EL CONCIERTO DEL PRIMERO DE JUNIO (Video)


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Subí desde Línea hasta el Parque John Lennon por la calle 6 sobre las cuatro de la tarde, cuando el cielo se encapotaba y prometía una siniestra lluvia anunciada por truenos a lo lejos. Sabía que el concierto comenzaría a las seis, pero quería estar temprano para encontrarme con los monstruos antediluvianos de mis amigos. Cuesta arriba se me unió un desconocido que me preguntó si iba a la conmemoración de los cincuenta años del Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, y enseguida comenzó a contarme la historia sabida: que era el octavo disco de Los Beatles, reconocido como el mejor de todos los tiempos por varios encuestadores ―pero sobre todo, uno de los más influyentes en la historia de la música popular, desde el punto de vista artístico y técnico.

Se nos sumó otro desconocido, con la misma pregunta de si íbamos para el parque: un hombre de unos cincuenta años, acompañado de un treintañero; estaba “escapado” de su mujer, pues por alguna razón para mí misteriosa, ella no deseaba que asistiera al concierto; mientras desgranaba sus confidencias, se cambió el pulóver que llevaba por uno con la imagen del cuarteto de Liverpool que sacó de una jaba y le pidió al joven recordarle cambiarse antes de irse. Me llamaron la atención las edades de mis repentinos amigos, que nada tenían que ver con los años del apogeo de popularidad de la banda británica, además de parecerme raro que un hombre de su edad se “escapara” de la esposa para asistir a un concierto público. Cuando intenté averiguar el motivo, me dijo que ella era muy joven y gastaba dinero sin importarle la felicidad que a él pudiera proporcionarle lo que pasaría en el parque.

El concierto, promovido por varias instituciones, entre ellas el Ministerio de Cultura, la Asociación Hermanos Saíz y la Fábrica de Arte, festejaba un disco que se presentó el 26 de mayo de 1967 en el Reino Unido y el 2 de junio en Estados Unidos. Se le ocurrió a Paul McCartney al escuchar el Pet Sounds, una placa del grupo californiano Beach Boys. La originalidad del álbum en aquella época de grandes experimentaciones y cambios, radicaba en que no solo fue pionero de fusiones en la composición, sino además precursor de una música nueva y novedosas técnicas de grabación; sus trece canciones enriquecieron las posibilidades del rock con las intervención de instrumentos de concierto, como el corno francés, junto a otros “exóticos” como la cítara hindú, y gran variedad de sonoridades urbanas y rurales, incluido el ruido ambiente del tráfico y sonidos de animales.

Con el Sgt. Pepper’s, grabado por primera vez en un equipo con cuatro pistas, nacía la técnica de las multipistas, que realzaba orquestaciones novedosas que fundían el rock, la balada, el jazz y recursos de la llamada música culta, en una propuesta en que participaban el arpa, el clavicordio, la guitarra eléctrica, el clarinete, el órgano, el piano... para traducir al lenguaje musical historias tan diferentes como un dibujo de una compañera de clases del hijo de Lennon ―cuyo acrónimo coincidía provocativamente con una droga sicodélica LSD―, la fuga de una muchacha para vivir con su novio o la sensación de “oler aserrín”. La inspiración de las piezas del álbum va desde un gallo en una publicidad de cereales ―“Good Morning Good Morning”―, hasta las noticias de un diario ―“A Day in the Life”.

Y por fin llegamos al Parque Lennon, cuando ya todo el cielo estaba gris y la humedad ambiente preludiaba la lluvia. Allí Artex vendía pulóveres de varios colores y tallas al asequible precio de veinte pesos (cup), con la estampa de los Beatles ―y su logotipo y la t alargada hacia abajo para enfatizar “beat”― vestidos de sargentos, en una imagen que formó parte de la ilustración original de la placa, debida al artista pop Peter Blake, quien realizó un collage de rostros célebres, entre los que se encontraban Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Karl Marx, Marilyn Monroe y Marlon Bando, entre otros. El pulóver anunciaba los artistas que se presentarían: La Flota (X Alfonso, David y Ernesto Blanco, Yissy García), Héctor Téllez Jr. y Vocal Renacer, Eddy Escobar y su banda, La Colmenita, Los Kent, La Vieja Escuela, Sweet Lizzy Project y Gens.

