Érase una vez la salsa: evitando confusiones


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El asunto se comenzaba a complicar para los mismos comienzos de la década de los ochenta. La causa fundamental estaba en el papel de liderazgo que para ese entonces asumía el grupo Irakere en el tema música popular bailable.

Ciertamente el sonido de Irakere no tenía nada que ver con el de la salsa, tampoco con el del son tradicional o de vanguardia –sin grandes pretensiones- que estaba presentándose en la obra de Adalberto Álvarez; o la mirada atrevida que del changüí proponía la orquesta Revé por obra y gracia del talento de su director musical, el pianista Juan Carlos Alfonso; o de las avezadas miradas que venían del oriente.

Irakere tenía una forma muy peculiar de hacer la música bailable y a la que Chucho Valdés intentó definir como “Son-Batá”, con cierto guiño al ritmo Batanga creado por su padre en los años cincuenta; solo que aderezado con influencias del rock y la música de los ritos afrocubanos. A ese fin contaba con los aportes de Oscar Valdés y Jorge “el Niño” Alfonso en la percusión afrocubana;y como complemento, desde sus comienzos, con la colaboración de dos de los mejores compositores cubanos de música bailable, que además eran conocidos rumberos: Ricardo Díaz y Evaristo Aparicio, también conocido como “El Pícaro”.

Sin embargo, la gran adquisición de Chucho Valdés para afianzar la fuerza de Irakere en el panorama bailable de estos años, fue llamar a José Luis Cortés, “el Tosco”, a formar parte de la banda donde cumpliría dos funciones fundamentales: primero, reforzar la cuerda de metales ejecutando el saxofón barítono –la flauta era ejecutada magistralmente por Germán Velazco— y aportar su dominio del elemento bailable como compositor.

El Tosco había debutado profesionalmente con los Van Van en el año 1969 y para fines de la década del setenta comenzó a dar a conocer sus primeras composiciones con esta orquesta; títulos como Francisco y el león y TV a color fueron bien recibidas por el público bailador. Pero, lo más importante de su paso por la orquesta de Formell fue su visión del jazz en determinadas grabaciones y temas que interpretó esa orquesta, que era una charanga clásica y que estaba más cerca del pop y otras músicas que del jazz, sobre todo por la apuesta de Formell hacia esas formas musicales de las que había bebido en sus comienzos.

El son de los Van Van en esos años –aún no se hablaba abiertamente del Songo como una variante sonera o al menos conceptualmente no estaba definido como lo conocemos hoy—complacía a un bailador que generacionalmente se sentía parte de esa música y a la vez era un puente entre dos formas de abordar la música popular bailable cubana.

José Luis estuvo como director de Los Van Van por un periodo de tiempo de veinte y cuatro horas —ocurrió en el momento que Formell dudó si seguía o no con la orquesta, pues tenía en mente regresar a escribir música para shows de cabarets y ser parte activa en la carrera de la cantante Mirtha Medina, que en ese momento era su esposa, tanto que compuso un tema para ella donde tenía el acompañamiento de la orquesta–;.fue en el mismo momento que le sugirió a Formell la incorporación de los trombones para complementar el sonido de la orquesta. El Tosco no vivió esa transición musical —que por cierto involucró el peor momento de popularidad de la orquesta en toda su existencia, dos años complicados que culminaron con la incorporación del cantante Israel Sardiñas, proveniente de la agrupación matancera Los Yakos, una formación poco justipreciada en la historia de la música cubana y todo un referente cuando se hable del nacimiento de la “timba al estilo matancero”– porque fue llamado por Chucho Valdés, a propuesta de Germán Velazco, para ser parte de la planta musical de Irakere.

Apostando a las especulaciones históricas valdría la pena preguntarse qué rumbo musical hubieran tomado los Van Van de haber accedido el Tosco a ser su director. La respuesta es uno de los grandes enigmas de la música cubana.

Lo cierto es que la entrada del Tosco a Irakere coincide con el momento cumbre del trabajo de esta formación dentro de la música popular bailable cubana. Del Irakere de Bacalao con pan, Moja el pan en la salsa, A romper el coco o el danzón Valle de Picadura —por cierto, este tema junto al de Emiliano Salvador A Puerto Padre, son los danzones más trascendentes y renovadores de la música cubana en esos años– al que colma en los años ochenta todas las plazas bailables de Cuba, hay un mundo de diferencia.

Sin dejar de experimentar con armonías y pasajes jazzísticos, Chucho y sus músicos dinamitan todas las formas hasta ese instante conocidas dentro de la música popular. Apelan a un eclecticismo musical sin precedentes y se convierten en la avanzada de la música bailable cubana. No hay un género o ritmo sobre el que no trabajen que llame la atención tanto del público como de los músicos; y la gran muestra de ello es la introducción que hace Chucho al piano para un son clásico: El guayo de Catalina, toda una obra de arte que influyó en los pianistas que vendrían después dentro de la música popular bailable y del mismo jazz afrocubano.

Así van las cosas con la música de Irakere hasta que a comienzos del año 1987 El Tosco y Germán Velazco convocan a un grupo de músicos afines, tanto generacionalmente como con las mismas inquietudes estético-musicales y entran a los estudios de la EGREM, los de la calle San Miguel; con el impulso y la complicidad de Ana Lourdes Martínez e Irais Huerta producen dos discos que serán medulares dentro de la historia de la música cubana de todos los tiempos: Abriendo el ciclo y A través del ciclo.

Abriendo el ciclo.

A través del ciclo.

Esos discos marcarán el fin de la presencia de ellos y otros músicos en Irakere y a su vez serán el parteaguas que necesitaba la música cubana. Mientras tanto, paralelo a estos acontecimientos, en esta década habrá que prestar atención a la reinvención (una vez más) de la orquesta Revé y a otros fenómenos, algunos de carácter transitorios, que incidirán en estos acontecimientos.


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