Un poeta enamorado de Cuba / Por Argelio Santiesteban


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El contacto nos viene de lejos en el tiempo. Recitando estos versos de Rubén Darío suspiraban nuestros abuelos, con justificadísimas y aún vigentes razones:

La princesa está triste, ¿qué tendrá la princesa?

Los suspiros se escapan de su boca de fresa,

que ha perdido la risa, que ha perdido el color.

La princesa está pálida en su silla de oro,

está mudo el teclado de su clave sonoro,

y, en un vaso, olvidada, se desmaya una flor.

Dígase que para Cuba fue Darío una presencia reiterada, de modo físico o espiritual. Nuestra patria inspiró un temprano sueño del poeta nicaragüense. Así lo dejó dicho:

En mi primaveral adolescencia era ya Cuba para mí una tierra de poesía. La Perla de las

Antillas era verdaderamente una perla, llena de mansiones ilusorias y de paisajes de

encanto, como los paisajes de Las mil y una noches.

El bardo cubano José Joaquín Palma, compañero de Céspedes en la contienda de Bayamo, cautivó la atención de Rubén Darío: “Era un poeta rubio, bizarro y caballeresco, que recorría nuestro continente en una gira de leyenda, diciendo versos de amor y de patria, conquistando simpatías para la causa libertadora y damas para sus apetitos sentimentales y voluptuosos de Don Juan errante.”

Rubén Darío conoce esta “Isla de las islas, envuelta en aroma de bosques y susurros del mar”, al transcurrir la noche del miércoles 27 de julio de 1892.

Ha sido nombrado representante de su patria en las festividades que se van a celebrar en España por cumplirse cuatro siglos de la llegada del primer viaje colombino al continente americano, y el vapor “México”, en el cual viaja hacia la Península, hace una escala de tres días en la rada habanera.

El periodista Enrique Fontanills, abusando de la prosa alambicada de la época, dejó un retrato del poeta en su paso por La Habana: “Nosotros, que conocimos la obra primero que al autor, podemos señalar que lo que dicen sus versos y sus cuentos lo repite su rostro. En aquel óvalo árabe la sonrisa es un huésped extraño… Sí, Rubén Darío es un triste. Y es que los corazones entristecidos son flores pálidas cuya melancolía es tan abrumadora que aun la frescura del rocío es para ellos enemigo mortal”.

“Quería conocer La Habana más que a París”, declara el poeta.

Aquí recibe el homenaje emocionado de los entusiastas por su poesía. A las 11:00 de la mañana del sábado 30 de julio de 1892, Darío asiste a un banquete de despedida, en el ya desaparecido hotel vedadense Trotcha. Allí se reúnen cubanos insignes, como Aniceto Valdivia, quien se firma Conde Kostia, y cuya cultura deja perplejo al bardo; Enrique Hernández Miyares, que lograría fama con su poema a “Dulcinea”; y Julián del Casal, su alma gemela en tristezas y alta poesía.

Por cierto, hay una interesante anécdota de esta visita a La Habana. Paseando por la ciudad, Casal y Darío se quedan sin un centavo. Todo se soluciona cuando el nicaragüense vende a cierto periódico un poema, que allí mismo escribe, dedicado a una negra cubana. Así dicen aquellos versos:

¿Conocéis a la negra Dominga?

Es retoño de cafre y mandinga,

es flor de ébano henchida de sol.

Ama el rojo, y el ocre y el verde,

y en su boca que besa y que muerde

tiene el ansia del beso español.

Vencedora, magnífica y fiera,

con halagos de gata y pantera

tiende al blanco su abrazo febril,

y en su boca, do el beso está loco,

muestra dientes de carne de coco

con reflejos de lácteo marfil.

El 5 de diciembre de 1892 ocurre la segunda presencia de Darío en La Habana, cuando llega de España a bordo del vapor “Alfonso XIII”. Su estancia será fugaz, pero ello no le impide dejar un poema que publicará la revista El Fígaro. El autor lo ha improvisado para el álbum de autógrafos de una habanera, Cristiana Díaz Granados:

Cristiana: Las pálidas mujeres antiguas

que oían del Cristo la mística voz,

morían sonriendo, regaban su sangre,

cual rosas llevadas de un viento de horror.

¡Cristiana!, contigo yo fuera a la arena,

vería sin miedo venir al león,

pues fueras el ángel que diera a mis ansias

la gloria del alba de un cielo de amor.

Darío sabe dónde se halla el arte y, acompañado de Casal, en aquella segunda visita recorre el majestuoso Cementerio Colón.

Viernes 2 de septiembre, 1910. Mediodía. Arriba nuevamente Darío al puerto habanero. Sólo permanecerá aquí unas horas pero, con Sánchez de Fuentes al timón, pasea por El Vedado y por los muelles capitalinos.

Pronto parte hacia México, donde debe representar a Nicaragua en los actos por el centenario del Grito de Dolores. Todo se frustra pues el porfirato impide su traslado a la capital, temeroso del poeta que ya ha fustigado la intervención norteamericana en los asuntos de su patria.

Tras su frustrada misión, Darío regresa a La Habana. Será su más prolongada estancia entre nosotros.

Se cumple el decimoséptimo aniversario de la muerte de Casal, y el poeta de Azul es invitado a pronunciar unas palabras ante la tumba del bardo a cuya casa, según el nicaragüense, “había llegado la Misteriosa, en su carro negro”.

Emocionado, dice: “He aquí que vienen, amado y grande Julián, a hacerte la visita acostumbrada tus amigos de antaño, y otros nuevos, que se complacen con las flores del jardín precioso que cultivara tu sutil espíritu, las cuales se diría que adquieren renovadas fragancias…”.

En esa cuarta visita de Darío a Cuba, se encuentra el poeta moralmente destruido. Sus amigos cubanos lo alojan en el Hotel Sevilla, cerca de El Prado, y la alarma cunde cuando lo ven tomarse, sin interrupción, tres litros de whiskey.

Las cosas toman un matiz siniestro cuando el bardo intenta lanzarse al vacío por la ventana de su habitación en el hotel. Ramón Catalá, director de la revista habanera El Fígaro, trae al doctor Gonzalo de Aróstegui. “Él es médico de niños”, le explica el periodista a Darío. Y agrega: “Pero ya yo le he dicho que usted es un niño grande”.

Sus amigos habaneros pagan las exorbitantes cuentas que ha acumulado en el Sevilla, y lo trasladan hacia una pensión francesa de la calle 17, en El Vedado, rodeada de árboles y jardines paradisíacos, donde el convaleciente se siente de maravilla.

Un día desaparece, y lo buscan por todos los rincones habaneros. Finalmente se presenta, declarando que lo han nombrado, en una fiesta, “negro honorario”. ¿Asistiría el poeta a un bembé o a un plante de ñáñigos? No lo sabemos. Y el 8 de noviembre de 1910 parte hacia Europa en un barco alemán.

Verdaderamente, muy cercano a Cuba fue el bardo, según el cual cada frase de su amigo José Martí “si no es de hierro huele a rosas”.

Es Darío el poeta que en cada esquina habanera encontró hermosura y voluptuosidad, mientras se entusiasmaba con el Malecón y el barrio chino habanero.

En efecto: había hallado aquí “la Isla de las islas”.

 


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