Poco a poco el parque se fue llenando de un espectro de edades que iban desde niños en coche llevados por jóvenes padres a ancianos con muletas ayudados por amigos de la misma edad, pero aún con ánimo para enarbolar un estandarte de los Beatles. Comenzaron a llegar los dinosaurios: algunos rostros conocidos se camuflajeaban con gorras o pañuelos en la cabeza, espejuelos oscuros, shorts o bermudas; arribaban despacio, observando la gran pantalla en el escenario, saludando a viejos amigos con tantas historias transmitidas en las miradas que no caben en este artículo.

La pepilla de los 60 que se pintaba una flor en el rostro, ahora lleva un discreto tatuaje en la muñeca; el estruendoso engendro de pelos por la cintura que cantaba “Hey Jude”, hoy se resigna a un peladito “accattone” y llega silencioso con media sonrisa; el viejo del bastón que se ríe victorioso le vocifera algo al del chivo de pantalón rojo; la viejita pelada al rape era aquella que guardaba sus largos cabellos en la blusita transparente para tapar los empinados pezones cuando veía a algún vecino de la cuadra; el comedido y tímido observador que ni siquiera bailó “She Loves You” al descubrir a los Beatles, se apareció con pelos largos canosos, espejuelos oscuros como los de Cybulski en Cenizas y diamantes, botas de tacón alto de los western spaghetti y chaleco de camuflaje, y alardeó de sus habilidades danzarias desde que comenzaban a hacerse las primeras pruebas de sonido.

Cuando la lluvia parecía inminente, y hasta cayeron algunas gotas, alguien dijo que nos estaban bendiciendo. Comenzaba el espectáculo. Las tribus de jóvenes se apiñaban según sus apariencias de pelos teñidos, muñequeras, ropas oscuras, indescifrables símbolos y trato juguetón entre ellos; unos cargaban con guitarras enfundadas como para una amenaza posterior al concierto; otros fumaban y disimulaban el vodka en la ingenua lata de TuKola; algunas familias venían completas y dondequiera que había un círculo se podía identificar con claridad al líder, no solo porque era quien más hablaba, sino también porque competía en gesticulaciones; había corazones solitarios que preferían concentrarse en lo que ya estaba empezando a sonar, acomodándose en el sitio con mejor visibilidad.

La Colmenita interpretaba “Please, Mister Postman” con vivacidad y soltura; Héctor Téllez Jr. y Vocal Renacer nos movilizaba con la ejecución guitarrística de Héctor y las posibilidades vocales de Renacer, en que se unieron rock y jazz; con Eddy Escobar y su banda comprobamos lo anunciado por Juanito Camacho: la alta fidelidad a canciones de los Beatles de muy difícil ejecución; La Vieja Escuela demostraba sus cualidades interpretativas con los nuevos alumnos; la solista de Los Kent nos seguía convenciendo, acoplada ya al mítico grupo; el tercer renacer de Gens probaba su eternidad; Sweet Lizzy Project no dejaba momentos para conversar, y la improvisada “Flota” terminaba con un acompañamiento multitudinario de felicidad.

San Isidro Labrador había interpuesto su gracia para desviar la tormenta, las nubes negras se habían ido disipando en el concierto y se retiraban hacia los lados, para no perturbar el estado de gracia que disfrutábamos todos. Los jóvenes se quedaban, como esperando más, y se reagrupaban. En el parque, antes atiborrado de una feliz multitud, ya se notaban los claros y se podía circular entre grupos; los más viejos se retiraban lentamente, cantando, y alguno preguntaba por qué no se organizaban de manera más frecuente estos conciertos. Bajando por la calle 6 me volví a encontrar con mi nuevo amigo escapado, que eufórico se cambiaba su pulóver y se me acercó para susurrarme que se sentía tan feliz que parecía que había hecho el amor ―claro, no me lo dijo así.

Parece que los Beatles siguen convocando a las personas más diferentes, sin importar edad, sexo, raza, procedencia, estatus, nivel, ocupación, apariencia condición, ideología… Solo vi algo similar en el concierto de los Rolling Stones, uno de los espectáculos más grandioso que se haya dado en Cuba. Caminaba en silencio y de regreso a la casa comencé a recordar a quienes no vi en el concierto y podían haber estado; pasaron por mi mente historias terribles y maravillosas; por suerte, ya es posible en esta Habana del siglo xxi cantar en público canciones en inglés y enfundarse en un pulóver con la lengua de Mick Jagger o los cuatro de Liverpool disfrazados de sargentos. Parece que el rock es una de las músicas con mayor capacidad para fusionar y acomodar cualquier sentimiento. Tenía que ser así, porque como ha escrito Marelin Thornton, “lo que sientes es todo lo que importa, porque todo lo que importa está hecho de lo que sientes”.

Juan Nicolás Padrón- 2 de junio 2017


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