El profe todavía estará ahí…


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En noviembre del 2008 cursaba el segundo año en la carrera de Periodismo. Sentía la necesidad, casi obsesa, de disolverme en los libros a la caza de fórmulas mágicas para el estilo, la redacción, la visión crítica de cada texto…

Volteé mi atención, entonces, a las ficciones y sus técnicas, al centro que desde hacía una década enseñaba a escribir mejor, a leer mejor, a ser mejor. Tres cuentos malos me dieron el pasaje de entrada, tres piezas que algo tendrían (aún ignoro qué). El Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso existía, ¡estaba vivo!, y aquel cupo de aprendiz fue el primer paso de una larga inquietud para mí y tantos más.

Con 18 años, había venido a La Habana solo una vez, en 2001, y lo recuerdo porque, mientras paseaba por el Castillo del Morro, recibí la noticia del atentado a las Torres Gemelas. La ciudad era tan temible como cualquier personaje de cuentos de Poe, Stevenson o Lord Dunsany. La confianza en la ciudad llegó de parte de Ivonne Galeano y su esposo, el Premio Nacional de Literatura Eduardo Heras León. Una carta de ella y un correo de él nos aseguraban que, con pocos recursos, seríamos felices en ese castillito habanero.

Y sí, había escasez material, pero nos sentíamos millonarios, únicos, a punto de transformarnos en algo mejor. Era el comienzo de una larga aventura, la de narrar y ahí, delante de mí, estaba ese libro-compendio clásico, Los desafíos de la ficción, que el centro nos regalaba. Con eso y la conferencia del profesor Heras, “La historia de la literatura a través de las técnicas narrativas”, nos adentramos en cajas chinas, vasos comunicantes y monólogos interiores. La vida, lo aprendimos, está hecha de relatos, nada existe sin dramaturgia, sin sentido.

Recuerdo a una chica habanera, que no vi nunca más, quien dijo que el centro le daba sensatez al relato de sus problemas personales. “Me salvaron la vida”, confesó literal (y literariamente). Cualquier cosa se puede narrar, pero aquella experiencia del centro se tornó tan plural y dispersa que a la fecha resulta un desafío entregarla a la imprenta. Eduardo Heras, en un tiempo apartado de la cultura a causa de prejuicios (envidias, celos, incomprensión, chismoteo y zancadillas), devolvió aquel mal con un bien inmenso: Cuba tendría cada año una hornada de narradores brillantes.

Así son los hombres que aman, capaces de situarse por encima de un pasado doloroso en aras de un presente que le pertenecerá a otros. Pronto supimos que el centro atravesó ataques, juicios malintencionados, que denigraban la posibilidad de que la literatura se pudiese enseñar…“¿Vas a ir a ese cuentecito chino?”, dijo un desalmado por teléfono a uno de los alumnos primigenios. O aquel autor consagrado, cuyo nombre me reservo por ética, que le advirtió a Heras: “nos vas a embarcar, estás formando demasiada gente como competencia”.

Cuando un hombre lleva luz se queda solo, pero el profe tuvo todo lo contrario, generaciones de compañeros, casi diría de hijos.

El día de la graduación nos fuimos con más dudas que certezas, la mayoría dejamos, por el momento, de escribir, era el shock de aprender la literatura, el primer efecto de que se sabe: la certeza de la ignorancia.

De la voracidad por los clásicos recomendados en clase nació en nosotros el apetito por líneas originales, discursos divergentes, apelaciones al asombro. Eduardo Heras estuvo presente en la discusión de cada uno de los textos y luego se convirtió en nuestra conciencia crítica. En lo particular, aun casi lo escucho, en susurros, cuando algo no va bien en lo que hilvano sobre el papel o el computador.

La amistad y la deuda fueron, también, para Sergio Cevedo y Raúl Aguiar, dos autores cuya pasión por decir desde la novedad nos contagió, cada uno desde su perspectiva existencial y narratológica. Ellos, profesores del centro, como Jorge Fornet y Margarita Mateo, (de)mostraron ese mundo otro, más allá de los costurones chatos de la realidad cotidiana. La resonancia de aquellos días, que estremecieron nuestros mundos, se halla en el mapa de la literatura cubana, para siempre distinto.

Una frase de Heras en la más reciente Feria del Libro encierra toda la sabiduría del centro que él fundó: “La poesía es la verdadera literatura”. De manera que el aprendizaje, aunque real y útil, no se detiene en la obra hecha, sino que hay que llevarlo como una herramienta más allá de mecanicismos y carencias espirituales.

Si existe el intelectual orgánico, transformador, creo que estamos ante un claro ejemplo. Eduardo Heras León se recuerda por una obra seria, polémica como solo puede serlo el buen arte, y sobre todo por una impronta única en la enseñanza.

Por suerte, cada mañana cuando despierto, el profe todavía está ahí, no como el dinosaurio, sino a la manera de un sabio oriental, de un sennin o ser sobrenatural, capaz de surcar el cielo en un salto del nivel de realidad.

Pasarán las décadas y este experimento, hecho en medio de las carencias de la época, aun asombrará a generaciones quizás mejor provistas que, no obstante, añorarán estos días, extraños y útiles, en que el mundo interior se estremecía.

Por suerte, la voz del narrador Heras, también estará todavía ahí, en despertares y conciencias llenas de relatos, novelas, poemas y otros tantos sentidos.


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