El burócrata y el servidor público


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Después de la Revolución Industrial inglesa y en medio de la creación de la Compañía Británica de las Indias Orientales, se revalorizó el concepto de funcionario; John Stuart Mill, quien trabajó para la Compañía más de dos siglos después de fundada y era miembro del Parlamento, los nombró civil servant ―servidores públicos―, aunque fueran empleados por el gobierno o por privados. Esta buena voluntad de Mill le sirvió al economista y sociólogo alemán Max Weber para analizar las relaciones del capitalismo con sus funcionarios y su capacidad de readecuarlos para eternizar el sistema en los tiempos del imperialismo; Weber teorizó sobre los funcionarios y la necesidad de estos para cualquier Estado moderno.

 

Los funcionarios se convirtieron en imprescindibles en cualquier sitio del mundo, y lo demuestran sus características: en primer lugar, la permanencia en el cargo y su progreso dependen de la incondicionalidad al jefe; son vigilados mediante calificaciones, evaluaciones, chequeos y controles periódicos, y pueden ser castigados de diferentes maneras, desde las más sutiles hasta penosas sanciones, materializadas en una salida del entorno, el traslado a puestos de menor categoría, demociones o expulsiones deshonrosas; siempre deben sacrificar la opinión individual, y a veces, anular su personalidad; además, sus tareas o funciones no cambian con regularidad y generalmente permanecen constantes sus modos de operar y establecer relaciones, independientemente de quién es el jefe supremo; sus ocupaciones resultan necesarias pero exigen claridad, exactitud, velocidad, eficiencia, eficacia y regularidad; a cada uno se le otorga una cuota de autoridad para realizar su labor, y medios de coerción limitados para usarlos como parte de su jerarquía, con deberes y derechos para supervisar.

 

Sin ser propietarios, los funcionarios son responsables de los recursos que se les asignan y sus ingresos están determinados por la cartera de funciones que ejecutan, su importancia y dimensión; no heredan ni transfieren sus desempeños, solo aceptan responsabilidades y beneficios de acuerdo con documentos firmados y cuños que avalan; todos son contratados, nombrados y promovidos sobre la base de una conducta exigida y de su lealtad a la razón por la que han sido designados. Con ellos nació una nueva relación del ser individual con el proceso social, pues la modernidad inauguró nuevos tipos de esclavitudes enmascaradas como la de los obreros; sin embargo, los empleados públicos son los menos vulnerables a cualquier cambio del sistema, porque son capaces de reacomodarse, siempre en su provecho personal.

 

Carlos Marx había avizorado las relaciones entre el individuo y la sociedad, así como las tensiones entre el funcionario estatal y el obrero, que parten de las diferencias entre la labor intelectual y la manual, frente a lo que fue en su época una honda división social del trabajo. La expansión de la economía de mercado y el papel de las finanzas dejaron visible la influencia del aparato burocrático como grupo social distintivo y con relativa independencia; el tiempo lo ha afianzado como casi autónomo, y el “casi” puede desaparecer si el funcionario tiene experiencia y el jefe es un novato. Tanto Marx como Federico Engels ahondaron en la esencia de estas cuestiones al abordarlas en sus estudios sobre la enajenación del ser humano. La explotación capitalista del Estado burgués precisaba más burocracia, y ello provocaba una enajenación que se generalizaba y se potenciaba. En las tesis para explicar el origen y el desarrollo de la enajenación, Marx partía de cuatro fuentes: la religión, el Estado, el comercio y la tecnología; si bien enfatizó en el papel negativo de la burocracia eclesiástica en la Edad Media, asunto dominante todavía en su época, también se empeñó en demostrar el carácter explotador del burocratismo capitalista con su maquinaria estatal, comercial y tecnológica. Al actualizar hoy el papel de los factores que inciden en la enajenación del ser humano, notamos que la incidencia del mercado y los burócratas estatales se ha consolidado en cualquier lugar del mundo.

 

El impacto mercantilista ha superado aquellas reflexiones que se hacían en el Manifiesto comunista: “Merced al rápido perfeccionamiento de los instrumentos de producción y al constante progreso de los medios de comunicación, la burguesía arrastra a la corriente de la civilización a todas las naciones, hasta a las más bárbaras. Los bajos precios de sus mercancías constituyen la artillería pesada que derrumba todas las murallas de China y hace capitular a los bárbaros más fanáticamente hostiles a los extranjeros”. Si bien los bajos precios de las mercancías siguen constituyendo un arma sumamente poderosa, en no pocas ocasiones los funcionarios, especie de oficiales de campo, deciden tácticas y hasta pueden desviar estrategias. Con esas armas y esos oficiales hay que contar, y hoy resulta imposible desconocer la acción del mercado y el papel de los funcionarios y burócratas en la vida económica, social y política de cualquier país.

 

En Cuba, como en cualquier sitio, los servidores públicos conviven con los burócratas, y habrá que identificar o distinguir a uno del otro; también, como en todas partes, los representantes de la burocracia tienen sus códigos, capaces de alterar el significado de las palabras, y hasta vaciarlas de contenido.

 

A los burócratas les produce urticaria la profundización en un determinado hecho y su relación con otros semejantes. La concatenación puede llevar al cuestionamiento de decisiones de sus superiores, a los que debe “lealtad” y de quienes, como ya vimos, depende su estatus. Quizás por esa razón exigen a ultranza “aterrizar los problemas y tocarlos con las manos”. Ello no implica que siempre estén equivocados, pues ciertas teorizaciones pueden adolecer de un lenguaje vacuo que no conduce a la solución de los problemas.

