Rubén Darío, entre mis más íntimos recuerdos


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Fue a finales de 1947 e inicios de 1948, cuando la Cátedra de Español, del Instituto de la Víbora, donde estudiaba el bachillerato,  convocaba un Concurso sobre Rubén Darío. Mis profesores y especialmente mis padres,  me instaban a participar. Poco sabía yo de Rubén Darío,  pero estaba dispuesta a  enfrentar el desafío de estudiarlo. Apenas tenía 14 años y reconozco que siempre fui muy arriesgada y decidí presentar un trabajo a esta Convocatoria.

Recuerdo la tarde en que mamá entraba en casa con un libro en la mano: Aquí te traigo Azul, léelo y me dirás. Fue como pueden apreciar, el primer libro de Rubén, que cayó en mis manos.

Lo abrí con cierto temor y lo leí por primera vez. Sentía sus versos y su prosa y el alma del poeta acariciando la mía, como invitándome a conocerlo mejor y a escribir  lo que yo consideraba, en aquellos momentos inolvidables de mi vida.

A mi alma enamorada, una reina oriental parecía,

que esperaba a su amante bajo el techo de su camarín,

o que, llevada en hombros, la profunda extensión recorría,

triunfante y luminosa, recostada sobre un palanquín

Cuando seguí leyendo, me di cuenta,  de lo interesante de su verso y de su prosa.

Llegaron otros libros, Prosas Profanas y Cantos de Vida y Esperanza. Cómo era posible que yo no lo había descubierto antes,  me dije muchas veces.

/Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo!, con una carga de sinceridad aplastante y  aquello y /no hallo sino la palabra que huye/ y  fueron estos versos,  los que   me dieron la oportunidad de saberlo  tan original y tan mío.

Así las cosas fueron sucediendo. Muchos días, muchas noches, me encontraron inmersa en su obra, tanto su verso como su prosa, deleitándome con otros escritos de personas que lo admiraban o rechazaban,  hasta un día, que me senté a escribir todo lo que había aprendido sobre este poeta inmenso. Yo era una simple estudiante, sin ninguna experiencia, sin límites a las ideas, pero llena de admiración por este Príncipe de la Letras Castellanas y llegó el día de la premiación y con él,  una Mención  a mi trabajo de Rubén Darío,  que yo  había titulado, “Rubén Darío, el poeta de la eterna primavera”.

Mi madre estaba muy feliz, a tal punto,  que hizo que mi padre  llevara mi escrito, al “El País Gráfico”, Semanario del periódico El País, ese trabajo  “de solo una  niña”, como ellos decían, para que me lo publicaran. Era la primera vez que veía algo escrito por mí,  en letra de molde. 

Pasó un tiempo y tuve la agradable sorpresa,  que el Director de la Sociedad Colombista  Panamericana, el Dr. Julián  Martínez Castells, sin decirme absolutamente nada, envió  a Nicaragua,  un  ejemplar de la publicación, y un día, recibí de la cuna del poeta, una comunicación que me habían otorgado el Premio de la Guardia de Honor de Rubén Darío, establecido para los que en Nuestra América, escribieran sobre él y además, que me invitaban a participar en la Semana Dariana, en una visita a su León, como estímulo a mis esfuerzos por estudiar al gran nicaragüense.

Fue esa mi primera gran alegría y mi primer gran susto.

Aquellos tiempos no eran fáciles,  no pude asistir, las relaciones entre los dos países no existían, solo una Legación funcionaba en la Habana, no había cómo enviarme, el viaje debía costearlo Cuba y lamentablemente /en la Catedral de León  aún me espera  la tumba del poeta/, como he dicho en unos versos,  para agradecer tales honores.  

Como preciado tesoro, conservo el Pergamino y  cartas y fotos recibidas de aquel evento impresionante.

Una entrevista,  con el General Enrique Loynaz del Castillo, el padre de Dulce María, asalta mi memoria. Quería  conocerme y yo también a él. Había leído mi trabajo. Fue una tarde hermosa y guardo celosamente su bella dedicatoria, en mi Autógrafo, en ocasión de mis 15 años.

Siempre Martí y Darío, fueron lecturas indispensables que marcaron mi incipiente manera de escribir.

Recuerdo en estos momentos, a mi profesor de Español, Enrique Hernández Miyares, en los últimos años del Instituto,   hijo del poeta del mismo nombre, ese magnífico intelectual cubano, autor, de  aquel Soneto que a Dulce María Loynaz, le  gustaba tanto,  “La más fermosa” y que ella, agregó a su discurso de agradecimiento por su Premio Cervantes. 

