Desde que, en 1868, se enterrase en el habanero Cementerio de Colón el cadáver de la negra esclava Manuela Balido, miles y miles de cubanos encontraron allí su última morada. (¡Y nos está esperando, a los todavía sobrevivientes, quienes nos vamos a romper en esta, la capital de la Antilla Mayor, aferrados a Cuba!).
Pero hay una tumba que es, sin discusión posible, la más visitada.
Según consta en el Libro de Inhumaciones, allí reposa Amelia Goiry de la Hoz. Y los que acuden al lugar no son familiares de ella, sino devotos rayanos en el fanatismo.
De nada valdría decirles a los peregrinos que Amelia fue una persona corriente, que murió de parto –eclampsia, dicen– a los 24 años, en 1903.
Porque la fe es la fe. Y los que a este sepulcro acuden ven en la magnífica estatua de una mujer con un niño en los brazos –realización del cubano Vilalta Saavedra, el mismo autor de la puerta norte del cementerio, de la estatua de Martí en el Parque Central, del mausoleo a los estudiantes asesinados en el 71…– ellos ven, les decía, al objeto de su adoración.
Y es que, en Amelia Goiry de la Hoz, miran a La Milagrosa.
Un amor, como una tragedia de Shakespeare
Eran dos primos que, desde la infancia, se amaron enloquecidamente. Alguien, muy viejito, me dijo que su abuelo los había visto como a dos lobitos en celo.
Ella, proveniente de ascendientes españoles, con títulos de Castilla, rabiosamente enemigos del criollaje y, además, figurando entre los dueños del Banco de España en Cuba.
Él… bueno… el parientico pobre, criollo y, por si algo faltaba, independentista a matarse.
Claro está. Jamás la palaciega mansión de ella abrió sus puertas al pretendiente. Era poca cosa, “un criollito de mierda” y enemigo de España.
Pero pasó el tiempo, y la martiana águila sobre el mar.
Suena el clarín de la guerra. Y él, un “cubanazo timbaludo”, se va a la manigua.
Regresa del mambisado con la solapa ornada por insignias de capitán.
A mí no me crean, pero el pueblo –quizás sólo en su imaginario– asegura que el capitán llegó al hogar de su tierna amada, “revolvón” en mano, y la secuestró, para depositarla en casa de una familia respetable, hasta la boda, que efectuaron simultáneamente los respectivos cónyuges con Amelia y su hermana.
Alrededor de La Milagrosa la fe popular tejió la leyenda de que, al proceder a la exhumación, se encontró que el cadáver estaba incorrupto. Además, la madre acunaba en sus brazos al niño, que aún no había nacido.
Todo parte de creencias milenarias.
Los hagiógrafos –es decir, quienes se han dedicado a la historia de los santos cristianos– señalan repetidamente el detalle de que sus cuerpos no se corrompen. Ni la muerte ni el tiempo podían contra aquellos cadáveres idos en olor de santidad. En ellos persistía la tersura de la piel, el brillo de la cabellera y hasta cierta galanura yacente. Claro, por su parte, la ciencia, materialísticamente atribuye el portento a los fármacos que el difunto haya consumido, al pH del suelo donde se ha efectuado la inhumación y hasta a la composición de las aguas subterráneas que irrigasen al lugar.
Está también el asunto del nonato. Malcom Canmore, “hombre no nacido de mujer”, extraído del vientre de su madre muerta, es el único capaz de dar muerte a Macbeth. Julio César –dicen– llegó también a este mundo por tan irregular vía, y de ahí la palabra “cesárea”.
Pero esas científicas opiniones no las comparten quienes, en la Necrópolis de Colón, diariamente depositan exvotos valiosísimos, o simples papeles garabateados a lápiz, donde dejan constancia de su agradecimiento por haberle salvado a un hijito.
Y… todo nació de un demencial cariño
El capitán mambí José Vicente Adot, día tras día, durante diecisiete años, hasta su muerte, llegaba al cementerio, vestido como un dandy, deseoso de hablar con su novia.
Se aferraba a las cadenas del panteón y, tras hacerlas sonar con sus viriles manos de oficial insurrecto, gritaba a voz en cuello: “¡Amelia, despierta! ¡Amelia, despierta!”. Tras eso, en un susurrar, pasaba varias horas hablando con ella.
Esto, que estremece, conmovedor, sucedió muchísimos años después de que Shakespeare se muriese.
De lo contrario, al Cisne del Avon le hubiésemos dado materia prima para su mejor tragedia, escenificada en esta ciudad mediomilenaria.
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