San Pedro, donde quedó sembrado el árbol de Baraguá


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Lienzo de Armando García Menocal.

Al constituirse la Comisión José Antonio Aponte en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, uno de sus primeros acuerdos fue priorizar la celebración todos los años de una Jornada Nacional Acerca del Ideario Maceísta.

Había que rescatar del olvido y la memoria tantas hazañas y tantas historias. Dar luz al ideario político y ético del Titán, así como también, al legado de toda la familia Maceo-Grajales.

La primera de estas Jornadas Maceístas tuvo lugar el 14 de junio de 2010 con motivo de cumplirse 165 años del nacimiento de Antonio Maceo y Grajales y 195 de Mariana Grajales, Madre de la Patria.

Con la contribución de instituciones académicas, organizaciones políticas y sociales, historiadores y público en general, a partir de aquella primera jornada todas las acciones comenzaban el 14 de junio y concluían el 6 de diciembre con una peregrinación en San Pedro. ¿Por qué el 6 de diciembre y por qué en San Pedro?

Ocurre que tradicionalmente desde horas de la madrugada del día 7 se produce una larga marcha hasta el Mausoleo del Cacahual, donde participa una nutrida representación de jóvenes de la región y nos era más factible, en coordinación con la Uneac de Artemisa, movilizar a grupos de estudiantes para la mañana del día seis.

¿Por qué San Pedro? Porque fue el lugar donde se puso fin a la vida de quien, al decir del Generalísimo Máximo Gómez, fue el más grande de los hijos de Cuba, y del Ejército; el primero de sus Generales. La figura más excelsa de la Revolución.

El lugar donde fuera “abatida una de las columnas principales del templo de la patria”.

Había que ir allí, al lugar de las más de cuarenta versiones. El sitio que había estremecido al mundo, con la caída del más grande de los generales cubanos.

San Pedro, el lugar donde la muerte se trasformó en vida y quedó sembrado para siempre el árbol de Baraguá.

Sin lugar a dudas, allí todo el que llega tiembla. “Aquí cayó el general Antonio”, nos dijo la guía mientras señalaba un pedazo de tierra marcado con tinta indeleble. De inmediato vino a mi mente la imagen de aquel gigantesco cuerpo ensangrentado, con 26 cicatrices de guerra y más de 600 combates.

“Momentos antes desde las nueve hasta las once de la mañana estuvo el General tratando de solucionar las desavenencias existentes entre varios jefes de esta región. Todo era por ambiciones de mando y celos espurios”.

“Alrededor de la una de la tarde —sigue contándonos la guía del museo—, Maceo almorzó y Miró comenzó a leerle algunos capítulos de su Crónica de la Guerra. El rostro triste del general pasó a su buen humor habitual. Disfrutaba de la lectura donde se relataba la táctica que él había empleado contra Martinete en Coliseo, así llamaba Maceo al general español Martínez Campos en sus momentos de broma. Además, después de haber sido informado de que no había enemigos por alrededor le entusiasmaba la idea de atacar y asaltar, aquella misma noche, Marianao.

De repente se escuchan algunos disparos de fusiles, seguidos de descargas cerradas. Maceo trata de incorporarse de su hamaca, pero no puede, desde hacía algunos días no se encontraba muy bien de salud. “Dame la mano”, le dice a su asistente Benito. Con su ayuda se incorpora y empieza a colocarse las botas y ceñirse las armas. Enseguida ensilla el caballo, con sus propias manos, como acostumbra hacer cuando va a combatir, pues se siente más seguro sobre los estribos.

Ya en el caballo, desenvaina el machete y ordena la marcha: “Por aquí”, exclamó imperioso señalando a los que le rodeaban el camino que debía seguirse.

El General, furioso por la sorpresa, avanza escoltado por pocos hombres.

“¿Y la cerca de piedra?”, pregunté recordando la noche de los años sesenta cuando Fidel, en la Plaza Cadena, nos hizo un relato pormenorizado del combate de San Pedro a un grupo de estudiantes de la facultad de Humanidades, y donde se refirió a la imprudencia de haber escogido aquel lugar para establecer el campamento e hizo un profundo análisis de la táctica militar utilizada.

“Bueno, según narra, el historiador Griñán Peralta —siguió diciéndonos la guía— Maceo le dio poca importancia a aquel encuentro por lo que solo se llevó con él a un pequeño grupo de oficiales, porque según les dijo, quería enseñarles a cargar el machete. El general intentando cargar al machete, se acercó a la cerca de piedra que dividía dos fincas para alcanzar a la caballería e infantería enemigas, pero se lo impidió una cerca de alambres que le interceptó el paso”.

Interrumpo a la versada guía para decirle que Fidel nos había hablado mucho de aquella cerca de alambre y de la intrepidez de Maceo.