 

Otro código muy socorrido resulta argumentar que “no es la coyuntura”. Nunca responden a la pregunta: “¿cuándo será la coyuntura?”. Con esa lógica de pensamiento, Carlos Manuel de Céspedes nunca hubiera liberado a sus esclavos en Demajagua, José Martí no hubiera organizado la Guerra de Independencia ni Fidel Castro el asalto al Cuartel Moncada. A veces repetir que “no es la coyuntura” puede revelar el espíritu ultraconservador de guardián demasiado cauteloso frente al reclamo urgente de muchos; en otras ocasiones tras esas demoras se esconde la mano sucia de la corrupción, una “fuerza oscura” que retrasa el desencadenamiento de acciones cuya investigación perjudica a funcionarios inmorales.

 

Resulta común escuchar que “estamos trabajando en esa dirección”. Es la respuesta de quien no desea profundizar en el problema planteado, y como el tiempo es un recurso que los burócratas saben manejar a la perfección para su beneficio, el gerundio puede prolongarse hasta el advenimiento de una nueva era geológica; oculta, además, la causa de la deficiencia, no precisa en magnitud medible el tiempo de ejecución de las tareas que la resolverían, ni los posibles obstáculos o las personas e instituciones implicadas.

 

Casi inmediatamente después de esa frase acuñada, y como un libreto aprendido, viene la argumentación esperada: “el bloqueo”; y aunque tal vez una buena parte de los factores ―directos o indirectos― que obstaculizan la solución, provienen de los conflictos ―a veces no muy visibilizados― del bloqueo comercial, económico y financiero, no es menos cierto que se escamotea, minimiza u oculta una historia de deficiencias que alcanzan las decisiones del burócrata, de su organismo o de malas políticas implementadas o ejecutadas en diversos niveles. El bloqueo existe y presumiblemente existirá, y hay que contar con él como si fuera un asunto biológico, por eso es inadmisible que la explicación sobre estas causas externas y los daños provocados por los desmanes del bloqueo, no dejen margen para el análisis de las razones internas y temas concernientes a los errores de planificación o inversión, imprevisión, descoordinación, desatención, desidia, olvido, descontrol, incumplimientos, negligencias, impagos, y un largo etcétera.

 

Otro mecanismo de defensa de los burócratas cubanos cuando se sienten cuestionados y perdidos, es recurrir a la política. La politización, que a veces deriva en politiquería, es un medio de emergencia en que se acomodan para defenderse en una contingencia; estamos cansados de ver a funcionarios inmorales apelar a un discurso en que se ha corrompido el patriotismo trocándose en patrioterismo, acompañado de intrigas, bajezas, superficialidades y ligerezas, y, como resguardo, el rezo de que “el enemigo no descansa”. Para ellos cualquier respuesta ante una “pérfida maniobra del enemigo”, siempre ―absolutamente siempre― tiene que ser “contundente”; esa falsa combatividad ha pervertido el lenguaje al punto de que es posible suprimir los sustantivos y seguir entendiendo la fórmula: “ante la pérfida, la contundente”.

 

Los burócratas viven cuidándose. Su única previsión es cómo será leído por sus jefes lo que hacen, el pulido de su actuación, que nadie les pueda “rayar el vinil”, independientemente de las razones para decidir cualquier cuestión. La crítica es anatema porque tras el señalamiento casi siempre está lo que no supieron, no quisieron o no pudieron hacer; tal vez por esta razón, cuando alguien les hace una crítica, si se registra por escrito en un informe o noticia, la frase que se impone es: “hay que ponerlo en positivo”; entonces, el espíritu de lo allí señalado ―que para ellos supone hipercrítica―, se esfuma en la redacción y se diluye en el arte de los eufemismos.

 

En muchos de estos personajes y personajillos, la defensa ante la crítica refleja su ignorancia, pues suelen vivir en el asteroide B-627, bien alejados de los problemas de la gente común; algunos nunca suben a un ómnibus, se sientan en el banco de un parque con Wi Fi, hacen cola para comprar papas, conversan con los clientes de un bar o caminan por las calles de su ciudad después de las doce de la noche; salen de una reunión para otra, se informan por resúmenes y responden a lo que piensa su jefe: no ven o no quieren ver, o no les conviene ver. Quien insiste en la crítica es “problemático” y “conflictivo”, aunque le hayan incumplido un contrato firmado, lo hayan sancionado injustamente, lo hayan peloteado de oficina en oficina o lleve un mes con la casa inundada de aguas albañales: al burócrata no le duele; no lo oye porque nada de eso afecta a su posición. La respuesta para continuar usando el tiempo a su favor resulta también esperada: “estamos puntualizando los detalles”.

 

No hay por qué satanizar a todos los funcionarios ni confundirlos a todos con burócratas ―recuerdo que una vez, con su habitual genialidad, Leo Brouwer admitió la existencia del funcionario sensible, “escalón superior de la burocracia”―, pero hay que identificar a los “servidores públicos” que elogiaba Mill, de los que analizó Weber para cumplir un encargo capitalista y que han perfeccionado sus mecanismos de enmascaramiento. No olvidemos que ahora una buena parte de los ciudadanos cubanos pagamos impuestos y esos fondos públicos deben corresponderse con una verdadera “rendición de cuenta” de los servidores del pueblo. Ningún funcionario es dueño, y hasta el salario que cobran sale del fruto del trabajo de todos. Hay que identificar y aniquilar al burócrata y distinguir y colaborar con el funcionario sensible. El lenguaje ayuda a identificarlos y a distinguir a unos de otros. No es tan difícil.


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