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Dos Aniversarios en la pureza de la amistad


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Este  año conmemoramos el 120 aniversario de la muerte de  José Martí y el 170 del nacimiento de Alfredo Torroella.

No creo que haya mejor oportunidad para poder hablar de la gran amistad que unió a estos dos poetas cubanos que se conocieron en el destierro, allá,  en la tierra de Juárez.

Torroella,  había nacido en La Habana, en agosto de 1845. Por sus ideas libertarias  en 1868,  salió emigrado  hacia Mérida, en México. Era un buen poeta y un poeta bueno,  así lo sintió Martí que le cerró los ojos. Murió tan joven, no llegaba a los 34 años. Vino enfermo a morir a su Cuba querida, en 1879.

Una vez Martí,  escribió: “Solo hay una cosa comparable al placer de hallar un amigo, el dolor de perderlo”.

En su discurso del Liceo de Guanabacoa, donde fueron velados los restos del poeta,  nuestro Héroe, expresó emocionado: “Orador, arrastró; poeta, sedujo; autor dramático, oyó de los mexicanos aplausos ferventísimos. Ora tonante y fiero, ora amoroso y manso; no mermada la generosidad, enamorado de dos patrias, fuerte con un nobilísimo cariño, con el estudio asiduo acendrado su enérgico talento, era para México, no el humilde acogido, sino el hijo fervientemente amado”.

….“ Gracias, México noble, en nombre de los ancianos que en ti duermen, en nombre de los jóvenes, que en ti nacieron, en nombre del pan que nos diste,  con el amor de un pueblo, te es pagado”

Fue, además, Alfredo Torroella, ejemplar maestro y traductor de francés.

Con  su prematura desaparición,  dejó un profundo pesar entre sus amigos más cercanos:  Mendive, Martí y Luisa Pérez de Zambrana. Los emigrados cubanos en Yucatán, que aprendieron a quererlo y admirarlo, lamentaron la triste pérdida.

Fue realmente, uno de los grandes líderes independentistas de la emigración cubana en Yucatán. Dicen que nadie como él,  ayudó a sus hermanos, que desterrados llegaban a la tierra azteca, sin un céntimo para vivir. Creó en Mérida, la Gaceta Álbum Meridiano,  la primera publicación literaria que defendió los intereses de la independencia cubana,  en el año de 1869.

En diferentes campos de la acción literaria, influyó la literatura cubana escrita en Yucatán. La literatura infantil y el análisis crítico, hallaron importantes espacios.

El doctor Carlos E, Bojórquez Urzaiz, Antropólogo y Profesor de la Universidad Autónoma de Yucatán, refiere que en  el Álbum de Torroella, se publicaron los primeros estudios sobre Sor Juana Inés de la Cruz, realizados por el también cubano en el destierro,   Idelfonso Estrada y Zenea , autor  además,  de la revista infantil El Periquito, dedicada a los niños de Yucatán y Cuba.

Tenía Torroella, 23 años y ya había sido designado, por sus extraordinarias dotes de orador,  para pronunciar un discurso en los funerales de Manuel Cepeda Peraza, Gobernador juarista, que supo ganarse el reconocimiento de toda la emigración cubana:

“Perdonadme si en nombre de Cuba y haciéndome eco de los sentimientos que dominan

el corazón de los cubanos residentes en Mérida, por las desventuras de su patria,

vengo á traeros mi hoja de ciprés para agregarla a la corona funeraria que dejéis sobre la tumba de un defensor de las patrias libertades. Y no me preguntéis con qué derecho

se mezcla mi voz en este fúnebre concierto... Porque, no lo dudéis, Cuba y Yucatán son hermanas”.

 

Desde muy niño, Torroella,  escribía versos y soñaba con ser poeta:

Salud, Cuba hermosa, Salud pueblo mío,

que baña el rocío

en noches de amor;

salud porque  tienes las hijas más bellas

con rosas por labios, por ojos estrellas

con frentes bañadas  de dulce candor.

 

Fue también  un hombre de teatro,  sobre todo,   del teatro cómico y el de intención social.

