Malinche Airlines le invita a abordar su vuelo / Por: Esther Suárez Durán


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“Malinche Airlines donde ponemos a volar sus sueños” es el eslogan del viaje teatral que realizan los espectadores de cada noche en la sala El Sótano con la puesta de Pasión Malinche, obra del destacado dramaturgo cubano Alberto Pedro Torriente, en versión y dirección artística de César Cutén con la Compañía Teatral Rita Montaner.

El texto de Alberto Pedro no clasifica entre los mejores de su catálogo y una lectura de estos días advierte de su relación con un tiempo y un contexto muy específicos, es decir, de su escasa disposición para la trascendencia; no obstante, la imaginación de Cutén y de su equipo de trabajo facilita el diálogo del mismo con el espectador de hoy, y el público repleta la sala en cada representación, se mantiene atento a cada señal emitida desde la escena y se divierte, pues la representación ha sido envuelta en el ritual de un vuelo comercial y cuenta con la excelente actuación de Elio Osdany Pérez como azafata, en función, más tarde, de comodín en el transcurso del espectáculo.

Katia Yisel Ricardo como Lucrecia y Malinalli (la Malinche), Hamlet Paredes en el papel de Hernán Cortés; Alberto Martínez y Sandy Guerra en los roles del Director y del Asistente de dirección, respectivamente; Elio Osdany Pérez como la Azafata, y la primera actriz Mireya Chapman a cargo de los personajes de Minerva y La Actriz 2 nos entregan una propuesta que se disfruta.

Mireya, una actriz que debiéramos tener más a menudo tanto sobre la escena como en la pantalla de cualquier tamaño, muestra una vez más su valía y se desenvuelve con rigor y éxito en la tesitura de comedia como en aquella más seria que toma el espectáculo durante el monólogo que le corresponde a su personaje.

Katia Ricardo alcanza un loable desempeño de los personajes a ella entregados, en especial de Malinalli, transitando por la fina cuerda que separa la credibilidad del ridículo y la impostación; Paredes nos brinda una presentación mesurada de este actor que encarna a Cortés, y Sandy Guerra logra una particular empatía con el público en ese Asistente de Dirección que se mueve con el tono y el ritmo adecuado para cada intervención. Elio Osdany Pérez consigue una actuación desenfadada a la vez que sobria con la Azafata, y Martínez sobreactúa su Director; sucede que en una sala tan íntima como El Sótano la medida es una cualidad que la audiencia aprecia en los intérpretes. El Director está correctamente trazado solo necesita “interpretarse así”; a diferencia de lo que puede suceder en la situación de los productos televisivos y la práctica cotidiana de “ver la televisión”, en el caso del Teatro los espectadores estamos allí para seguir la representación en cada detalle y somos cómplices de cada actor, por lo tanto no es necesario subrayar absolutamente nada.

El monólogo que realiza Mireya, el momento en que la puesta se enseria en su diálogo real con el contexto y pone en boca de la actriz a cargo las denuncias de algunos de los problemas del sector (que no van a la raíz del asunto), no necesita magnificarse con el micrófono colocado en el mismo centro de la escena, recurso que tampoco consigue el extrañamiento que quizás se haya propuesto. A estas alturas del partido las demandas suenan como textos infantiles y lo mejor que se puede hacer es jugar con ellos, pues de otro modo es este el único instante donde el espectador suspende su relación de complicidad y se desentiende del discurso representacional ante la pérdida de credibilidad; es decir, el espectador suspende “la creencia” en que se basa toda la relación de las audiencias con lo escénico.

Por lo demás, y por las razones que sean, el diseño deja que desear (sé que ya nos hemos acostumbrado a este tipo de “expectativa visual”), el vestuario de Mireya, todo en negro, para una actriz negra sobre un escenario que tiene su telonería en el mismo tono no me parece adecuado. Sé de las pésimas condiciones del escenario de El Sótano, que no termina de recibir la reparación total que necesita y merece, pero ello no es razón para que el escaño al centro-fondo del espacio escénico, que se usa, además, en la puesta tenga sus bordes sin el mínimo de pintura negra que reclama, ni que la trampa central delantera por donde, atinadamente, nos sorprende con su aparición la Azafata, en medio del espectáculo, padezca del mismo mal. En la misma ciudad se pintan y atienden, a como los grupos teatrales o los equipos de la sala a cargo puedan, la presencia de sus tablados de actuación, y tengo por ejemplo a la Sala Llauradó y al Teatro de la Villa a este respecto.

Mi aplauso para la Compañía Teatral Rita Montaner y para el equipo de trabajo de la sala El Sótano, que parecen lo mismo, pero ya no es igual (parafraseando un verso de la Pequeña serenata diurna, de Silvio Rodríguez); por fortuna, la sabiduría de ambos colectivos de trabajadores teatrales les mantiene en la precisa sintonía.

César Cutén, con una trayectoria como asistente de dirección en el ámbito profesional, y director teatral en el movimiento de aficionados de la enseñanza superior —donde ha obtenido merecidos lauros a nivel nacional—, es un artista en preparación, que tiene la virtud escasa entre nosotros de saber escuchar. Vaya mi gratitud para él como espectadora, junto a mis buenos deseos para su futuro inmediato. La profesión de director escénico es la más compleja y completa de todo el arte teatral, vituperada y esquilmada por el hacer de unos cuantos advenedizos, no pierde el esplendor que desde nuestros propios escenarios en épocas no tan lejanas le aportaron artistas como Vicente Revuelta, Berta Martínez, Roberto Blanco y, en el escenario de El Sótano, Adela Escartín, Miguel Montesco, María Elena Ortega por citar solamente a los maestros.

Que el vuelo nocturno de Malinche Airlines continúe y que el vuelo a gran altura sea la constante del teatro cubano para los tiempos que vienen.


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