espiritual. De darle al alma sosiego, temporal, y el quinto corte regresa a la trova tradicional. Es el turno de Adriana y tanto el pianista como la productora apuestan por hacerse acompañar del trío (otro más) Palabras; uno de los ensambles vocales más hermosos de estos tiempos hoy en Cuba. Son del centro de la Isla, desconocidos para muchos. Y aquí vale la pena regresar a Telemann y su compendio de canciones folklóricas alemanas.

La Adriana de Luna y el trío Palabras es irrepetible. Sinfónica por el juego de voces, que esta vez incluye al piano como una más. Es un Rolando Luna contenido, derrochando una espiritualidad poco convencional en alguien cuya personalidad califica de hiperquinética. Mientras se escucha este tema uno siente fluir el alma del músico en conjunción con la del trovador que agradece tanta elocuencia musical.

El disco sigue su viaje y el músico recrea a tres compositores cubanos que marcaron los años dorados de la canción cubana de los años cincuenta y sesenta. Pedro Vega con Herido de sombras, Adolfo Guzmán con Al fin amor y la que se considera el único tema escrito por Benny Moré, Amor sin fe.

Vuelve la música cuesta arriba. Quien escucha estos temas siente la energía de las manos de Luna sobre las teclas del piano. Imagina la forma en que mueve su mano izquierda, independiente. Le ve –desde esa fiesta que es la imaginación, como diría Marta Valdés—tarareando las canciones, soñando la siguiente nota y tamborilea junto al intérprete.

Tiempo de apoteosis. Toca el turno a Bossa cubana. Por sus dedos cruzan ideas musicales novedosas, ideas tomadas de esos pianistas que le han influenciado, a los que admira, a los que ha estudiado y de los que se siente deudor. Aún así sigue siendo Rolando Luna.

El último corte es un tema de Rembert Egües, el único de todos los compositores involucrados vivo. Un fanático de la música y el pianismo de Rolando Luna. No hace poco tiempo trabajaron juntos. Rembert le reservó el papel de pianista en un tema homenaje a su padre, el flautista Richard Egües, titulado De re a re. Luna reinventó lo que el compositor había escrito y con probada ingenuidad pidió disculpas por lo hecho con la partitura. Rembert por su parte solo sonrió y le prodigó un abrazo como regaño.

Amar, vivir, tema escogido de su cancionística es reinventado. “Solo dos genios –como los define el director de orquesta y trombonista Demetrio Muñiz—podían entenderse de esa manera”. Pienso igual.

La genialidad parte, según algunos entendidos, de la visión del mundo y de los acontecimientos que te rodean. Entenderlos y devolverlos un escalón más arriba que el resto de tus contemporáneos, te hace diferente y a la vez común.

Rolando Luna, lo mismo que el personaje de la novela de Proust, termina de visitar y exponernos su alma, sus inquietudes, sus dudas y sueños. Se marcha por un camino, el mismo que tomó para llegar a nosotros, que es infinito.

El sunami Rolando Luna nos ha dejado el alma y las emociones satisfechas, saturadas de buena música y una energía contagiosa. Se marcha y con gozo esperamos su regreso. Tal vez mañana o un día cualquiera volveré o volveremos sobre este disco con la misma pasión y entrega que siento por esa novela en la que el personaje, lo mismo que el músico, llegó a mí siendo un adolescente.

Su camino de Swann se esconde tras el piano.


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