Martí lo recuerda en aquella velada , en el Liceo,  “como el autor de su no olvidado drama Amor y Pobreza, del elegante Laurel y Oro, del chispeante Careta sobre Careta, del culto  proverbio El Istmo de Suez; el que escribió  romances con rima delicada, odas con lírico arrebato, serenatas perfumadas de amor, elegías fuente de lágrimas…”

¡Cuánto no hubieran podido elevarse sus creaciones para riqueza de nuestra cultura!

Fue en  el Teatro Tacón donde estrenó, Careta sobre Careta y en México, su obra El mulato.

Alfredo Torroella, había muerto y el vacío era enorme: “¿Dónde está  ahora la palabra de fuego, el corazón inmenso, el generoso aliento, la ya famosa lira del poeta?, se preguntaba  Martí, al llorar al amigo.

Allá en México, creció el hombre y se casó. Tuvo hijos que la muerte impía le hizo dejar.  México lo amó y él amó a México, esa tierra que también Martí amó.

Soñador y valiente lo vieron transitar por la noches de Guanabacoa, por la Tertulia de Nicolás Azcárate, por los teatros y los parques, entre mujeres hermosas, decidido a conquistar el futuro soberano de la Patria.

Desde adolescente, venía destacándose en el campo literario. Publicaciones cubanas habían recibido sus colaboraciones y posteriormente, las de tierras mexicanas. Se llamaba “trovador de batalla que la tierra cruza con su arpa al hombro”.

Cuba y México, La Habana y  Mérida, unidas para siempre:

Yo, Mérida, te amé ¿Cómo no amarte?

Si hospitalaria acoges a mis hermanos

si por ti de los bárbaros tiranos

burlando la satánica violencia

al ardor de la santa independencia

se transforman en hombres..¡son cubanos!

 

Para Martí, Mérida, era “la morada de todas las sonrisas”, al aludir al alto grado de solidaridad humana que encontró en la hermana ciudad.

Fue tan bello el encuentro entre hermanos  y tan triste el adiós.

¿Habrá el poeta presentido su temprana muerte? Sus textos, desde sus primeros versos, anunciaban la triste  fragilidad de su  existencia. Y una y otra vez, encontramos la referencia a su oscura vida, el pájaro fugaz de la esperanza y a la amarga despedida en un corazón tan joven:

Cuando llega la tarde sosegada

muere la flor que roja y perfumada

por la mañana vi.

Y yo que tengo de vivir anhelo

alzo la frente y le pregunto al cielo

¡Ay, qué será de mí!

 

En una carta a Mercado, fechada en el 1878, Martí, en Guatemala, tras abandonar México, le dice: “tengo una verdadera pena en no haber podido abrazar a Alfredo Torroella”. Y agrega, “tengo para él una de esas amistades intuitivas  que reemplazan a las amistades viejas … Es un gran cuerpo en una gran alma”.

Un año después, aquí en La Habana, en otra carta a Mercado: “Alfredo Torroella, se me está muriendo en los brazos en estos tres últimos días… Me tiene moribundo un cariño,  que parece que data de otra vida”.

Se esperaba su deceso de un momento a otro. El Liceo, había designado a Martí para que hablara el día de las exequias de su amigo. En ese momento, Martí solo piensa en los pequeños hijos del poeta moribundo, y en aquella carta hermosa, se lamenta de tener que hablar en una tierra esclava. ¡No sabré qué decir!, exclama.

Martí solo tenía 26 años. Recordaba cuándo Torroella, lo recibió con gran alegría en México, cómo se sabía sus versos de memoria. Allí, pensó, surgió el poeta e hizo su labor el hombre bueno.

Pareciera como si el poeta en su lecho de muerte,  repitiera, en triste letanía, aquellos versos  suyos premonitorios:

¡Cuán amarga será la despedida

de un corazón tan joven como el mío

¡Todas las ilusiones  de mi vida

tendré que darlas al sepulcro frío.

 

¡No era justo que la Muerte se llevara a aquel hombre!

“¡Las vírgenes y los honrados nos hacen mucha falta! Muerte, muerte generosa, muerte amiga! ¡Ay! ¡nunca vengas!”

Fueron estas, las últimas palabras de Martí,  a su entrañable  amigo, ese poeta de bendita lira, que descansaba siempre en el umbral de la puerta de los pobres.  


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