Un tarde, le contaba a mi profesor Hernández Miyares, entre otras cosas, sobre este Premio ganado en Nicaragua. Después entramos en otros temas y me contó  de ese “parnasillo de abejas rumorosas”, que era  la redacción de la Habana Elegante,  esa publicación donde   su padre había sido Director y en la cual  Rubén Darío,  colaboró y estableció una gran amistad con Julián del Casal. Se sentía verdaderamente orgulloso, mi profesor, cuando me decía que Darío, le había acariciado la cabeza, un día que su padre celebraba una Tertulia con sus amigos y él, aún muy niño, asomaba la  indiscreta cabeza, por una de las puertas del Salón.

No está de más decir,  que estas conversaciones,  me decidieron a realizar mi Tesis de Grado,  en la carrera de Filosofía y Letras  de la Universidad de la Habana, sobre este Semanario finisecular La Habana Elegante, donde Martí, Darío, Casal y muchos otros intelectuales de gran renombre, colaboraron,  una publicación, en aquellos tiempos,  tristemente olvidada, como siempre me señalaba mi profesor.

En la Universidad, precisamente fue que  oí  hablar a mis maestros de Alfonso Reyes. Casi todos eran  muy amigos de ese mexicano universal. Mucho tiempo después de mi época de estudiante universitaria, supe que el regiomontano había intercambiado con Rubén Darío, allá por el año 1911, una epístola, cuando el nica estaba en París y él todavía no había salido de México. 

El año anterior, en 1910, fue la última visita  a Cuba, de Rubén, de las cuatro que realizó,  según cuentan los investigadores. La derrota del Gobierno nicaragüense, fue quien impidió que  fuera  a México, país que lo había invitado, para asistir a los actos del Aniversario de la Revolución. Lo único que hubiera querido Alfonso Reyes , en esos momentos, era  estar muy cerca del poeta de Azul y conocerse mutuamente. Reyes era muy joven, apenas tenía 22 años. La llama Maestro a Darío.

Tiempo después,  moría en su Patria, Rubén Darío, en 1916, un 6 de febrero, y dicen que Reyes, pidió desde Madrid, a su amigo Pedro Henríquez Ureña, que le dijera todo lo que se supiera de las últimas horas del nicaragüense. Leí en una ocasión, que Don Alfonso,  guardaba entre su valiosa bibliografía, las cartas de Darío a Nervo, autógrafas y el manuscrito original  del Soneto de trece versos de los “Cantos de Vida y Esperanza”, por obsequio de Juan Ramón Jiménez, porque según un conocido investigador  “Darío lo consideraba muy mallarmeano y Juan Ramón,  quiso premiar en Reyes, esa afición”.

Muchos de los poemas de Darío, que aprendí de memoria cuando niña, aún los recuerdo impresionada. Después supe, que aquellos versos de mis primeras declamaciones en la escuela,  habían sido creados por el poeta para hacernos soñar a los más pequeños. Nuestro Héroe Nacional, nos había entregado también hermosos textos, imposibles de olvidar.

Rubén Darío, sentía un gran respeto por José Martí, que le llevaba catorce años de edad.  Martí iba  a hablar en el Hardman Hall de Nueva York,  e invitaba a Darío a que lo acompañase. Corría el año de 1893. En aquella oportunidad Martí, lo llamó ¡Hijo!.

Rubén Darío, nació un 18 de enero de 1867,  en Metapa, hoy Ciudad Darío, Matagalpa,  Nicaragua.

Fragmento de su poema “Yo soy Aquel”, de Cantos y Vida de Esperanza,

Yo soy aquel que ayer no más decía

el verso azul y la canción profana,

en cuya noche un ruiseñor había

que era alondra de luz por la mañana.

El dueño fui de mi jardín de sueño,

lleno de rosas y de cisnes vagos;

el dueño de las tórtolas, el dueño

de góndolas y liras en los lagos;

y muy siglo diez y ocho y muy antiguo

y muy moderno; audaz, cosmopolita;

con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo,

y una sed de ilusiones infinitas.

Cuba, hoy  a 154  años de su nacimiento, lo sigue recordando,  orgullosa de sentirlo no solo en el palpitar de nuestra Cultura, sino en la de Nuestra América y el Mundo.

 


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