“Sí, Maceo estaba a uno sesenta metros del enemigo que no cesaba de disparar y entonces manda a cortar la cerca. La pequeña escolta de Juan Manuel Sánchez procede a cumplir la orden, pero un aguacero de balas no dejó terminar la faena.

Dice Miró Argenter, quién iba a su lado, que el general lo tocó apoyando la mano en que sostenía la brida y le dijo: ¡Esto va bien!

Diciendo esto una bala le cogió el rostro, se mantuvo dos o tres segundos a caballo, soltó las bridas, se le desprendió el machete, y se desplomó.

Juan Manuel Sanchez levantó a Maceo moribundo. Lo sentó y sosteniendo su cuerpo le dijo ¿Qué es esto, General? ¡Eso no es nada! ¡No se amilane!

Otra bala hace blanco en el general caído. Está muerto”.

Vi ojos agudos y lágrimas cayendo de los compañeros que escuchábamos atentamente el relato de la guía, justo frente al pedazo de tierra donde había caído la mayor esperanza de la Revolución, la que no vino a triunfar sino 123 años después de aquel funesto día.

Saber que allí cayó muerto el general Maceo estremece hasta lo más profundo del corazón. Es una carga humana que hace ver lo efímero de la vida pero también la grandeza de morir con el deber cumplido. Se siente como nunca el inmenso peso de la historia. Ningún cubano o cubana de sentimiento debía morir sin antes visitar este lugar sagrado.

Cuentan que al enterarse Panchito de la noticia salió corriendo al encuentro de su amado padrino y maestro. Al llegar junto al cadáver abandonado, prorrumpió en ayes de dolor. Una bala lo derribó sobre el cuerpo inanimado de Maceo. En una hoja de papel escribió:

“Mamá querida,

Papá, hermanos queridos:

Muero en mi puesto, no quiero abandonar el cadáver del general Maceo y me quedaré con él. Me hirieron en dos partes. Y por no caer en manos del enemigo me suicido. Lo hago con mucho gusto por la honra de Cuba.

Adiós seres queridos, los amaré mucho en la otra vida como en esta. Su Francisco Gomez Toro.

En Santo Domingo, Sírvase amigo o enemigo, mandar este papel de un muerto.

Nadie sabe lo que sucedió después. Cinco guerrilleros españoles se acercaron a desvalijar los cadáveres. Panchito estaba vivo aún. El práctico español lo remató de un machetazo…”

La guía finaliza su relato con la lectura de la carta que nos conmueve a todos. Regresamos al ómnibus que nos trasladó hasta el Campo Santo donde finalmente cayó el general y yo me voy meditando, pensando en aquellas reflexiones que nos hizo el Comandante en Jefe aquella noche en la Plaza Cadena y pienso en el destino o las circunstancias.

Ya sentado en el ómnibus tomo el libro de César García del Pino sobre Antonio Maceo y la campaña de Pinar del Rio y lo primero que leo son las notas de Fidel en su histórico alegato La historia me absolverá, donde expresó:

Hay un pasaje inolvidable de nuestra Guerra de Independencia narrado por el general Miró Argenter, Jefe del Estado Mayor de Antonio Maceo, que pude traer copiado en esta notica para no abusar de la memoria:

“La gente bisoña que mandaba Pedro Delgado, en su mayor parte provista solo de machete, fue diezmada al echarse encima de los soldados españoles, de tal manera que no es exagerado afirmar que de 50 hombres cayeron la mitad. ¡Atacaron a los españoles con los puños; sin pistolas, sin machetes y sin cuchillos! Escudriñando las malezas de Rio Hondo, se encontraron quince muertos más del partido cubano, sin que de momento pudiera señalarse a qué cuerpo pertenecían. No presentaban ningún vestigio de haber empuñado arma; el vestuario estaba completo y pendiente de la cintura no tenían más que el vaso de lata; a dos pasos de allí el caballo exánime con el equipo intacto. Se reconstruyó el pasaje culminante de la tragedia: estos hombres siguiendo a su esforzado jefe, el teniente coronel Pedro Delgado, habían obtenido la palma del heroísmo; se arrojaron sobre la bayoneta con las manos solas; el ruido del metal, que sonaba en torno a ellos, era el golpe del vaso de beber al dar contra el muñón de la montura. Maceo se sintió conmovido, él, tan acostumbrado a ver la muerte en todas sus posiciones y aspectos murmuró este panegírico: ¿Yo nunca había visto eso, la gente novicia que ataca inerme a los españoles, con el vaso de beber agua por todo utensilio. Y yo le daba el nombre de impedimenta.”

Así luchan los pueblos cuando quieren conquistar su libertad, le tiran piedra a los aviones y viran los tanques boca arriba.


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